
“No lo toqué ni una vez, pero me temblaban las manos cada vez que lo escuchaba”. Carla me había escrito, no para pedirme consejo, sino para poder pensar en voz alta sin sentirse juzgada. Quería escucharse a sí misma, que alguien la ayudara a pensar lo que estaba pasando.
Me habló de su historia de “infidelidad del alma”, así la llamó. Una conexión sin cuerpo, pero no por eso menos real. Todo había comenzado de manera inocente, con una consulta laboral de un ex compañero de facultad. Ambos se habían recibido de abogados veinte años atrás. Intercambiaron mensajes, después algún chiste compartido, un “¿te acordás de tal clase?”. Y sin que pudiera identificar en qué momento exacto, las conversaciones se hicieron cada vez más largas, más nocturnas, más íntimas. No fue algo planeado. Los dos estaban casados, tenían hijos, una vida armada. Pero algo se despertó. Algo que no tenía que ver con la piel, sino con las palabras. Con las miradas que atraviesan lo obvio. Con sentirse vista por dentro.
“Con Esteban -mi marido- estamos bien”, me dijo. “Es difícil no estar bien con él. Es un gran tipo, un padre presente, un compañero noble. Llevamos una vida ordenada, sin sobresaltos. Todo funciona aunque hace tiempo que no se mueve nada. O por lo menos, no vibra”.
Y entonces apareció este caballero, no como amenaza, sino como un sacudón inesperado. Un ex compañero de estudios que llegó con una pregunta técnica y se quedó. Se quedó en forma de escucha, de interés, de preguntas que hacía años nadie le hacía: “¿Estás bien de verdad?”, “¿Seguís escribiendo?”, “¿En qué creés hoy?”, “¿Todavía tenés sueños o ya te resignaste?”.
Empezaron a hablar de libros, de películas, de canciones. Intercambiaron letras, ideas, frases que le abrían zonas dormidas de su cabeza. “Nadie se desnudó —me dijo—, pero yo sentía que le estaba entregando algo más íntimo que el cuerpo: mi mundo interior”.
Y ahí entendió que algo estaba pasando. No era una infidelidad tradicional, pero sí un deseo encendido de ser descubierta por dentro. No su cuerpo, sino sus pensamientos, su sensibilidad, su curiosidad. Todo eso que había quedado en pausa durante años, archivado entre lo urgente y lo rutinario.
Cuando su marido le preguntó —medio en broma, medio en serio— “¿con quién chateás tanto?”, ella le mintió. No porque sintiera que estaba haciendo algo “malo”, sino porque no sabía cómo poner en palabras todo lo que estaba viviendo.
Y entonces surgió la pregunta más incómoda: ¿por qué no puedo hablar con él de esto? ¿Qué parte de mí no tiene lugar en nuestra pareja? A veces, lo que nos sacude no es la presencia de otro, sino lo que revela de nosotros. La aparición de alguien que nos fascina por cómo piensa, por cómo escribe, por cómo mira el mundo, no siempre busca reemplazar lo que tenemos, sino que puede mostrarnos lo que nos falta. Hay deseos que no son carnales, pero que arden igual. Deseos que nacen del intelecto, de lo estético, de lo emocional. De esa admiración silenciosa que sentimos frente a alguien que dice lo que nosotros no sabíamos que necesitábamos escuchar.
Tal vez esa conexión paralela no era un peligro, sino una advertencia. No necesariamente para romper lo que hay, pero quizás para revisarlo. Para preguntarse si seguimos eligiendo al otro cada día, o si simplemente estamos cumpliendo un contrato que ya no nos representa.
Y quizás la clave esté en dejar de pensar que el otro tiene que darnos todo. Que el amor real implica ser continente de todos nuestros intereses, pasiones, inquietudes. Tal vez la madurez esté en poder enriquecernos con otros vínculos, y a la vez revisar con honestidad si lo esencial todavía nos une. Con honestidad, sin culpa, sin miedos.
* Juan Tonelli es speaker y escritor. El texto es parte del libro “Un elefante en el living, historias sobre lo que sentimos y no nos animamos a hablar”. www.youtube.com/juantonelli
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