Hace 20 años, una tos seca persistente, un estado general de decaimiento, y un cambio repentino en el color de sus labios (pasaron de rosados a azulada), lo cambió todo. En 2005 Josefa González apenas tenía 3 años. Estaba en su casa del departamento de Guaymallén, ciudad de Mendoza, cuando su mamá detectó que estaba “muy apagada”, algo inusual en ella. Sin perder tiempo, la llevó a la guardia. Esa decisión le salvó la vida.
“Si no me llevaba esa noche al hospital, me moría”, contó Jose a Infobae, hoy con 23 años. Lo que parecía un cuadro respiratorio terminó siendo una cardiopatía dilatada idiopática. “Tras realizarme un placa de tórax, los médicos descubrieron que mi corazón tenía el tamaño de un adulto. Tenía una cardiopatía de base y necesitaba trasplante. Mi mamá se enteró en ese instante. Quedó helada”, recordó sobre ese duro diagnóstico que cambió por completo la dinámica familia.

Como en Mendoza no se realizaban trasplantes pediátricos, Jose fue derivada al Hospital Garrahan, y en febrero de 2008 se mudó junto a su madre a la Ciudad de Buenos Aires. Su padre, como era el sostén de la familia, se la pasó viajando entre provincias durante muchos meses, y sus hermanos (ella es la del medio) se sumaron más tarde. “Tuvimos que reconfigurar todo”, remarcó.
Durante dos años y medio, Jose vivió entre internaciones y descompensaciones. Aunque el seguimiento eras ambulatorio, las recaídas se presentaban cada vez con más frecuencia. En agosto de 2010 su estado se agravó tanto que entró en emergencia nacional: sin un trasplante inmediato, no iba a sobrevivir.
El órgano para el primer trasplante de corazón de Jose llegó desde Córdoba la noche del 23 de agosto de 2010, pero no todo salió según lo planeado. En ese mismo momento, los médicos del Hospital Garrahan iniciaron el procedimiento quirúrgico y la operación se realizó en la madrugada del 24 de agosto.

Jose tenía en ese momento casi ocho años y fue una intervención de alto riesgo. Debido a la distancia y al tiempo de isquemia -el lapso entre la ablación del órgano y su implantación-, el corazón llegó fatigado. Al momento de ser colocado, no latía. Por eso, los médicos debieron conectarla a una máquina ECMO (oxigenación por membrana extracorpórea), que suple temporalmente la función cardíaca y pulmonar.
“Solo me podían tener conectada cinco días a la máquina ECMO. Si el corazón no latía al cabo de ese período, se consideraría que el trasplante había fracasado”, recordó Jose sobre la crítica situación en la que estuvo. “Sin embargo, al cuarto día, mi corazón comenzó a contraerse lentamente y eso evitó que me desconectaran”, contó sobre esa nueva oportunidad que le dio la vida.

Si bien la cirugía había sido un éxito técnico, la recuperación fue durísima. “Perdí mucha tonicidad muscular y tuvo que reaprender todo. Fue como volver a ser un bebé”, señaló. Y a ese deterioro físico, luego se sumaron complicaciones neurológicas. “Sufrí una isquemia cerebral y fui diagnosticada con epilepsia no degenerativa. Luego, vinieron muchas internaciones, rechazos al trasplante, tratamientos inmunológicos y recaídas”, detalló.
“Con el correr el tiempo me enteré de que como el trasplante había sido urgente, no tuvieron tiempo para asegurarse de que fuera del todo compatible. En ese momento no existía lo que hoy se llama ‘cross match directo’, que permite encontrar al donante más compatible posible. A mí me trasplantaron con lo que había disponible, porque era eso o morir”, admitió.
Entre 2018 y 2020 sufrió ocho rechazos. Algunos fueron celulares y otros humorales. “Estos últimos son los peores, porque son irreversibles. Se me endurecieron las arterias y las paredes del corazón. Me pusieron stents, empecé a tomar medicamentos nuevos, y arranqué con tratamientos con gammaglobulina. Cada recaída era un mazazo”, recordó.
A fines de 2019, llegó otra noticia inesperada. Los médicos le dijeron que necesitaba un retrasplante de corazón. Josefa ya tenía 18 años. Esta vez, la decisión era suya.
Al ser mayor de edad, ya no podía atenderse en el Hospital Garrahan y el proceso para conseguir una nueva obra social fue largo y difícil. “Nadie quería tomarme por tener una patología preexistente. Gracias a la insistencia de su madre, logré ingresar al Hospital Italiano y allí comencé con las nuevas evaluaciones, a la espera de un segundo órgano”, precisó mientras su estado de salud pendía de un hilo.
En noviembre de 2023 la volvieron a internar. A lo largo de 300 días, aprendió a convivir con medicaciones intravenosas, dengue, infecciones y la ansiedad del “no saber” si iba a aparecer un segundo donante. Aunque su estado era estable, los médicos no pudieron subirla a emergencia nacional. Esperó desde la categoría de urgencia, con una bomba de infusión continua en su cuerpo.

El trasplante finalmente ocurrió en agosto de 2024. Pero no fue como el anterior. Josefa recibió un doble trasplante doble: corazón y riñón. La necesidad del trasplante renal apareció como consecuencia de años de medicación inmunosupresora y de la propia falla cardíaca.
“El corazón es el órgano madre. Si él no bombea bien, los demás empiezan a fallar. Mis riñones habían sufrido un deterioro progresivo. Inicialmente se evaluó si trasplantar primero el corazón y luego el riñón, pero se optó por un trasplante conjunto de un mismo donante para evitar rechazos”, relató.
La cirugía tuvo lugar el 10 de agosto de 2024 y duró doce horas. “Fue larguísima, porque mi corazón anterior estaba fibrosado, muy pegado al esternón. Pero esta vez todo salió bien. El corazón latió desde el inicio, no hizo falta conectarla a máquinas externas. En 48 horas estaba despierta y a los quince días me dieron el alta”, enfatizó.
El nuevo corazón y riñón provenían de un joven santafesino, de su misma edad: “Con el avance del cross match directo, la compatibilidad fue perfecta. Eso me dio muchísima tranquilidad.”
A lo largo de estos años, Jose logró vincularse con la mamá de su primera donante. Aunque ella nunca sintió la necesidad de indagar sobre el tema, fue la mujer quien la contactó por Facebook. “Vi su mensaje varios años después. Le respondí y le agradecí, y ella me contó brevemente lo que le había pasado a su hija. Fue muy fuerte y movilizante”, recordó.
Con la familia de su segundo donante, en cambio, todavía no tuvo contacto. “No lo descarto, pero no siento aún esa necesidad. Siempre pienso: ¿quién habrá sido esa persona? ¿Qué habrá hecho con su vida? Está ahí, latente, como mi corazón”, concluyó Jose sin descartarlo por completo.
La historia de Josefa González no solo es una historia médica. Es un testimonio de los márgenes entre la vida y la muerte, de los límites del cuerpo y de las posibilidades de la medicina pública y privada. También es una historia sobre los vínculos: los visibles y los invisibles. De quienes dan la vida, aún después de irse. Y de quienes, como Jose, deciden seguir latiendo.
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