Llegaron desde Corea del sur, pasaron penurias económicas y hoy innovan en NFTs con marca propia

Los padres de Daniel y Samuel Cho tenían una vida próspera en su país de origen, pero llegaron a la Argentina en busca de una vida menos competitiva. Perdieron todo, menos las esperanzas. Hoy los hermanos triunfan con su propio emprendimiento textil, un híbrido entre las dos culturas

Compartir
Compartir articulo
Los Cho no eran los típicos inmigrantes que vienen con una mano atrás y otra adelante: llegaron como inversionistas con el dinero de la venta de sus propiedades y ya tenían la residencia en 1992 (Gustavo Gavotti)
Los Cho no eran los típicos inmigrantes que vienen con una mano atrás y otra adelante: llegaron como inversionistas con el dinero de la venta de sus propiedades y ya tenían la residencia en 1992 (Gustavo Gavotti)

A la generación de los hermanos Cho se la llama 1.5. No son de ningún lado. Ni argentinos, ni coreanos. O las dos cosas, pero para el caso es lo mismo: no pertenecen a ninguna parte, y a la vez, son un poco de todas. Sus padres dejaron con ellos en brazos una vida próspera en Incheon –la tercera ciudad más importante de Corea del Sur– en busca de un destino más pacífico y menos competitivo: él era un empresario exitoso, pero el estrés le había afectado la salud, y una amiga les habló maravillas de la Argentina, del asado y los vecinos, de la gente buena y solidaria que abre las puertas. Vendieron su casa, su imprenta y todo lo que tenían, y llegaron a Buenos Aires cuando Daniel tenía 6 años y Samuel, 3. Pero entonces todavía no eran Daniel ni Samuel, sino Minsuk y Minkyu.

Nombres argentinos

En Corea, es tradición que los primos y hermanos de una familia compartan una sílaba de su nombre que se asigna por el árbol genealógico. Se cree que el nombre define la fortuna y por eso hay incluso quienes se lo cambian al crecer, con la intención de cambiar también su suerte. Daniel y Samuel tuvieron que elegirse nombres nuevos al llegar a la Argentina. Y a lo mejor fue una manera de dar vuelta su destino.

En realidad los nombres los eligió Daniel. No tuvo mucha opción: el primer día de clases en primer grado, la maestra tomó lista y se trabó cuando tuvo que pronunciar el suyo. “Ay, ¡tenés que tener otro nombre!”, le dijo sin demasiada pedagogía. Minsuk apenas sabía decir “Hola”, “Necesito ir al baño” y “No entiendo”, pero sí entendió bien que para sobrevivir en la escuela pública de Flores en donde casi no había ningún otro chico de su colectividad, estaba obligado a integrarse como se lo impusieran, así que volvió a su casa con la tarea de rebautizarse.

Los Cho vienen de una familia religiosa, así que Minsuk tomó sus nuevos nombres de la Biblia. Siempre le había gustado la historia de Daniel, un profeta que representa la valentía y la amistad, así que le dijo a sus padres que quería llamarse así. Para que su hermanito compartiera una sílaba con él, le puso Samuel. Ahora los dos tendrían nombres “argentinos”.

La señora Cho, que en Corea era docente, comenzó a preparar viandas de comida coreana que Daniel y Samuel repartían al mediodía. El señor Cho trabajaba a contrahora como remisero, pero así y todo, apenas si alcanzaba para mantener a la familia
La señora Cho, que en Corea era docente, comenzó a preparar viandas de comida coreana que Daniel y Samuel repartían al mediodía. El señor Cho trabajaba a contrahora como remisero, pero así y todo, apenas si alcanzaba para mantener a la familia

Pero llamarse diferente no evitó el bullying ni las situaciones violentas. Daniel volvió al colegio con su nuevo nombre y su mochila y su cartuchera flamantes, para encontrarlas destrozadas al terminar el recreo. El tercer día de clases, unos chicos más grandes le cerraron una puerta sobre los dedos y le rompieron todas las uñas. “Ojos de alcancía, volvete a tu país”, lo burlaban a diario, mientras inventaban combinaciones peyorativas de su apellido. Para los matoncitos del aula –y los de la calle– nunca eran coreanos, sino “ponjas o chinos”. Su origen era lo de menos, sólo importaba que eran distintos.

Los Cho no eran los típicos inmigrantes que vienen con una mano atrás y otra adelante: llegaron como inversionistas con el dinero de la venta de sus propiedades y ya tenían la residencia en 1992, un año antes de establecerse en el país. Primero, se hospedaron en la Iglesia de la comunidad, pero al poco tiempo se mudaron a la mejor zona que les recomendaron, la Recoleta. En ese mismo barrio abrieron un local de ropa, que es el rubro al que se dedica la mayor parte de la colectividad en Buenos Aires.

Los Cho surfean las crisis argentinas

Su derrotero comenzó muy pronto. Resistieron dos años los asaltos y las malas ventas en su negocio, hasta que cerraron y se mudaron a Munro. En siete años de primaria de Daniel, los Cho se mudaron siete veces. El local de Munro tampoco funcionó, y entonces se fueron a Once. Después pusieron una verdulería, que también fue un fracaso. Cuando ni siquiera les alcanzó para mantener un departamento, alquilaron un depósito que había sido un pequeño restaurante en una esquina de Flores, con la idea de poner una fábrica textil en la planta baja. Ellos cuatro vivían en el sótano. Sin ventanas ni cuartos y con los baños compartidos que habían quedado de la vieja infraestructura del lugar.

Los hermanos Cho crearon una marca de indumentaria masculina propia –Revolt– con showroom en Oro y Demaría, en uno de los barrios más elegantes de la ciudad (Gustavo Gavotti)
Los hermanos Cho crearon una marca de indumentaria masculina propia –Revolt– con showroom en Oro y Demaría, en uno de los barrios más elegantes de la ciudad (Gustavo Gavotti)

La señora Cho, que en Corea era docente, comenzó a preparar viandas de comida coreana que Daniel y Samuel repartían al mediodía. El señor Cho trabajaba a contrahora como remisero, pero así y todo, apenas si alcanzaba para mantener a la familia. Habían tocado fondo: tuvieron que vender el departamento que habían comprado al llegar, y encima los estafaron. En parte de pago, les dieron dólares falsos. Daniel y Samuel conservaron trescientos.

Para Samuel fue más fácil, su hermano mayor le abría puertas y aprendía el idioma y las costumbres con él antes de vincularse con otros chicos. Enseguida se hizo amigos, atravesaba la caída familiar como en un juego, y sus padres se ocupaban de que así fuera: en el sótano faltaba todo, pero había amor, disciplina y muchos libros. Daniel los devoraba. Siendo el más grande, se sentía responsable de sacar a la familia a flote. Se preparó para ir al Nacional Buenos Aires y aprobó el ingreso, pero era la época del boom de la tecnología coreana, y el padre decidió que lo mejor era que fuera a un industrial. En segundo año, ya le daba clases de computación a señoras que querían aprender a usar Internet, grabar CDs y mandar mails, y al poco tiempo empezó a reparar computadoras. También preparaba a otros chicos en inglés y matemática.

De un día para el otro, el trabajo de Daniel sirvió para pagar las cuentas. “Yo estaba decidido a trabajar –dice Daniel a Infobae–. No soportaba la situación familiar ni ver a mi madre con las manos llenas de las quemaduras de aceite que se hacía cuando cocinaba para hacer las viandas. También quería lo mejor para mi hermano, con ese deber ser del hijo mayor en una cultura que todavía era muy machista”.

A los 15, consiguió un trabajo más serio, arreglando computadoras en una empresa de Comercio Exterior dedicada a la industria textil, e insistió hasta que lo tomaron como cadete. Con un empleo de tiempo completo, Daniel dejó el colegio pese a que era un alumno sobresaliente. Dice que se avergüenza de eso, y que también por eso se puso firme para que Samuel se recibiera.

Daniel y Samuel Cho comparten su pasión por River Plate
Daniel y Samuel Cho comparten su pasión por River Plate

Emprender en Argentina

“Yo sabía, tenía la seguridad de que podía hacer algo para cambiar las cosas. Mi único objetivo era que saliéramos adelante”, dice ahora. Tenía 20 años cuando se independizó y fundó su primer emprendimiento, una consultora de Comercio Exterior también enfocada al rubro que conocía desde siempre, el textil. Ya mantenía a su familia: el señor Cho había vuelto a Corea en busca de otras oportunidades para recuperar su economía, y la madre y los hermanos se mudaron a un dos ambientes en Once –”apretaditos, pero con más comodidades que en el depósito”–.

Samuel siempre fue el más rebelde. Cuando el padre se fue, se hizo bailarín de hip-hop. “Me juntaba con los chicos que bailaban en la calle en el Centro Cultural San Martín, y así arrancó una carrera de nueve años como bailarín. Era mi manera de salir de la realidad, porque a mi manera, yo también sufría”, cuenta. Dice que Daniel era su guía. “Vos tenés que estudiar, yo me sacrifico pero vos tenés que tener un título”, le repetía al menor, que hizo Diseño Industrial en la Universidad de Buenos Aires.

Fue un camino difícil, pero dio sus frutos: una década más tarde, Samuel se sumó a la empresa y crearon una marca de indumentaria masculina propia –Revolt– con showroom en Oro y Demaría, en uno de los barrios más elegantes de la ciudad. “Acá viene la parte más romántica”, anticipa Daniel. “Quisimos hacer algo que tuviera nuestra cultura y las tradiciones que nos inculcaron nuestros padres, pero también la mezcla. Nosotros somos un híbrido, al crecer acá tuvimos que crear nuestra propia esencia”, suma Samuel.

Llegaron a Buenos Aires cuando Daniel tenía 6 años y Samuel, 3. Pero entonces todavía no eran Daniel ni Samuel, sino Minsuk y Minkyu
Llegaron a Buenos Aires cuando Daniel tenía 6 años y Samuel, 3. Pero entonces todavía no eran Daniel ni Samuel, sino Minsuk y Minkyu

“Es que somos muy coreanos y muy argentinos –dice el mayor de los hermanos Cho y cuenta que los dos son fanáticos de River–. Y cuando uno quiere compartir algo o influenciar a alguien, primero tiene que saber aceptar y recibir lo que ofrece el otro. Hoy la cultura K-pop se está exportando muchísimo, pero eso es porque hay más de 50 años de Corea consumiendo y aceptando la cultura occidental. Recién ahora Corea está pudiendo exportar su cultura. Y lo mismo pasa cuando yo quiero vender algo que tenga mi propia impronta: primero tengo que saber escuchar al consumidor y aceptarlo, sólo después puedo decir ‘ahora voy a ofrecer esto’”.

Si a Daniel le costó mucho más romper las barreras culturales, Samuel se integró desde chiquito con más facilidad. Ese complemento entre ellos es ahora una de las fortalezas del equipo. La marca que crearon tiene esa lógica: “Veíamos que faltaba moda para hombres, pero no queríamos decirle a nuestros clientes ‘Estos somos nosotros’, sino invitarlos a ser parte. Que vieran nuestro crecimiento y también fueran dejando su huella”, dice Samuel frente a los percheros de la última colección. La ropa tiene la simpleza y la calidad de los materiales nobles, pero también remite al arte y al juego. El mismo híbrido canchero y elegante que los define a ellos.

La campera intervenida por los Cho con los dólares falsos con los que estafaron a sus padres.  Es una de las prendas NFTs gracias a la alianza con Ezequiel Tortorelli, Felipe Zuluaga, Fernando Marinelli, Francisco Zunino Diaz y Facundo Arango, de Bifrost (Gustavo Gavotti)
La campera intervenida por los Cho con los dólares falsos con los que estafaron a sus padres. Es una de las prendas NFTs gracias a la alianza con Ezequiel Tortorelli, Felipe Zuluaga, Fernando Marinelli, Francisco Zunino Diaz y Facundo Arango, de Bifrost (Gustavo Gavotti)

Moda y NFT

Tal vez eso de no ser de ningún lado, los ayudó a tender más puentes: parte de la historia de Revolt fue crear comunidades de artistas y emprendedores que colaboran con ellos. Ahora están parados junto a las camperas de cuero intervenidas con las que, gracias a la alianza con Bifrost, otra empresa joven que mina criptomoneda, innovaron en indumentaria NFT, es decir que cada una tiene un token digital que la convierte en un producto artístico y a la vez comercial. Dicen que en el futuro digitalizar las prendas de una colección volverá a la industria textil mucho más sustentable, porque ya no hará falta producir en físico cada una, sino que podrán ser fabricadas a demanda, por clientes que se las prueben en forma virtual.

Eso, en cuanto al metaverso. En su universo personal, les fue tan bien, que el señor Cho pudo volver a Buenos Aires y aunque la señora Cho sigue cocinando riquísimo, ya no hace viandas: el año pasado publicó un libro de recetas. Hace dos meses, los hermanos hicieron una fiesta de presentación de la marca y toda la familia estuvo presente. Ya no viven juntos, pero siguen siendo muy unidos. El año pasado Daniel rindió casi todas las materias de la secundaria que le faltaban. Le queda solo una. Cuando se reciba, será otra fiesta.

Daniel y Samuel se reservaron una de las camperas con el sello de artistas callejeros, tatuadores y graffiteros como Henry Anglas, Diego Roa, Baldomero Bragagordon, Juan Cino y Alejandro Clementoni para intervenir ellos. En la espalda le pegaron los tres billetes falsos de cien dólares que marcaron la quiebra de sus padres. No es un símbolo de esa derrota, sino de cómo la dieron vuelta. “Ellos están orgullosos de nosotros –dicen–, pero nosotros de ellos: porque con todo lo que les pasó, nunca bajaron los brazos. Nos inculcaron la disciplina del esfuerzo y del trabajo. Nos enseñaron que aunque parezca que todo está perdido, siempre se puede hacer algo más”.

SEGUIR LEYENDO: