Las tortas de tres pisos, que solían preparar, se ubicaban como anfitrionas en medio del salón, la espectacular escalera de mármol claro parecía hecha para que se lucieran las colas de los vestidos de las novias que subían escalón a escalón del brazo de sus flamante esposo dispuestas al encuentro con sus seres queridos.
Desde que abrió sus puertas, en 1917, la Confitería El Molino fue el centro de todas las miradas y compartir momentos especiales allí fue una de mejores elecciones de las familias porteñas y del gran Buenos Aires que aún atesoran las fotografías de esos eventos que llaman a la nostalgia.
Las fotografías de aquellas celebraciones llegaron hasta El Molino, de mano de algunos de sus protagonistas y de sus familiares, que mostraron los muy bien cuidados álbumes. Entre esas imágenes estaban las de Lucía Malliarakis y Delfor Delhon que celebraron su boda el 28 de febrero de 1959.
Durante la visita, además del intercambio fotográfico, pudieron recorrer diversos espacios que están en proceso de restauración. Además, el equipo de El Molino tomó registro de esas fotografías para utilizarlas como material para constatar piezas faltantes que sirvan al proceso de restauración integral.
“Mi suegro nos preguntó si queríamos hacer la fiesta en la confitería porque era muy linda y como él era del Rotary Club conocía al gerente, y fuimos a hablarle para pedir presupuesto y para que nos mostrara el lugar. Cuando entramos con el que era mi novio y vimos el enorme salón no lo podíamos creer. No lo dudamos y como nuestros padres se repartieron el costo de la fiesta y allí la hicimos”, recuerda Lucía, a sus 84 años, en diálogo con Infobae.
Contrajo matrimonio cuando tenía 19 años y su novio, 21. “Éramos muy jóvenes e inocentes, en todos los sentidos”, cuenta con picardía.

Los detalles de la espectacular boda de Lucía y Delfor
Ella y sus padres eran de Remedios de Escalada y su novio de Banfield. Un año antes de dar el “sí” comenzaron los preparativos para la celebración. “Eran épocas en que nos casábamos jóvenes y que los novios eran novios, no había convivencia ni nada de eso”, explica sobre los mandatos sociales de finales de los años 50′s.
Fue durante esos preparativos que el papá de Delfor le preguntó a los novios si tenían ganas de ir a conocer la Confitería El Molino, la de la esquina de Avenida Rivadavia y Callao; y aceptaron. La emoción de estar allí e imaginar su fiesta superó sus expectativas.
Por eso, todo lo que faltaba por hacer debía adecuarse a la magnitud que tendría el evento. “El civil fue el 27, en el Registro Civil de Escalada y el sábado nos casamos por iglesia. Después fuimos al salón de la confitería; al llegar entramos por la puerta de Avenida Rivadavia, que tiene una escalera preciosa... En ese momento comenzaron mis nervios. ¡Me acuerdo de todo!”, detalla.

“Cuando entramos, eran cerca de las 22 horas. ¡No sabés lo que era ese salón vestido de gala, con arreglos florales, con ese piso precioso y muy bien trabajado!”, recuerda con felicidad. Allí esperaban sus familiares, sus amigas, los amigos de Delfor y el total de 150 invitados pusieron su toque de gracia y humor a la noche que se extendió hasta las 4 de la madrugada.
Apenas entraron, los organizadores llevó a los recién casados a sentarse a los lujosos sillones para que se acercaran a saludarlos y desearles felicidades.
“A la derecha del salón tuvimos que llevar los regalos, que se usaba tenerlos todos juntos y mostrarlos, porque en ese tiempo había muy buenos regalos, como copas de cristal, vajilla fina... También, en la confitería, que tenía habitaciones, nos habían preparado una de uso exclusivo para los novios durante toda la recepción, y allí íbamos para descansar unos minutos, para ir al baño, para cambiar el calzado y cambiarnos. Fue increíble”, señala.
“Aunque recuerdo todos los detalles de la noche, lo que más me llama aún la atención es ese sillón porque era realmente delicado y las lámparas, hermosas”, dice. En ese lugar, le hicieron varias fotos para lucir su vestido blanco, con una larga cola que nacía del velo, diseñado exclusivamente para ella por una de las modistas de Casa San Miguel, una de las más importantes de Buenos Aires, y el ramo era de La Orquídea, destacada florería de la entonces Capital Federal.
“Mi papá quería que yo tuviera todo lo mejor, así que buscó con mi mamá las mejores opciones para dármelo, más allá de que entonces estábamos en buena posición y podían hacerlo”, admite con timidez.
Pese a los grandes nervios que no la dejaron comer (aunque por los comentarios supo que la comida fue exquisita), Lucía no puede marcar algo que le haya gustado por sobre otra cosa. “Fue todo hermoso, pero como siempre fuimos personas con humildad no hubo cosa que no nos gustara. No era solo algo lujoso sino que los detalles, desde la torta a los arreglos con flores, las copas, los platos... ¡todo fue perfecto!”.
En esos tiempos, cuenta, “no se usaba dar un souvenir y por eso nos regalaron muchos ramos de flores, y repartimos”. Cerca de las 3 de la mañana, los novios se esfumaron. “Se usaba irse sin saludar, ni avisar, solo había que irse y la fiesta seguía. Nos cambiamos y nos fuimos a pasar la noche de boda a un hotel también prestigioso”, revela.
El matrimonio vivió en Remedios de Escalada, primero en la casa de arriba de donde vivían los papás de Lucía, luego compraron un terreno donde la pareja formó su familia: tuvo a su primera hija a los cinco años de casados, Ana, y a los 19 meses nació Jorge. “Hace unos años Delfor falleció y lo recuerdo con mucho amor. Tuvimos una vida muy hermosa”, finaliza.
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