El chico de 12 años no podía entender lo que sucedía. Sin saber por qué, mientras estaba apoyado en el marco de la ventana mirando lo que pasaba en la calle, se dijo a sí mismo: “Algún día voy a escribir sobre esto”. Desde el departamento de su familia veía el desfile triunfal y al pueblo austríaco recibiendo alborozado al ejército alemán. Era el Anschluss.
Y Raul Hilberg escribió sobre eso y mucho más. Fue quien contra el espíritu de época, contra los que no querían escuchar, los que preferían no incomodarse con el recuerdo de los crímenes infames, los que no podían lidiar con el pasado reciente y atroz, el que contó la historia del holocausto. Lo hizo con rigor, sin dejarse llevar por pasiones. Su gran obra, La Destrucción de los Judíos Europeos es un texto pionero, riguroso, novedoso y lacerante. Él fue el que logró describir esa maquinaria deliberada de muerte que fue el holocausto.
Raul Hilberg había nacido en Viena el 4 de agosto de 1927. Su padre tenía un pequeño negocio. En esa casa no reinaba el amor. Había poca comunicación y bastante dureza.
A partir de ese momento no hubo más lugar para ellos en Austria bajo el dominio nazi. Los presionaron para sacarles la casa por ser de origen judío (nadie en la familia era practicante religioso). Esa expropiación forzada los dejó sin nada. Al padre de Hilberg lo abordaron soldados nazis en la calle y lo llevaron detenido. Lo interrogaron y lo dejaron en un costado olvidado durante varios días. Hasta que un soldado lo llamó y con una planilla en mano le dijo que se preparase. Hilberg padre vio que en el papel al lado de su nombre habían puesto una D, así en mayúscula. Supo que lo enviarían a Dachau. Con serenidad pero con firmeza dijo: “Ustedes no pueden mandarme a Dachau. Yo peleé en la Gran Guerra. Hasta me condecoraron por mi coraje”. El soldado llamó a un superior, que suspicaz, lo empezó a interrogar. “A ver judío ¿Dónde dice que estuvo?”. El hombre recitó cada uno de los batallones que integró y los destinos en los que actuó. El oficial nazi ordenó que lo liberaran: “Este hombre no miente. Estuvo en muchos lugares en los que estuve yo”.
Ya no tenían un lugar para vivir. Ya ni siquiera podían caminar por la calle. Los Hilberg fueron empujados de su tierra. Los Hilberg emigraron a Nueva York.
Raul siguió estudiando. Al ingresar a la universidad aceptó los deseos del padre y se anotó en química. Pero al poco tiempo se pasó a ciencias políticas. En 1945 fue alistado y destinado a Europa. Cuando llegó la guerra estaba terminando. Los nazis habían sido derrotados. Lo enviaron a custodiar documentación y a catalogarla. Allí tuvo contacto con las cajas que almacenaban la biblioteca de Adolf Hitler. También accedió por primera vez a miles de documentos administrativos nazis. Al regresar a Estados Unidos empezó a escribir sobre el aniquilamiento de los judíos por parte del régimen nazi.
Estudió ciencias políticas porque el Holocausto, que aun no había sido nombrado de esa manera, no era considerado materia de la historia todavía. Era algo demasiado reciente. La visión de Hilberg fue, desde el principio, novedosa y compleja. Entendió que lo que había ocurrido con los judíos europeos no se había tratado de la obra de unos locos sino que había sido un plan llevado a cabo por cientos de miles en distintos estamentos y organizaciones.
Hilberg no se especializó en nazismo. Ya había varios que se dedicaban a la cuestión. Es más, algunos como Franz Neumann lo había hecho en tiempo real, mientras aún estaban en el poder. Lo que Hilberg estudió fue el aniquilamiento y sus métodos. Fue el primero en sistematizar esa rama, en considerar que merecía un estudio especial.
Lo que hoy nos parece evidente, no siempre fue así. Hubo un tiempo, después de la Segunda Guerra Mundial, en que parecía que nadie estaba interesado en conocer de manera exhaustiva lo que había sucedido en los campos de concentración. Demasiado horror. Pasaban muchas cosas a la vez en ese tiempo nuevo. La atención estaba centrada en la tensa e inestable Guerra Fría y, en Medio Oriente, en el establecimiento de Israel y en los choques con el mundo árabe. A los sobrevivientes se les daba una palmada en la espalda y se los instaba a mirar el futuro. Ese temor que alguna vez expresó Primo Levi, eso que se había convertido en su pesadilla recurrente –iba en un tren y hablaba de los horrores sufridos en el Lager, de los muertos, y nadie quería escucharlo, sus interlocutores huían- se estaba convirtiendo en realidad. “En esa época, se solía decir a las personas martirizadas por el recuerdo -los sobrevivientes- que olvidaran lo que había pasado” escribió Raul Hilberg.
Los soviéticos no estaba interesados en rebuscar en el pasado porque Iósif Stalin temía que le hicieran rendir cuentas del accionar de sus hombres y de Kolyma y el sistema de Gulag. Occidente, por su parte, no quería predisponer mal a los alemanes; habían apostado a su resurgimiento y había muchos intereses en juego; todos sabían que rebuscando encontrarían complicidades y culpabilidades masivas.
Unos pocos hombres vinieron a cambiar eso. Lo hicieron pese a la indiferencia, los obstáculos y hasta la oposición expresa de grupos y asociaciones que se suponía debían apoyarlos. Pero con un trabajo serio, riguroso y valiente (y muy solitario) consiguieron que el mundo conociera la verdad y tomara conciencia de la magnitud de lo ocurrido y de la anatomía de esa maquinaria de muerte.
Raul Hilberg fue uno de esos hombres.
Hilberg consiguió que se entendiera la Shoah de una manera distinta, fue el que ayudó a comprender cómo había sido el mecanismo de la masacre. Desde el principio asumió la complejidad de la situación y evitó todo tipo de simplificaciones. Le llevó más de quince años elaborar su libro. Investigó en archivos europeos y norteamericanos. Trabajó especialmente con documentos alemanes mientras tenía otras labores, en especial universitarias, que le permitían seguir con la elaboración de su libro.
El trabajado denodado, el impactante resultado hallado, la lógica invencible de su investigación. Todo esto haría presuponer que el historiador y su trabajo fueron aplaudidos apenas se conoció su obra, que los hallazgos fueron difundidos de inmediato. Nada de esto fue así. Al principio, y durante muchos años, sólo encontró rechazo e indiferencia. Lo que él narraba era demasiado difícil de digerir.
En sus memorias que hace poco se publicaron en español (Memorias de un Historiador del Holocausto, Arpa) describe su vida como historiador y en especial la concepción de su gran estudio: La Destrucción de los Judíos Europeos, las dificultades que tuvo para publicarlo y las resistencias que debió enfrentar una vez que vio la luz. Esas memorias son también una impactante reflexión sobre cómo las sociedades (y los especialistas) son refractarias, rechazan, aquello que no se ajusta a sus creencias, prejuicios o conveniencias.
Cuando presentó el proyecto, uno de sus mentores le dijo que esto sería su tumba. Después de años de trabajo, cuando le faltaban semanas para poner punto final a su tesis, murió Franz Neumann, su director de tesis. Y una vez más la orfandad lo rodeó. Parecía que la investigación nunca vería la luz.
Apenas tuvo terminado el manuscrito, lo hizo circular por diversas editoriales e instituciones buscando su publicación. Estaba dispuesto a poner todos sus ahorros para verlo convertido en libro pero estos no alcanzaban. Nadie quería editarlo. Era una obra sumamente extensa. Pero el problema no era la cantidad de sus páginas, sino lo que decía. Hilberg en La Destrucción de los Judíos Europeos describe el Holocausto como una maquinaria de destrucción, un ordenamiento burocrático descentralizado y progresivo que tuvo como fin y como resultado el aniquilamiento de los judíos de Europa.
Además habla por primera vez de la responsabilidad de los Consejos Judíos y va contra la idea, ya instalada por esos años, de que la resistencia de los judíos fue muy extensa. En ningún momento confunde víctimas con victimarios pero tampoco acepta como un dogma de fe lo sostenido por diversas asociaciones judías. Sostiene que se llegó al ridículo de que estados de pasividad total fueran reinterpretados como heroicas situaciones de resistencia. Él hace historia y necesita ser honesto consigo mismo y con el material de estudio. Elige honrar la verdad y no cargar de épica cada episodio.
Los rechazos editoriales se acumulan. Gana un concurso con su tesis que le garantizaba la publicación, pero el editor se las ingenia para no hacerlo. Algunos le dicen que sus teorías no tienen fundamentos, otros que sólo se basa en documentos alemanes, otros que lo que sostiene sobre los consejos judíos es muy difícil de digerir. Hasta que una serie de circunstancias conspiran en su favor. Un millonario empresario exiliado decide aportar parte del presupuesto y los preparativos del juicio a Adolf Eichmann en Jerusalén aumentan el interés sobre el tema. Quince años después de su inicio su libro vería la luz.
La primera edición se publicó en la pequeña editorial de la Universidad de Vermont. Más de 800 páginas a doble columna (que en edición normal hubieran superado las 1400 páginas). La recepción fue fría. Pero inquietante. Los especialistas no podían negar que estaban ante algo absolutamente riguroso y muy novedoso. Por primera vez, el mecanismo burocrático del Holocausto era mostrado a la perfección. Esa burocracia vasta y sofisticada había llevado adelante la matanza de millones de judíos (otro anatema: también puso en duda el numerus clausus de los seis millones: él sostenía que se había tratado de 5.100.000), a su destrucción.
Esa destrucción había sido una obra alemana. Tenía su espíritu, su enjundia, su cultura. Para entender esa maquinaria destructiva tenía que entender la visión de los culpables, de los perpetradores. Y para eso era necesario sumergirse en sus papeles, en sus documentos, en su administración gris.
Luego descubrió que esa labor de destrucción había sido progresiva. Y que ese esquema se había repetido en cada jurisdicción. Primero se marcaba a los judíos, luego los separaban, los despojaban de sus bienes y propiedades, los deportaban y, finalmente, los mataban. Eso que él llamó “el proceso de destrucción”.
Los alemanes en 1933 o hasta en 1937 no sabían qué era lo que harían con los judíos. La Solución Final, es decir el aniquilamiento, se formuló en 1941. Pero la progresión, la tendencia ya existía: el antisemitismo y sus manifestaciones cada vez eran más intensas. Y cada vez se corrían más los límites de crueldad e inhumanidad. El proceso seguía una lógica destructora.
La reconocida investigadora Judith Sklar le dijo a Hilberg que los libros tienen que aparecer en el momento justo y que el suyo había aparecido demasiado pronto. Las distintas sociedades no estaban preparadas para afrontar las conclusiones de Hilberg. Los israelíes estaban consolidando su estado y la política de la memoria, los norteamericanos recién pusieron real atención al Holocausto después de Vietnam, Alemania hacía todo lo posible para no revolver en el pasado y para evitar culpabilidades, y Francia tenía todavía demasiado fresco los problemas y humillaciones de la guerra, aun convivían los que habían sido de la Resistencia con los acusados de colaboracionistas.
Hilberg y su libro eran difíciles de digerir. Con los años sacó nuevas ediciones a los que les incorporó nuevo material probatorio. El libro resistió el paso del tiempo. Y en especial logró plasmar la secreta aspiración que tiene cualquier historiador: que su tema de estudio a partir de su intervención sea visto con sus ojos, que sus conclusiones queden establecidas como verdades. Hannah Arendt escribió: “Nadie podrá volver a escribir de estos temas sin recurrir a él”.
Pero esta consolidación tampoco fue pacífica. Hilberg peleó durante décadas con los principales referentes y hasta con organizaciones como Yad Vashem (que se negó a colaborar en la edición de su libro y después le prohibió durante un largo tiempo el acceso a su biblioteca).
En la actualidad se considera a la obra de Hilberg como un aporte fundamental. Se reconoce que su mirada cambió la manera de comprender el Holocausto. Sin embargo no se debe olvidar que el libro circuló sólo entre especialistas durante muchísimo tiempo y que aún entre ellos recibió resistencias muy fuertes. La primera edición alemana recién se publicó treinta años después de su aparición. Y la israelí demoró todavía unos años más. Se conoció en 2012.
Alguien le reprochó a Hilberg que sus actitudes y sus conclusiones eran en parte fruto de su falta de sentido de pertenencia. Cuando le preguntaron sobre eso, respondió: “No me siento parte de nada. No me siente parte del mundo universitario, en el que actué durante décadas. Ni siquiera me siento parte de Burlington donde viví desde 1956. Tal vez algunos de nosotros estemos destinados nada más que a estar solos”.
Hilberg es el único especialista que aparece en Shoah, el mastodóntico y riguroso documental de Claude Lanzmann. En Shoah sólo hay sobrevivientes, nazis y testigos. Y también está Hilberg. Su participación se originó porque el director le pidió que le interpretara un documento alemán. Y Hilberg desplegó con énfasis toda su erudición sobre el tema por lo que pensó en incorporarlo. Lanzmann, que era seco y nada propenso al halago, dijo sobre Raul Hilberg: “Fue un faro, un barco de la historia anclado en el tiempo y en un sentido más allá del tiempo, imperecedero, inolvidable, con el que nada en el curso de la producción histórica ordinaria puede compararse”.
En 1992, Hilberg volvió a Viena por primera vez desde que tuvo que emigrar junto a su padre y su madre. Había tratado de evitar ese momento. Pero el éxito académico y la nostalgia lo llevaron a su ciudad natal. Recorrió sus calles, recordó momentos, reconoció lugares significativos de su infancia, hasta que llegó al edificio en el que vivía con su familia. Quiso subir al departamento para verlo. Descubrir si era cómo él lo recordaba, si los lugares eran más pequeños de lo que su memoria de niño había fijado, si encontraba algo que trajera de vuelta al menos por unos segundos a sus padres. Golpeó la puerta de ese segundo piso pero no atendieron. No había nadie. Lo que sí pudo ver fue la chapa de la puerta que identificaba a los propietarios. En ese departamento todavía vivía la esposa del hombre que los despojó de su hogar sólo porque ellos eran judíos. Habían pasado 54 años.
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