La venezolana que aboga por la democracia y la libertad
Lorys Rojas dejó su tierra en junio de 2016. “Cerré la puerta y dejé a mis hijos menores con mi hijo mayor. ‘Voy a ver qué pasa en la Argentina’, les dije”, rememora desde un costado del escenario cuando faltan minutos para las cuatro de la tarde y la gente empieza a llegar.
“Hoy estoy aquí porque Macri hizo mucho por nosotros y porque creo en la democracia. Este gobierno tiene cosas para ajustar, pero necesita oportunidad. Ha hecho mucho por los venezolanos”, apunta esta profesional recibida como administradora de empresas que tiene tres hijos, Paola, Henry y Alfredo, y además un nieto, Juan Alfredo.
“Me vine porque no me quedó otra. En Venezuela no se puede vivir. Tuve la oportunidad, me tomé un avión y me vine. Porque todavía se podía salir. Es que desde el 2014 en adelante la presión se hacía cada vez más fuerte y la dificultad, más grande. Primero llegue yo, a los dos meses, mis hijos menores. Y a los seis, el mayor con su esposa y mi nieto”, asegura sobre la decisión de dejar su país, en creciente crisis y gobernado por Nicolás Maduro.
“Tenía formación profesional pero necesitaba trabajo de lo que fuera. Así que empecé limpiando casas de familia. Le mandaba el dinero a mi familia todos los meses. No era experta, porque había trabajado siempre en una oficina. Pero lo hacía bien y con mucho orgullo”, agrega Lorys.
“Después pasé a cuidar adultos mayores, hasta que alguien me recomendó y conseguí trabajo en un consorcio de administración de empresas. Y ahora, logré un puesto de lo mío, en una empresa de servicios petroleros, sobre la Avenida Diagonal Norte. Los argentinos fueron muy buenos conmigo”, asegura y cuenta que en Buenos Aires además encontró el amor, porque está de novia hace dos años con un “hermoso, bello y lindo argentino” que me apoyó incondicionalmente. “Nos conocimos luchando por la causa”, apunta y se acomoda las trenzas que hablan de sus orígenes caribeños.
El salteño que de la discapacidad aprendió que tenemos obligaciones, además de derechos
Carlos Lecuona es “Boti” o “El Rengo” para todo el mundo y se define “salteño hasta la médula”. Hace 38 años nació con meningocele, usa una prótesis en cada pierna y camina con bastones. “Ahora me duele mucho porque es nueva”, asegura el hombre que es de San Agustín, un pueblo a 30 kilómetros de la capital de Salta.
“Soy un ferviente defensor de la libertad y de la democracia. No quiero volver a dónde estábamos. Creo en las obligaciones, además de los derechos. Lo aprendí desde la discapacidad. Amo la patria”, asegura sentado sobre una de las veredas de la Av. 9 de Julio, mientras cuenta que desde chiquito anda a caballo “que es como caminar para mucha gente”.
Sobre los impedimentos que acarrea su discapacidad ríe al asegurar: “Desde que soy chiquito tomo dos pastillas: nodarbol y pacientol. ¡Claro que me cuesta estar acá! Pero si me quedara en todo lo que me cuesta no haría nada de todo lo que hago. Hoy quería venir. De hecho, no me gusta Buenos Aires, pero hoy me resulta amigable por primera vez en mi vida. Y eso que vengo diez veces por año para atenderme”
La señora que es hija de inmigrantes y vio todos los gobiernos
Mari Castre tiene 82 años y “los vi pasar a todos”, asegura mientras agita su bandera argentina. Es de Caballito y a la marcha llegó sola, pero está contenta y esperanzada. Cuenta que se casó a los 21 y que tiene dos hijos, un varón que vive en Buenos Aires y una mujer, que emigró a Brasil hace 22 años, llevándose su dos nietos.
“Necesito que este país salga adelante. No quiero mas corrupción, ni que salgan de la cárcel los presos que nos robaron tanto. Apoyo a este presidente porque es un hombre de dinero que se ofreció para servir al país”, apunta.
Viuda desde los 55 años, cuando su marido falleció ella se hizo cargo del negocio de ropa blanca que tenían en el barrio. “Trabajé desde siempre. ¿Cómo no me lo iba a poner al hombro? Soy hija de inmigrantes sirios. Sé de trabajo. Nací en un hogar pobre, pero limpio. Vivíamos con un pan de jabón y un plato de comida. Nunca nadie nos regaló nada”, asegura convencida.
El trabajador del campo que transpiró para que estudien sus hijos
Gerardo Roberto Rufini nació en Macia, Entre Ríos. Tiene 78 años, cinco hijos y llora cuando cuenta que Alba, su esposa durante 55 años, murió el año pasado. “Hicimos mucho sacrificio para criar a nuestros hijos. Por ellos y su futuro estoy acá”, asegura.
“Vengo de una familia de 7 hermanos. Fui jornalero de sol a sol desde los 8 años, levantándome a las cuatro de la mañana por las vacas o para juntar leña. Sólo pude estudiar hasta cuarto grado. Lo hice para que mis hijos no fueran ‘cirujas’ como yo. Eso les dije siempre. Y lo logré: estudiaron todos”, asegura mientras detalla que hay un contador, una docente, una instrumentadota quirúrgica, una asistente dental y otra profesora de lengua.
“Me vine solito a Buenos Aires a los 14 años. Llegué a lo de un tío en Berazategui, dónde todavía vivo. Trabajé en un frigorífico, en un fabrica de vidrios y después en una estancia muy importante, dónde me pagaban muy bien. Aporté 44 años. Creo en el trabajo”, agrega.
“Tuve muchos presidentes y por eso creo en este. No tengo estudios pero tengo el don de darme cuenta cómo es la gente. No sé hablar bien, pero sé reconocer a los buenos. Dónde yo vivía, el voto se compraba por un par de zapatillas. El gobierno anterior se llenó la boca hablando de los pobres, mientras los bolsillos les rebalsaban de dinero. Eso no puede ser”, asegura.
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