
El Día de San Valentín suele estar lleno de flores, chocolates y cartas románticas, pero también hay historias de amor que quedan inmortalizadas de formas inesperadas. En este caso, a través de un enigma matemático que desafía la lógica, un juego de números que, aunque parezca simple, esconde un misterio sin resolver, y aunque parezca extraño, tiene un vínculo especial con un romance que dejó su huella en la ciencia.
Esta es la curiosidad matemática:
Elegís un número de 2 cifras. Por ejemplo, el 94.
Invertís las cifras. Probablemente formes otro número. En este caso el 49. Sumas ambos números: 94 + 49 = 143
Si repetís este proceso, tarde o temprano siempre llegás a un palíndromo. El palíndromo, recordemos, es aquel número que se lee igual de izquierda a derecha que de derecha a izquierda. Dicho de otra manera, el famoso número “capicúa”.
Con el resultado obtenido volvemos a hacer lo mismo, es decir, invertir y sumar:
143 + 341 = 484. ¡Capicúa! Llegamos. ¡Y en solo 2 pasos! ¡Qué bueno!
Pido perdón por expresar tanta euforia y por sentirme aliviado. Lo que pasa es que no siempre se puede llegar al objetivo de manera tan inmediata. Si tomamos al 89 y lo sometemos a este “jueguito” llegaríamos a formar un capicúa recién a los ¡veinticuatro intentos!

No es necesario que el número que elijas tenga 2 cifras distintas: 11, 22, 33, 44… también pueden jugar. Acá no discriminamos a nadie. Solo que en esos casos llegarás a tu objetivo en un solo paso. Y eso puede ser un poco aburrido.
Se sabe que, con números de 2 cifras siempre sucede esto. Siempre vas a ganar, tarde o temprano. ¿Pero con 3 cifras? Ahhh mis amigos. Ahí la historia es completamente distinta.
Hay casos que forman palíndromos, como por ejemplo el 122. Sin embargo, hay otros que, después de millones de pasos, aún no lo han podido formar.
¿Y qué pasa en estos casos? ¿Llegaremos a buen puerto o nos quedaremos navegando indefinidamente? Aún no se sabe. ¿Pero entonces no conviene poner bandera blanca y darnos por vencido? Porque si no se dio hasta ahora, pareciera que no va, ¿no? Bueno, en matemática la cosa no funciona así. Se necesitan confirmaciones.
En fin, a aquellos números que, al invertir sus cifras y sumarlos, no forman un palíndromo se los conoce como “Números de Lychrel”. Pero acá va un dato muy curioso: por ahora, este grupo de números no tiene ningún integrante confirmado, ya que como dijimos, por ahora no hay certeza de que alguno cumpla con este requisito.
Es genial. Estas leyendo un artículo sobre un grupo de números que todavía está vacío. Me siento avergonzado.
Lo que sí hay son candidatos o sospechosos, posibles integrantes. Y como la lista es muy larga, te dejo los primeros protagonistas a disposición:

196, 295, 394, 493, 592, 689, 691, 788, 790, 879, 887, 978, 986, 1495, 1497…
Se supone que hay infinitos números de Lychrel, aunque, momentáneamente, es solo una conjetura. Sí, lo sé. Muchas preguntas, pocas respuestas.
En matemática, los nombres de los conceptos suelen estar relacionados con quiénes los descubrieron. El Teorema de Pitágoras, por ejemplo, en honor al matemático griego quien lo formalizó. Es por ello que me propuse conocer más sobre este famoso matemático Lychrel, pero buscando y buscando no encontré ningún matemático con ese apellido. Eso llamó mi atención. ¿Por qué a este grupo de números se los denomina así?
La explicación me sacó una sonrisa: El matemático que los investigó fue Wade VanLandingham, y decidió utilizar ese nombre para nombrarlos porque es un anagrama aproximado de “Cheryl”, su novia.
Hay personas que regalan flores o chocolates. Otras, en cambio, le ponen su nombre a un grupo de números. Dedico este artículo a todos aquellos que creen que los matemáticos somos seres fríos carentes de sentimientos.

Para cerrar, propongo una reflexión. Puede llegar a surgir el interrogante: “todo muy lindo, pero esto ¿para qué sirve?” Alguno pensará que para nada. Y es una postura entendible. Otros podrían defender al pobre (o a la pobre) Lychrel argumentando que nos permite explorar las propiedades de la recursividad y las iteraciones.
Por mi parte, me gusta, y mucho, pensar este tipo de desafíos por el simple placer que generan. Por lo lúdico, lo enigmático. Porque simplemente nos gusta, nos atrae el misterio. Porque se disfruta resolver un acertijo. Se disfruta tanto como un buen café, como escuchar un buen tema o escalar una montaña.
Como respondió alguna vez George Mallory cuando le preguntaron por qué quería subir el Everest. Su respuesta fue: “porque está ahí”.
*Guido Rimati es divulgador y profesor de matemática, egresado del Instituto Superior Joaquín V. Gonzalez. Es autor del libro “El lado oculto de la matemática”
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