
Algunos consideran que cada ser humano es el reflejo de su infancia. Algo de cierto hay en esa frase cuasi literaria tan repetida a lo largo de los años. Alcanza con leer la vasta bibliografía existente de los más reconocidos especialistas en la temática, para comprender que cada situación vivida en los primeros años de vida es determinante para el desarrollo y formación de las personas. “Repite todo, absorbe como una esponja”. ¿Quién no fue testigo o protagonista de estas observaciones?
Partiendo de que nuestra esencia se basa en que somos un ser social, organizado en comunidad sobre determinados códigos de convivencia, si miramos a nuestro alrededor y hacemos un simple ejercicio intelectual, podríamos inferir que las sociedades son el reflejo de sus infancias. Por tanto, aquí se enciende un alerta.
Ya no sólo es importante ver y considerar a los niñas y niñas como sujetos de derecho desde un punto de vista jurídico y ético, como es el caso del actual paradigma de abordaje de las niñeces, al menos en el mundo occidental; sino que además este enfoque se convierte en una cuestión de evolución, desarrollo y supervivencia como sociedad.
En este punto es cuando los Estados están obligados a poner sobre la mesa aquello que se ha perdido por debajo del mantel. Esas situaciones cotidianas, en ocasiones culturalmente aceptadas o naturalizadas, que pasan inadvertidas frente a todos, muchas veces por desconocimiento pero que es imperioso visibilizar en pos de promover infancias más felices y en consecuencia sociedades más justas.
Una de las problemáticas más complejas de abordar en términos de prevención, teniendo en cuenta el velo que cubre a aquellas prácticas comúnmente aceptadas, es el trabajo infantil. A nivel mundial según datos de UNICEF, alrededor de 150 millones de niños y niñas de entre 5 y 14 años son víctimas de este flagelo.
La normativa argentina prohíbe y considera como tal a aquellas actividades remuneradas o no, visibles o no, que realiza una persona menor de 16 años y que lo priva de su niñez, su potencial y su dignidad, perjudicando su desarrollo físico, psicológico y su escolaridad.
Para visibilizar lo invisible, es útil y necesario poner algunos ejemplos. Si un niño trabaja en un taller textil durante diez horas al día, claramente estamos ante una situación de explotación infantil que impide, entre otras cosas, el ejercicio del derecho a la educación y perjudica el derecho a la salud. Sin embargo, hay situaciones más difusas o socialmente aceptadas, como la de niños, y sobre todo niñas y adolescentes que quedan a cargo de sus hermanos o hermanas menores en una medida que les impide estudiar o tener tiempo de descanso, esparcimiento y juego con amigos.
“Eso que llaman amor es trabajo no pago”, escuchamos decir a menudo. De la misma manera, eso que llaman “cuidar a los hermanos” o “ayudar en el negocio de la familia” pueden ser formas de trabajo infantil si exceden una cantidad de horas adecuada o impiden que los chicos realicen actividades acordes con su edad.
Como hemos visto, los Estados tienen un desafío enorme que comienza con garantizar el derecho a la educación para cada niño, niña y adolescente, pero además deben implementar todas las medidas que estén a su alcance con el objetivo de concientizar sobre estas prácticas naturalizadas. Quizás así empecemos a revertir una problemática que afecta a las infancias pero al mismo tiempo condiciona a las sociedades en su conjunto.
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