El género epistolar como forma de gobierno

Con sus cartas, Cristina Kirchner establece criterios, valoraciones y comparte reflexiones, reforzando la idea de que el poder real sigue en sus manos

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Cristina Kirchner
Cristina Kirchner

A muchos politólogos no les gusta reconocer que la política es una actividad que se hace esencialmente con palabras. No sólo con palabras, lógicamente. Pero sin palabras no hay política. Hablar de palabras es hablar de comunicación. Si la política tiene lugar en una comunidad de personas, será imprescindible que entre ellas exista comunicación. La comunicación es medio y también fin de la política. Una comunidad que se comunica bien tiene más posibilidades de conseguir sus fines que otra que tiene problemas para entenderse.

La reina de la comunicación es la palabra hablada. Ninguna tiene mayor poder. Pero la invención de la palabra escrita expandió notablemente las posibilidades de la comunicación, también para la política: permitió que la palabra se conservara en un soporte material, que fuese trasladada a grandes distancias, allí donde la voz no alcanzaba. Que llegara a muchos, también.

El género epistolar consiste básicamente en la comunicación entre dos correspondientes. Es en su origen un tipo de comunicación interpersonal, ni pública ni masiva, con un estilo propio. Tampoco aspira per se a perdurar. Cartas de amor, de dolor, de reproche, de noticias de interés compartido.

Con el advenimiento de las masas a la acción política se descubrió que la carta podía tener un propósito que trascendía la comunicación entre dirigentes o personajes con responsabilidades públicas. El modelo fueron las epístolas de los apóstoles a los cristianos de diversas ciudades y regiones del Mediterráneo, que pueden leerse en el Nuevo Testamento. Mientras tanto, la comunicación interpersonal a distancia migraba a tecnologías más eficientes, como el teléfono.

Las cartas políticas permitían establecer una comunicación del líder o el dirigente con sus seguidores, generando la sensación de que se trataba de una instancia personal de apelación, de persuasión o de esclarecimiento. Eran cartas, no manifiestos ni documentos oficiales. Tampoco había mucho lugar para entablar una correspondencia con los seguidores. Se trataba de una comunicación unidireccional.

Las cartas seguían usualmente una redacción directa y abreviada, sin preámbulos, cláusulas de estilo, análisis ni detalles. La idea era comunicar una idea, una orden o una explicación sucinta de lo que estaba pasando. El efecto de comunicación personal permitía una sensación de intimidad sin mediaciones.

Este tipo de comunicación de ningún modo reemplazó otras formas de comunicación directa con asesores, camaradas o allegados. Es complementaria, tanto de la comunicación con el entorno cercano como de la masiva. Tampoco permite expresar o canalizar consultas, dudas, vacilaciones o contradicciones. La carta política debe reafirmar la condición del líder, su visión clara y su firme voluntad.

Si se los mira desde esta breve caracterización, los recientes textos públicos de Cristina se ajustan bastante poco al formato de carta política.

Las cartas se han convertido en su método favorito de comunicación pública, no consensuada ni derivada de la instancia formal de gobierno, representada por el Presidente. De este modo la Vicepresidente establece criterios, valoraciones y comparte reflexiones, reforzando la idea de que el poder real sigue en sus manos. El objetivo es doble: por un lado, el contacto con sus militantes y seguidores no mediado por el Gobierno que integra y apoya; por el otro un condicionamiento directo al propio Gobierno. Cristina juega la interna del Gobierno publicando cartas abiertas. Como primera aproximación se advierte una espantosa falta de comunicación interna: a la dirigente principal del Frente de Todos no le es posible resolver sus diferencias como no sea en público y a la vista de todos. Primer inconveniente de las cartas políticas de Cristina: explícitamente apoya al Gobierno, implícitamente lo socava y debilita. Se mueve entre la ambigüedad y la contradicción. Un problema grave para la unidad de sentido y de acción del Gobierno: “Todo reino dividido contra sí mismo, es asolado; y una casa dividida contra sí misma, cae” (Mateo 12, 25).

Las cartas de Cristina son largos y rebuscados ejercicios de autovictimización, de justificaciones en vistas a la posteridad, de proyecciones psicológicas, creencias y prejuicios, temores y fobias. Cada acusación que recibe es reorientada hacia sus acusadores, según una creencia un poco infantil de que no tienen autoridad para descalificarla en ningún sentido. Su fortaleza y decisión son impostadas. Emplea el género epistolar para desahogarse y exteriorizar sus frustraciones. Segundo inconveniente de sus cartas: aparece una persona débil, vacilante, dominada por el miedo y la vacilación, aterrada ante la posibilidad de quedar indefensa ante sus enemigos.

Es difícil identificar quién o quiénes son los interlocutores de Cristina. Es el Gobierno, pero también la sociedad. Son sus militantes, pero también los miembros del Frente de Todos. Es el Frente de Todos, pero también es la oposición. Nadie puede reclamar la condición de interlocutor principal o prioritario. Sus mensajes no solamente son confusos en sus objetivos sino también en sus destinatarios, lo que puede estar revelando soledad en su proceso de comprensión, deliberación y de toma de decisiones. Tercer inconveniente de las cartas de Cristina: fuera del pueblo, que constituye el tradicional significante vacío del populismo, parece no tener aliados ni un entorno cercano lo suficientemente consistente como para apoyarse en él. Y el pueblo quizá no sea otra cosa que su alter ego, una proyección de su propia identidad.

¿Gobernar por carta? ¿Pero es posible? Un lector crítico podría objetar: eppur si muove. Gobernar, en definitiva, es tener la última palabra. Mientras Alberto pierde aceleradamente su centralidad e intenta administrar sus últimos residuos de autoridad y de potestad, todos están pendientes de las cartas de Cristina. Sólo un contexto político fuertemente distorsionado, en el que el poder real y el gobierno formal se encuentran disociados, con un poder en proceso de autodestrucción, parece ser la condición de posibilidad de un gobierno por correspondencia.

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