Quiero mi derecho a morir dignamente

Creo haber entrevistado al doctor Daniel Ostropolsky cuando integraba el Consejo de la Magistratura. Es un jurista de respeto. Hoy tiene 71 años. Recibo una carta firmada por él: “Nadie se quiere morir. Por lo menos nadie en su sano juicio... "

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EFE/Juan Ignacio Roncoroni/Archivo
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Estoy escribiendo esta crónica de todos los domingos y trato de elegir los adjetivos para no sobreabundar en la angustia de la realidad planetaria y local que agobia. La Argentina pasó de ser tapa de Times por su política de coronavirus a ser primera en el ranking de contagios y ocupación de las terapias intensivas. Otro campeonato que merece el podio como el de la inflación, la pobreza o las estimaciones para que la nación se recupere luego del viandazo del COVID coronadas por el escenario de aumentos de dietas y sueldos del parlamento del 40 por ciento. Onírico.

Argentina, de a poco pero con contundencia, va descendiendo en la lista de los países mejor vacunados mientras los funcionarios nacionales acusan a la oposición y, cómo no, a los periodistas por estar obsesionados con algunos laboratorios. De la obligación de dar cuenta de sus actos de forma transparente, nada. El Presidente adjetiva a diestra y siniestra en su incontenible verborragia, su Jefe de Gabinete adjetiva y pifia, el ex ministro de Salud adjetiva con soberbia negando, por ejemplo, la lista premium de vacunados.

De repente, como suceden muchas cosas de las que importan, recibo un mail de la inmensa jurista mendocina Aída Kemelmajer que me deja paralizado. Con su proverbial humildad, la de los grandes en serio, me recomienda que lea una carta que me adjunta. Leo: “Nadie se quiere morir. Por lo menos nadie en su sano juicio. La vida es tan maravillosa que casi siempre proporciona alguna alternativa que convierte la decepción, dolor, angustia y tristeza en esperanza y estímulo para intentar una nueva oportunidad de querer seguir estando, aun cuando las limitaciones físicas y espirituales reduzcan las potencialidades personales. (…) La expresión casi siempre excluye a aquellas otras situaciones en que la prolongación natural o artificial de la vida constituye una verdadera tortura. Así sucede con la Esclerosis Lateral Amiotrófica (ELA), enfermedad neurodegenerativa que padezco desde hace casi cuatro años, desde la iniciación de los primeros síntomas, y que poco a poco, pero sin pausa, va minando mis fuerzas por la progresiva y sistemática disminución de absolutamente todos los músculos hasta que, se sabe con absoluta certeza, conduce ineludiblemente a la muerte, generalmente por fallo respiratorio, o sea, lisa y llanamente asfixia.”

Creo haber entrevistado al doctor Daniel Ostropolsky cuando era el representante de los abogados del interior del país en el Consejo de la Magistratura. Conozco de su trayectoria que es un jurista de respeto. La carta la firma él. Hoy tiene 71 años, vive también en Mendoza y hace 4 años le diagnosticaron ELA. Sabe que, inevitablemente, morirá por esa causa. No hay tratamiento a la vista y parece que no sucederá en lo inmediato por ser una enfermedad que afecta a 2 o 3 personas cada 100.000. Morirá de ELA. “Esto último es tan así que no se conoce ni hay registro de caso alguno de remisión de la enfermedad. Nadie se cura”, escribe en su carta.

Daniel Ostropolsky pide tener derecho a terminar su vida con dignidad, en plena conciencia y sin ser sometido a un sufrimiento seguro. “Amo la vida y quiero seguir en ella todo el tiempo que corresponda según los valores humanos del aquí y ahora (…) defendiendo el concepto de vida digna”. Casi al final de carta, Ostropolsky es llano y directo y reclama un solo derecho: “Cuando llegue el momento”, (pido el derecho) “a terminar con una existencia tan atroz como innecesaria frente a una enfermedad irreversible e incurable, evitando así lo que constituye una afrenta a los principios en los que he basado mi vida, entre otros, la dignidad.” Pide el derecho a la eutanasia.

En la Argentina, la eutanasia es un delito: el de homicidio. Si bien algunos especialistas pretenden decir que no habiendo una figura típica específica en el código penal esto es incorrecto, ayudar a quitar una vida es un homicidio o algún ilícito atenuado pero siempre con sanción. Existe, es cierto, una figura reconocida por la ley denominada “muerte digna”. En nuestro país tenemos dos grandes marcos regulatorios que permiten tomar decisiones al final de la vida: la mal llamada Ley de muerte digna, que es en realidad una modificación a la ley 26.529 de derechos del paciente, y las disposiciones del Código Civil vigente desde 2015 en sus artículos 59 y 60, donde se refiere al retiro de medidas de soporte vital. Para no entrar en detalles técnicos, lo que se prevé es que un paciente pueda disponer no ser sostenido con tratamientos propios del encarnizamiento médico. Pero no autoriza la eutanasia.

Hace tres años, con enorme valentía, la diputada cordobesa Gabriela Estévez presentó un proyecto que replica las normas de más de una decena de países, denominado “Ley Alfonso” en homenaje a un joven de esa provincia que padeció 5 años de ELA y falleció en 2019. Su intención es sumar a legisladores de todos los bloques y que no aparezca solo como un proyecto oficialista. Hasta ahora, no lo consigue. En el diseño de ley, Estévez crea “el derecho a la prestación para la ayuda para morir dignamente”. Contempla la eutanasia, es decir, la finalización intencional de la vida de un paciente por parte de un médico a pedido de éste, siguiendo ciertas reglas o el suicido asistido, o sea, la colaboración del médico para darle alguna droga letal para tal fin al paciente o acompañar el suministro de la misma.

Para ello, se exige que la práctica sea solicitada por pacientes mayores de 18 años, argentinos o con residencia permanente en nuestro país y que sean pacientes plenamente capaces. En caso de inhabilidad por progresión de la enfermedad, sólo procederá si hay directivas anticipadas del paciente acreditadas ante escribano público.

El abogado Mendocino Ostropolsky reflexiona: “Nadie se quiere morir y yo menos que nadie. El profundo amor que siento por y de mis hijos, nuera, yernos, nietos y hermanos es un poderoso motor infalible que no permite la más mínima distracción de ese sentimiento. Nací de padre y madre judíos; me siento muy orgulloso de serlo, de mi inalterable identidad y respetuoso de nuestras tradiciones que me definen. Pero no soy creyente ni cuestiono a quienes sí lo son. Pienso que la iniciación de mi existencia no se debió a voluntad divina ni la finalización de la misma deba esperar designio alguno”.

Importan poco las opiniones personales. Salvo cuando afecten la vida de uno. Porque la individualidad de cada uno de nosotros nos permite decidir y juzgar sobre nuestras vidas siempre que no se atente contra derechos de terceros. Y el fin de la vida de cada uno de nosotros es nuestra inalienable potestad. Siento vergüenza por privar al doctor Ostropolsky de su derecho a no sufrir, a no padecer, a no vivir indignamente. Siento la obligación de pedirle disculpas. Leo otra vez su carta y me recorre la indignación y la angustia. Creo que debemos reclamar a los 257 diputados y 72 senadores que sancionen una ley de eutanasia. Ahora.

“La piedad no solamente permite sino que impone al ser humano que ponga fin al sufrimiento de un animal cuando se encuentra padeciendo en un estado irreversible sin posibilidad de cura. ¿El ser viviente no humano tiene más derecho a la muerte digna que el humano que hace las leyes?”, se pregunta el abogado mendocino. Claro que lo tiene. Por eso, que sea ley.

LA CARTA COMPLETA DE DANIEL OSTROPOLSKY

LA LEY QUE FALTA

Nadie se quiere morir. Por lo menos nadie en su sano juicio. La vida es tan maravillosa que casi siempre proporciona alguna alternativa que convierte la decepción, dolor, angustia y tristeza en esperanza y estímulo para intentar nueva oportunidad de querer seguir estando, aun cuando las limitaciones físicas y espirituales reduzcan las potencialidades personales. Se llega a aprender y conformar a vivir con menos y en esos casos menos es más.

Pero tal como arriba fue consignado, la expresión casi siempre excluye a aquellas otras situaciones en que la prolongación natural o artificial de la vida constituye una verdadera tortura, la que además de dolorosa, absurda e impiadosa, también se revela tan inútil como estéril.

Tales situaciones se producen en el estadio terminal de muchas dolencias en las que, finalmente, no hay más nada que hacer, salvo esperar el inexorable desenlace que en medio de atroces sufrimientos padecen tanto el paciente como sus familiares y seres queridos.

Es que en el estado actual de la medicina, a pesar de los sorprendentes avances logrados, existen enfermedades que en la actualidad no solamente son incurables sino que ni siquiera se conoce su etiología y por ello la ciencia no cuenta todavía con un punto de partida certero como para encarar una investigación que conduzca a la prevención o cura de la enfermedad, así como tampoco la detención definitiva de sus síntomas en quienes la padecen.

Así sucede con la Esclerosis Lateral Amiotrófica (ELA), enfermedad neurodegenerativa que padezco desde hace casi cuatro años desde la iniciación de los primeros síntomas y que poco a poco, pero sin pausa, va minando mis fuerzas por la progresiva y sistemática disminución de absolutamente todos los músculos hasta que, se sabe con absoluta certeza, conduce ineludiblemente a la muerte, generalmente por fallo respiratorio, o sea lisa y llanamente asfixia.

Esto último es tan así que no se conoce ni hay registro de caso alguno de remisión de la enfermedad. Nadie se cura.

Aún sin ser formado en ninguna rama de la medicina, estoy suficientemente informado de lo que significa, estado actual y dificultades que limitan las investigaciones, así como de las inútiles drogas experimentales que infructuosamente intenté, tanto como las supuestas milagrosas terapias alternativas, las que, ¡cuando no!, en algunos casos medran con la desesperación e impotencia ante la absoluta falta siquiera de esperanza que no puede proporcionar la ciencia médica.

La ELA se produce por muerte de la motoneurona, esto es, de las neuronas que regulan todo el movimiento muscular del organismo hasta su total extinción. Pero no afecta la sensibilidad. O sea, uno percibe el progreso de los síntomas con su secuela de dolor y daño.

Tampoco se altera la facultad cognitiva, permitiendo al paciente saber, entender y sobre todo sentir lo que está pasando en su cuerpo, hacia dónde se direcciona y el estado en el que, en el mejor de los casos, se llega al final.

No se conocen las causas que producen la aparición de la enfermedad. Se especula con que en algunos casos podría deberse a factores genéticos.

Lo que sí es relevante es la prevalencia entendida como la proporción sobre la población total en un lugar y momento determinado de nuevos casos y de los supervivientes a ese momento.

Esa relación exhibe que sólo 2 ó 3 personas cada 100.000 habitantes padecen la enfermedad, por eso se la cataloga entre las “enfermedades raras”.

Tan baja proporción tiene como directa consecuencia el desaliento de los laboratorios farmacéuticos a invertir ingentes como necesarias sumas de dinero en investigación para encontrar la cura de la enfermedad.

La relación costo - beneficio no justifica comercialmente tamaña erogación, ya que los destinatarios son tan pocos que no ofrecen interés comercial ante tan exigua demanda.

Además, para que una droga sea aprobada tiene que pasar sucesivamente por varias instancias: descubrimiento, experimentación en sus distintas fases, aprobación, producción y comercialización. Cada una de esas etapas se mide en años, tiempo del que carecen los enfermos de hoy.

Con los avances tecnológicos y las facilidades de comunicación on line se puede afirmar con total seguridad que a la fecha no hay ninguna publicación científica ni presentación en congresos de la especialidad que siquiera mencione estar en sus inicios el desarrollo de alguna investigación de medicamento para combatir esta enfermedad.

Lo dicho hasta ahora pone de resalto que si bien el tiempo de sobrevida es incierto, al depender de la respuesta de cada organismo a la enfermedad, ya que hay tantos tipos de ELA como individuos la padecen, la estadística muestra que la media es de 3 a 5 años desde que se manifiesta la enfermedad.

Como dije al comenzar estas líneas, nadie se quiere morir. Y yo menos que nadie. El profundo amor que siento por y de mis hijos, nuera, yernos, nietos y hermanos, es un poderoso motor infalible que no permite la más mínima distracción de ese sentimiento.

Por eso me someto con alegría y escrupulosa dedicación a las indicaciones de un excelente y calificado equipo interdisciplinario que componen médicos clínica y neurólogo, kinesiólogo, psicóloga, nutricionista, profesor de gimnasia, fonoaudióloga, terapista ocupacional y cuidadoras que con entusiasmo, humor y auténtica vocación de servicio actúan sinérgicamente para que juntos podamos disputarle día a día, palmo a palmo, un instante, un día más, en calidad y tiempo de vida al progreso de la enfermedad. Y hasta ahora podemos, sabiendo lo que sabemos: cuál será el resultado final.

Nunca me he preguntado ni menos cuestionado el por qué me tocó a mí esta extraña enfermedad. Habiendo ya alcanzado más edad que mis padres, incluso que mi hermano mayor, más bien me siento privilegiado al haber vivido lo suficiente para ver con orgullo a todos mis hijos adultos y personas de bien, con tantos nietos como notas hay en la escala musical, a la que cada uno en su vida sabrá imprimir el sonido individual de su impronta personal.

Nací de padre y madre judíos; me siento muy orgulloso de serlo, de mi inalterable identidad y respetuoso de nuestras tradiciones que me definen. Pero no soy creyente ni cuestiono a quienes sí lo son.

Pienso que la iniciación de mi existencia no se debió a voluntad divina ni la finalización de la misma deba esperar designio alguno.

Amo la vida y quiero seguir en ella todo el tiempo que corresponda según los valores humanos del aquí y ahora, en los que sí creo y que le han dado contenido a mi ser y determinaron mi conducta y pensamiento.

Creo en el derecho y en la justicia como ordenadores de la conducta humana y esa confianza, nacida al influjo del ejemplo paterno, orientó mi interés para formarme como Abogado. Y rescato desde la primera materia con que empecé mi carrera, Derecho Romano, en la que aprendí que, hace casi dos milenios, un gran jurista llamado Ulpiano estableció tres reglas en las que consiste el Derecho, que han permanecido invariables en el tiempo y entre ellas particularmente una resume adecuadamente lo que creo y por eso ahora reclamo: Dar a cada uno lo suyo.

Lo mío que pretendo de la sociedad a la que pertenezco es que se me reconozca y otorgue en esta instancia de mi vida el ejercicio del derecho inalienable y personalísimo a la libertad para decidir, cuando llegue el momento, a terminar con una existencia tan atroz como innecesaria frente a una enfermedad irreversible e incurable, evitando así lo que constituye una afrenta a los principios en los que he basado mi vida, entre otros, la dignidad.

De nada sirve y por el contrario agravia a la condición humana que a mí y otros que como yo cuando llegue a un estado de caquexia en que la vida ya no es tal, reducido al dolor permanente y sin esperanza alguna de alivio ni mejoría, se nos mantenga inútilmente esa situación.

En ese caso se nos condena a muerte… en vida.

Toda vida tiene un límite y está bien que así sea. Cuando se llega a tener la certeza que el fin es cuestión de poco tiempo pero incierto y el paciente está sometido a grandes sufrimientos y no se encuentra en condiciones de poner fin a ese tormento por sí mismo, precisamente porque su apego a la vida lo decidió a no hacerlo mientras hubiese podido, negarle el auxilio a salir de una manera piadosa, además de injusto tiene un efecto paradojal.

Injusto porque niega el derecho a que cada quien pueda hacer efectiva la decisión que en libertad asume sobre su propia existencia.

Y paradojal porque invita a quien tiene una enfermedad terminal a que tome la iniciativa de ejecutar su decisión por propia mano mientras todavía pueda hacerlo, lo que siempre es antes del tiempo que hubiese querido permanecer.

Es, como ya dije, una condena a muerte…anticipada.

Es hora que nuestra sociedad enfrente el dilema acerca de cómo proceder en casos como el planteado y una de dos:

O se asume de una buena vez la solución mediante el dictado de una ley de eutanasia restringida sólo a los casos que cumplan los requisitos como han establecido países como España, Bélgica, Holanda, Canadá, Nueva Zelanda, Colombia, Luxemburgo y varios de los Estados Unidos, los que con diferencia de matices, requieren que se trate de una enfermedad incurable, que se encuentre en estado terminal, que la vida haya dejado de ser digna como consecuencia de la enfermedad y que se preste conformidad clara, completa, informada y precisa.

O por el contrario se persiste en procrastinar, mirando para otro lado, negándose hipócritamente a considerar, debatir y definir el tratamiento del tema, dando largas al asunto para no herir susceptibilidades sin valorar el sufrimiento de los que padecen lo indecible y claman por liberarse.

Más temprano que tarde las instituciones tendrán que hacerse cargo de las reformas que la sociedad reclama, tal como morosamente se hizo, entre otras, con las leyes de divorcio vincular (1985), Unión civil de personas del mismo sexo (2002), Matrimonio igualitario (2015), Interrupción voluntaria del embarazo (2020).

Hay mucho escrito y argumentado sobre el buen morir con fundamentos sólidos y convincentes. Incluso nuestro país ha llegado a sancionar una ley que contempla el caso, pero se queda a mitad de camino ya que posibilita que a un enfermo terminal se le extraiga o no se le administre ningún soporte mecánico o químico, pero deja prolongar ese estado hasta su total consunción, al no permitir realizar ningún acto para terminar con el suplicio de lo que ya no es vida, la que es eutanasia activa y constituye la verdadera muerte digna.

Apelo a la conciencia social de los representantes institucionales con potestad legiferante para que interpretando el sentimiento de quienes necesitamos de su actividad cuando la ciencia médica no alcance a brindar solución a un lamentable padecimiento, permitan por empatía con quienes amamos la vida que nos podamos despedir de ella en paz y con ese mismo amor sin tener que descalificarla ante el suplicio de una terrible prolongación de la agonía.

No hacerlo así sería también una condena a muerte…por indiferencia e incomprensión.

Como bien se ha dicho e ilustra adecuadamente el tema, la piedad no solamente permite sino que impone al ser humano que ponga fin al sufrimiento de un animal cuando se encuentra padeciendo en un estado irreversible sin posibilidad de cura.

¿El ser viviente no humano tiene más derecho a la muerte digna que el humano que hace las leyes?

Atrás quedó afortunada y definitivamente concluido el intenso debate acerca de la elección de cuál de las dos vidas privilegiar cuando se sancionó la ley que autoriza la interrupción voluntaria del embarazo.

¿Es acaso entonces justo y sobre todo lógico que se niegue la posibilidad de poder concluir la propia vida sin alterar ni afectar ninguna otra, cuando la decisión voluntaria y unívoca sólo busca terminar innecesarios mayores sufrimientos?

Falta esa ley de eutanasia. El silencio que causa su falta sólo consigue amplificar los lamentos de quienes sufren por tal ausencia.

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