De la censura clásica, los carteles sorpresa contra Videla y Piluso prohibido, al reino de las fake news y la posverdad

La tecnología aniquiló la idea tradicional de censura: hoy la fórmula para invisibilizar algo es la superposición de noticias, sean ciertas o no

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El periodista se aburría en la espera, mientras Zamba Quipildor cantaba la Misa Criolla en el bonito estadio Wankdorf, en Berna, Suiza. El martes 22 de mayo de 1979 la FIFA había decidido celebrar su 75° aniversario a lo grande, ofreciéndole al mundo una suerte de revancha de la final de último Mundial, entre el campeón, Argentina, y Holanda. Para él, una nota de paso, camino al objetivo principal: Varsovia. Allí Karol Wojtyla concretaría su primera visita a su país, Polonia, ya como el flamante papa Juan Pablo II.

El partido que no era lo mismo, claro, ni para unos y para otros, tenía sin embargo una atracción muy especial: la presencia del joven Diego Maradona, el nuevo prodigio del fútbol, que el técnico Menotti había dejado afuera del plantel mundialista a último momento. Todos querían verlo jugar.

Fin del concierto. Salida de los equipos, plaquetas, saludos protocolares, sonrisas del presidente de la entidad, João Havelange, y el flamante titular de la AFA, Julio Grondona. Himnos. Una celebración sobria, fría, muy al estilo de los popes del negocio.

El partido comenzó como un típico amistoso de pretemporada, con movimientos lentos, cuidados, evitando el roce físico. El grupito de finlandeses y finlandesas que había llegado a Berna para ver a su selección en un preliminar gritaba cuando la tenía Maradona. Y no mucho más.

Hasta que aparecieron los carteles. En la tribuna que estaba detrás del arco donde atacaba el equipo argentino aparecieron 13 letras sueltas que, una al lado de la otra, formaban la frase: "Videla asesino". Las medias sonrisas satisfechas de la dirigencia se convirtieron en muecas de pánico. El partido se transmitía hacia todo el mundo y no podían suspenderlo por la aparición de esos carteles. Eso ampliaría el papelón.

Algunos fotógrafos, con órdenes precisas, debieron olvidarse del juego y concentrarse en los rostros que habitaban la tribuna. Funcionarios de la Embajada argentina, al borde de un ataque de nervios, les exigieron a los organizadores quitar esos carteles. De lo contrario, ordenarían el retiro del equipo.

La seguridad suiza, privada y desarmada, llegó con malas intenciones, pero se encontró con la resistencia furiosa de los manifestantes. Hubo gritos, empujones, algún palazo, pero nadie bajó su letra. En los estudios de ATC, que recibía las imágenes del partido, intentaban tapar el sol con las manos.

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El periodista, sentado en su butaca de la platea del Wankdorf, descontaba un "corte inesperado" de la transmisión en Buenos Aires. No los imaginaba ocultando la frase en cada ataque argentino. Pero eso hicieron. Probaron con una tira oscura. No funcionó. Finalmente aparecía la publicidad de un programa de Les Luthiers, a las 22 horas. Peor aún.

El disgusto de la delegación oficial argentina era incontenible. Todos temían, además, un castigo severo desde Buenos Aires. Para colmo, el día anterior, en la inauguración de la nueva sede en Zurich, la FIFA había presentado la película "oficial" del Mundial 1978, cuyos derechos había adquirido una empresa brasileña. Otro desastre.

Se ve que nadie de la organización se preocupó con revisar su contenido. El film abrió con un "reportaje" a Rodolfo Galimberti, donde se explicaba la posición de los Montoneros (que en Argentina solo se podía nombrar como "la agrupación subversiva declarada ilegal en 1975") frente al Mundial 78. Entre jugadas y goles, se hablaba de represión y desaparecidos. Peor, imposible.

Una voz en off ametrallaba: "¿Sabían que Paul Breitner, campeón mundial con Alemania, les pidió a sus compañeros que no saludaran a los militares argentinos? ¿Sabían que en Francia hubo manifestaciones para pedir el boicot al Mundial? ¿Sabían que Michel Platini, el 10 de Francia, apoyó a los manifestantes? ¿Y que en México se preguntaban si era posible jugar al fútbol en un campo de concentración?".

Furioso, João Havelange inmediatamente le quitó el carácter de "oficial" a la película, dirigida por su compatriota Milton Reis, cuya empresa había comprado los derechos, alentado por una probable victoria de la selección de su país que, como siempre, tenía un equipazo.

Su trabajo, El poder del fútbol, hoy es una película de culto muy difícil de conseguir, aún en internet. Con ese mismo material, y algunos sketches intercalados, en Argentina se filmó La fiesta de todos, la película que el pobre Sergio Renán se arrepintió toda la vida de haber dirigido.

El periodista debía hacer un viaje no programado a Zurich para cubrir ese "escándalo", pero a último momento llegó la contraorden desde Buenos Aires. "No, dejá, no viajés, que acá saltó un caso impresionante de una envenenadora serial y no vamos a tener espacio. Andáte, nomás, a Polonia".

Al periodista lo salvó la célebre María de las Mercedes Bernardina Bolla Aponte de Murano y sus tecitos con masas, veneno y amigas fatalmente intoxicadas. ¡Gracias, Yiya!

El papelón había sido descomunal, sobre todo teniendo en cuenta la efectiva censura que el gobierno militar ejercía sobre cualquier actividad en el territorio nacional. En esos tiempos, la censura era directa, sin pudores, y con castigo inmediato a los audaces. La técnica era sencilla y casi infantil: "Esto no se dice, está prohibido".

Sin espacio para la duda, el comunicado 199 de la Junta Militar advertía: "Se comunica a la población que la Junta de Comandantes ha resuelto que sea reprimido con la pena de reclusión por tiempo indeterminado el que, por cualquier medio difundiere, divulgare o propagare comunicados o imágenes provenientes o atribuidas a asociaciones ilícitas, o personas o grupos notoriamente dedicados a actividades subversivas o al terrorismo. Será reprimido con reclusión de hasta 10 años el que por cualquier medio difundiere, divulgare o propagare noticias, comunicados o imágenes, con el propósito de perturbar, perjudicar o desprestigiar las actividades de las Fuerzas Armadas, de Seguridad o Policiales".

Solo había cierta tolerancia con las críticas al intendente Cacciatore, y al ministro de Economía, José Martínez de Hoz. Uno por el tema autopistas, el otro por la férrea oposición a su plan de parte del sector nacionalista antiliberal del Ejército.

Los diarios sabían qué hacer para no ser clausurados o para que sus editores siguieran con vida: ignorar cualquier cable de agencia extranjera que mencionara algo sobre la situación política argentina.

Durante los 18 años, el diario La Prensa se refirió Juan Perón como "el tirano prófugo", sin imaginar la atracción irrefrenable que lo no expresado, lo prohibido, ejerce sobre los jóvenes. Lo descubrirían a su regreso al país, viendo la adhesión o la curiosidad de una generación que, como quien esto escribe, creció pensando que Perón era "mala palabra". No es la sutileza una virtud clásica del oficio de censor.

Un ejemplo de esta falta de agudeza intelectual la dio el vicealmirante Julio Juan Bardi, ministro de Bienestar Social y Salud de Videla desde 1976 hasta 1978, inmortalizado en una escena del La República Perdida II. Breve diálogo con una periodista:

—¿De qué estrato social provendrían los adolescentes que caen en la droga, señor ministro?

Hay de todo. Pero, yo diría que es más fácil que los haya entre el ambiente estudiantil que en el ambiente trabajador. Normalmente el que trabaja está en procura de ideales, y demás. A veces el exceso de pensamiento puede motivar esta clase de desviaciones.

Toda sociedad acallada y censurada vive una tragedia. Pero hoy, visto a la distancia, hubo prohibiciones que parecían un mal chiste, o un buen gag de los Marx Brothers.

En 1978, el Comfer vetó la difusión de la canción Credulidad, de Luis Alberto Spinetta, porque el párrafo "Las uvas viejas de un amor en el placard" a los uniformados les sonaba como… "testículos".

Menos susceptibles, en 1980 a ninguno le llamó la atención la letra de Alicia en el país, de Charly García, pese a tener imágenes críticas casi explícitas: "Quién sabe Alicia este país / no estuvo hecho porque sí./ Te vas a ir, vas a salir, pero te quedas, / ¿dónde más vas a ir? / Y es que aquí / el trabalenguas, traba lenguas / el asesino, te asesina / y es mucho para ti". Increíble.

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Alberto Olmedo negociaba personalmente con los censores antes de cada estreno de sus películas con Porcel: "Les cambiábamos una puteadita por una teta, y así…". Piluso, el personaje infantil que lo hizo famoso, también tuvo problemas. La Armada no quería que Coquito, su compañero buenazo e ingenuo, usara el uniforme de marinero; y el Ejército le prohibió la gomera que colgaba de su cuello. Durante esos años, Piluso y Coquito tampoco existieron.

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Menos chance de negociar tuvo Daniel Divinsky, dueño de Ediciones de la Flor, que pasó 127 días detenido a disposición del Poder Ejecutivo por publicar Cinco dedos, un libro infantil llegado desde Berlín Occidental. Era la historia de una mano verde que persigue a los dedos de una mano roja que, para defenderse, forma un puño colorado. ¿Qué tenía de malo? Los colores, parece.

Lo explicó el propio Divinsky: "Un ejemplar fue comprado por la esposa de un coronel de Neuquén; y cuando vio que la mano derrotada por el puño rojo era verde, el color del uniforme de fajina del Ejército Nacional, se horrorizó, hizo la denuncia y yo terminé preso". El cuento fue prohibido el 8 de febrero de 1977, según el Boletín Oficial, por tener "una finalidad de adoctrinamiento que resulta preparatoria a la tarea de captación ideológica, propia del accionar subversivo".

La censura, brutal, siempre ridícula, siguió la lógica simple de la omisión, hasta 1982, cuando se inventó el microchip. Esa minúscula arma tecnológica terminó con esos militares con physique du rôle ideal para ganar un casting de villanos. ¿Por qué? Porque la censura ya no era posible, en tanto las noticias volaban por el mundo en nuevos canales de comunicación. Internet lo cambiaría todo.

¿Qué haría el poder, entonces, si una noticia los dañara? ¿Cómo taparla? El intuitivo Carlos Menem, dos años antes de la llegada de internet a la Argentina, supo cómo decodificarlo.

Era 1993 y el periodista regresaba después de un tiempo afuera del país. Estaba ansioso por saber más sobre el caso Amira: las valijas, la aduana, su ex, Ibrahim al Ibrahim. Llegó a Ezeiza y se tiró de cabeza en busca de las últimas novedades. ¡Ops! No había agua.

Todos hablaban de lo mismo: Menem había pedido… la suspensión de los descensos en el fútbol. "A mí me parece injusto que descienda una institución grande del interior como Talleres de Córdoba. Habría que suspender los descensos".

De Amira, Ibrahim y las valijas, ni mú. Para colmo, Menem visitó Córdoba y en el aeropuerto lo recibió la hinchada, eufórica, con caretas que simulaban su rostro, al grito de: "¡Menem, querido, Taiére etá contigo…!". En el club se ilusionaban con un decreto presidencial o algo así. Fue en vano. Talleres se fue al descenso, pero Menem logró lo que hoy ya es una práctica cotidiana: tapar una noticia con otra.

La censura contemporánea no olvida las técnicas clásicas. Siempre habrá temas boicoteados, invisibilizados, señales de que tienen "problemas" a determinada hora. Pero hoy ejercer esa clase de censura suele ser inútil y hasta perjudicial. Lo "prohibido" será viralizado en las redes y lo verá mucha más gente. La censura mutó en otro monstruo: la posverdad.

(Grosby)
(Grosby)

"La verdad la impone el poder", nos dice Michel Foucault, y hoy el poder pasa por lo mediático. Una noticia se tapa con otra, como hizo Menem, pero a lo bestia. Superposición y sobrealimentación de información. Más una dosis letal de posverdad.

La técnica de la posverdad prescinde, incluso, de lo verosímil. A pocos les importa si algo es cierto o no. Funciona "la noticia deseada". Lo que quieren escuchar quienes creen ciegamente en un relato, con fe casi religiosa. Es gente que no duda.

La censura nos impide pensar, entender los hechos, elegir con libertad, con toda la información. La posverdad y las fake news —noticias falsas— destruyen bastante más que el criterio de lo que es real y lo que no, los hechos y la ficción guionada.

La era de la posverdad nos mata por dentro, nos deja indefensos, desarmados como un títere sin hilos. Convierte en ficción nuestra propia vida; un cuento gris, sin talento ni metáfora, sin cerebro ni alma: un no lugar donde somos, sin ser.

A cuidarse de esas espantosas desgracias, compatriotas.

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