Morir cuando se quiere y no cuando se debería: “Exit”, el nuevo thriller de Belinda Bauer

La escritora británica ha cultivado lectores en varios países con sus novelas inquietantes. En esta ocasión, pone sobre la mesa el debate en torno al derecho a morir

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Felix Pink está a punto de descubrir que no se necesita de mucho para que la vida se complique por completo. A sus 75 años, ya jubilado y viudo, hace parte de los “exiteers”, una comunidad pensada para que sus miembros se acompañen en sus últimos momentos. Todos están al borde de la muerte o han decidido poner fin a su vida y sus compañeros están ahí para cuando alguna de las dos cosas suceda.

Un día, Felix decide acompañar a un moribundo en su lecho de muerte, sin saber que podría ser el mayor error de su vida. De repente, se ve a sí mismo huyendo de la policía. Apenas pasaron quince minutos desde que tomó la decisión de poner un pie en el número 3 de Black Lane y ya todo se ha puesto de cabeza.

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Con su mundo patas arriba, Felix tendrá que averiguar si lo ocurrido con aquel hombre realmente ha sido culpa suya o algo siniestro está ocurriendo detrás. Las autoridades le pisan los talones y él a duras penas consigue emprender la fuga.

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Para escribir esta novela, la escritora británica Belinda Bauer tuvo que pasar varios meses refugiada en muchas de las investigaciones más certeras que se han producido en torno al debate sobre las leyes que regulan el derecho a morir, y observó de cerca el actuar de los grupos que defienden este derecho a capa y espada. De ahí la inspiración para los Exiteers.

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A lo largo de las 344 páginas que componen Exit, el más reciente trabajo de ficción de Bauer, los lectores asistirán al encuentro con un personaje que ya está por encima de todo aprendizaje de la vida. Sus preguntas tienen que ver más con morir bien. Ya la vida no tiene mucho para ofrecerle, pero cuando se ve atrapado, su instinto de supervivencia lo dirige para evitar que todo termine antes de tiempo.

En esta novela, la autora británica regresa sobre uno de los temas que más le han atraído en su narrativa: la muerte. En estas páginas, pese a lo oscuro que puede llegar a ser el trasfondo de la trama, se vale de algunas estrategias narrativas para dotar de ironía la historia. El escenario pasa a ser tragicómico conforme avanzamos en la lectura. Hablamos de un viejo que, de repente, tiene que aceptar que es un prófugo de la justicia. Lo gracioso es verlo, con sus problemas físicos, huyendo como el que más, sabiendo que siempre estará en desventaja.

Exit es la exploración, mediante la ficción, de aquellos obstáculos legales y morales que hay alrededor del debate en torno a la vida y la muerte. Con las mejores herramientas del thriller, Bauer construye una historia que refleja los lados posibles de este asunto: la postura de quienes deciden apoyar a quienes quieren morir de la manera en que elijan, y la de aquellos que se oponen, argumentando que esto no es una elección nuestra, sino del más allá.

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Tras haberse dado a conocer con títulos como Blacklands o Snap, Belinda Bauer regresa a la novela por lo alto. En esta ocasión, de la mano del sello AdN Novelas, a quien debemos la traducción al español de Exit, una ficción trepidante sobre la frontera delicada que yace entre la vida y la muerte.

Sobre la autora: Belinda Bauer

  • Se crio en Inglaterra y en Sudáfrica y actualmente reside en Gales.
  • Antes de escribir su primera novela, por insistencia de su madre, trabajó como periodista y guionista. Su debut, Blacklands, fue galardonado con la Daga de Oro a la mejor novela del año de la asociación británica de escritores de novela negra CWA y dos años más tarde, en 2013, recibió la Daga de Biblioteca de esa misma asociación por el conjunto de su obra.
  • En 2014, su cuarta novela, Morir no es tan fácil, fue premiada con el Theakson Old Peculiar, que la cervecera inglesa otorga al mejor thriller del año.
  • En 2018, Snap, su octavo título, fue finalista del prestigioso premio Man Booker.
  • Sus libros se han traducido a veintiún idiomas.

Así empieza “Exit”

La llave estaba debajo del felpudo.

Como de costumbre. La previsibilidad reconfortaba a Felix Pink, aunque el resultado previsible fuera la muerte.

—Vamos allá —dijo Chris metiendo la llave en la cerradura.

Chris hablaba demasiado, pero Felix nunca se quejaba. Imaginaba que eran los nervios. Él hacía tiempo que no se ponía nervioso. Se aclaró la garganta, se ajustó los puños y siguió a su cómplice adentro.

La casa olía a ese polvillo que recubre el interior de los botecitos de pastillas. A menudo era así.

Se quedaron en el recibidor y Chris gritó: «¿Hola?».

Solo se oía el tictac de algún reloj de pared. No era un reloj auténtico, se notaba, sino uno de esos a pilas que imitan sin éxito a los de verdad para que quienes los compran piensen que se han gastado un dineral en una reliquia.

Reparó en un papelito que había en el tercer escalón, plegado en forma de tienda de campaña como las tarjetas que indican su sitio a los comensales de una boda.

«Arriba»

Lo cogió y se lo enseñó a Chris, que empezó a subir las escaleras. Felix se detuvo un instante para plegar el papelito varias veces y guardárselo en el maletín; luego se agarró a la barandilla. Era de na­tural cauto, pero, cuando tenía entre manos un encargo, su cautela se convertía en un esfuerzo consciente.

Chris lo esperó en el descansillo.

—¿Hola?

—Hola —respondió una vocecilla.

En el gran dormitorio principal había un hombre en cama, incorporado sobre unas almohadas, de cara al mirador, por el que se veía una ventana similar en la acera de enfrente.

—¿Rufus Collins? —preguntó Felix. El enfermo asintió sin entusiasmo—. Soy John y este es Chris.

Collins asintió de nuevo, como si supiera por qué estaban allí, y cerró los ojos.

Felix había optado por hacerse llamar John porque le sonaba competente. Margaret había tenido un doctor llamado John Tolworth que había sido competente bastante tiempo, hasta que la muerte se lo llevó por delante.

Al final se los llevaba a todos.

Ignoraba el verdadero nombre de Chris. Era preferible así.

Había una silla junto a la cama. Felix se sentó en ella y dejó el maletín en el suelo, a su lado. No había sitio en la mesilla de noche con tanta pastilla y tanto clínex.

El cilindro ya estaba allí, metálico, de un gris apagado; una especie de pequeña escafandra autónoma conectada con un tubo transparente a una mascarilla nasobucal de goma sujeta por debajo de la barbilla del enfermo con una goma añeja que le pasaba por la nuca y por encima de las orejas y se las plegaba un poco. Una mano huesuda cubría la mascarilla de forma protectora, como si alguien fuera a robársela.

—Voy a por otra silla —dijo Chris, y salió de la habitación.

Felix miró a Collins desde arriba. Era mayor, pero probablemente no mayor que él, que ya tenía setenta y cinco años. En cambio, aquel hombre estaba enfermo y se le notaba, porque aparentaba un siglo, con aquella piel cetrina, tan tersa en las mejillas y en la frente que parecía a punto de rajarse. Le borboteaban las flemas en la garganta como si necesitara toser pero no tuviera fuerzas para hacerlo.

Chris entró jadeando cargado con una sillita de madera y la soltó al otro lado de la cama provocando un fuerte ruido.

Collins abrió los ojos y agarró fuerte la mascarilla.

—Perdón —se disculpó Chris.

El enfermo volvió a cerrar los ojos.

Y los otros esperaron.

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