Vacaciones sin conexión y asfixia por lo que nos queda lejos: el impacto de la tecnología en las relaciones

La escritora chilena María José Navia cuenta el detrás de escena de “Una música futura”, un libro de siete relatos en los que reflexionan sobre las posibilidades de un futuro agobiante y distópico.

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En "Una música futura", María José Navia profundiza en las relaciones humanas atravesadas por la asfixia que provoca la tecnología. (Ph. Jimena Cortés).
En "Una música futura", María José Navia profundiza en las relaciones humanas atravesadas por la asfixia que provoca la tecnología. (Ph. Jimena Cortés).

En el espacio “Cómo lo escribí” de Infobae Leamos, autores y autoras cuentan el detrás de escena de los libros que acaban de publicar. Por qué eligieron los temas o historias que terminaron en sus páginas, cómo organizaron su trabajo, qué revelaciones aparecieron en el proceso de escritura, qué sensaciones hubo a medida que ese proceso ocurría o qué objetivo se propusieron.

Esta vez, quien cuenta en primera persona su experiencia de escritura es la escritora chilena María José Navia, que acaba de publicar su nuevo libro de relatos, Una música futura, aborda de manera profunda las relaciones humanas en la era digital y cómo la tecnología ha afectado la intimidad de las personas.

Editada por Marciana, Una música futura presenta personajes que luchan por desconectarse del mundo, mujeres que se refugian en el exceso de información, personajes extranjeros que se enfrentan a escenarios de autoexigencia feroz o franca violencia. También se adentra en el fenómeno de las “familias pantalla”, aquellas en las que la tecnología ha reemplazado la comunicación directa.

"Una música futura", de María José Navia (Ed. Marciana).
"Una música futura", de María José Navia (Ed. Marciana).

Navia es profesora de literatura en la Facultad de Letras de la Pontificia Universidad Católica de Chile, se doctoró en Literatura y Estudios Culturales por la Universidad de Georgetown y relatos suyos han sido traducidos al inglés, al francés y al ruso, entre otras lenguas. Su trabajo ha formado parte de antologías en Chile, España, México, Bolivia y Estados Unidos.

Autora de títulos como Kintsugi -que se publicará en Argentina en abril por editorial Concreto-, Lugar, El mapa secreto de las cosas y Todo lo que aprendimos de las películas y una de las finalistas de la edición más reciente del Premio Ribera del Duero, que terminó ganando finalmente la boliviana Liliana Colanzi, con su libro Ustedes brillan en lo oscuro, con Una música futura logra una reflexión profunda sobre el futuro incierto que nos depara la era digital y cómo ésta afecta nuestra forma de interactuar y de relacionarnos.

Cómo escribí “Una música futura”

Supongo que los libros tienen más de un comienzo. O, al menos, los míos, los tienen.

En el caso de Una música futura, puedo distinguir dos. El comienzo anunciado por un título y el comienzo que inaugura un primer cuento. El título de esta colección de relatos llegó antes de que escribiera ninguna palabra de ellos. Al leer un libro de poesía reunida de la gran poeta peruana Blanca Varela me encontré con los siguientes versos (que hoy son el epígrafe de mi libro):

El amor es como la música,

me devuelve con las manos vacías,

con el tiempo que se enciende de golpe

fuera del paraíso.

Conozco una isla,

mis recuerdos,

y una música futura,

y la promesa.

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Si bien todo el poema se quedó conmigo, fueron esas tres palabras: una música futura, las que luego ya se no se fueron más. Un mantra, un conjuro, un hechizo. La promesa de la que habla también Varela, quizás. Guardé entonces esas palabras en una de mis muchas libretas. Título para algo, escribí. Luego, dos puntos: Una música futura.

Me parecía un buen comienzo.

El primer cuento apareció en unas vacaciones. Fui al sur de Chile con la familia de mi marido y nos quedamos en una casa en un bosque a la que no llegaba señal de internet ni de teléfono. Al principio, a todos nos pareció una buena idea esto de desconectarnos totalmente. Del trabajo, de la vida sin vacaciones. Pero, al pasar los días, las cosas cambiaron. Cada uno de nosotros buscaba formas de encontrar señal, caminando por los alrededores, o manejando hasta el pueblo más cercano. Entonces se me ocurrió la idea de una clínica de rehabilitación para adictos a la tecnología (ya existen, a mí se me ocurrió ponerla al centro de uno de mis cuentos) en Chile. En esa casa. Que, además, tenía como compañía más cercana, un lugar en el que se fabricaban ataúdes.

La tecnología aparece como una máquina de construir ficciones en el nuevo libro de María José Navia (IStock)
La tecnología aparece como una máquina de construir ficciones en el nuevo libro de María José Navia (IStock)

Tuve entonces el primer párrafo:

Soy yo quien los desconecta. Quien les quita teléfonos y dis­positivos. Quien los lleva a sus cabañas, aún asustados. Quien les cuenta de los horarios de la electricidad y la escasez del agua. Quien les desea buena suerte.

O quien les dice, a los pocos que preguntan por el ruido, que en esa casa que ven ahí cerca se fabrican ataúdes.

Lo digo con una sonrisa, pero nunca nadie se ríe.

Para mí el orden en un libro de cuentos es importantísimo. Me importa la línea con la que se abre el primer cuento, la progresión de las historias hasta llegar a un último relato que cierra con la última línea con la que cierra (que no les dejo aquí para no arruinar el viaje). Se trata de un libro en el que la tecnología aparece como una máquina de construir ficciones, en el que la idea de lo futuro a ratos agobia y a ratos se desdibuja, un libro en el que me atreví a coquetear con la distopía y algunos elementos de la ciencia ficción. O quizás, en realidad, a mirar bien todos los recovecos de lo real que incluyen, me parece, también nuestros sueños y deseos, fantasías y temores. Lo real como espacio en el que cabe todo lo que imaginamos.

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Me gusta escribir armando constelaciones con mis libros. Repitiendo personajes, escenas, referencias. Es algo que disfruto mucho como lectora, en las obras de mis escritores favoritos (Rodrigo Fresán, Virginia Woolf, Elizabeth Strout…), y trato de replicar. En Una música futura hay guiños a mis dos libros anteriores (Lugar y Kintsugi) y de él sale la semilla para una de las novelas que estoy escribiendo ahora (una ampliación de lo que sucede en el relato “Panda”, mi favorito de esta colección).

El viaje en este libro comienza con esa desconexión de lo tecnológico (“Soy yo quien los desconecta”) para quizás encontrar una conexión más verdadera, y tal vez un lugar para la esperanza, en la lectura o el amor por los libros. El primer título es “Cuidado” porque es una palabra que encierra el cariño de cuidar de alguien con el grito de advertencia frente al peligro.

En el segundo cuento, “Los tíos”, tenemos una app para que las personas sin hijos puedan arrendar niños por unas horas. En el tercero, “Panda” escribo sobre la terrible realidad de los tiroteos en universidades de Estados Unidos, teniendo como melodía de fondo la canción “I don’t like Mondays” (en el original de The Boomtown rats y también el cover de Tori Amos).

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María José Navia (Isabel Wagemann).
María José Navia (Isabel Wagemann).

Seguimos con Una música futura, que lleva el título de la colección. Un tríptico de voces para contar la realidad de un “campo de espera” de niños migrantes. Otros niños a los que los adultos no alcanzan a proteger, otra melodía también. Un futuro encerrado.

En “Vueltas” retomo el tema de la maternidad (que aparecía en “Los tíos”) ahora desde la perspectiva de la amiga de un hombre que tiene un hijo enfermo en la clínica (nació luego de tratamientos muy costosos y lleva un tiempo internado desde su nacimiento). Estas cercanías a la maternidad (yo les digo “experiencias del casi”) las desarrollo más en mi libro más reciente, Todo lo que aprendimos de las películas, publicado por Páginas de espuma. Además, quería explorar ese vínculo de la amistad hombre/mujer, sin que fuera el cliché de los amigos que no se dan cuenta de que deberían ser pareja, sino rescatar esa riqueza y felicidad enorme de la amistad, entre otras cosas que pasan en ese cuento.

Luego viene “Tiempo compartido” en el que vemos a la narradora de “Panda” cuando era niña en unas vacaciones con una amiga. Otro cuento sobre el querer pertenecer en otro lugar, o el no calzar del todo en el que se supone es tu mundo. También el encontrar un refugio en otro idioma con el que tal vez te puedas contar mejor.

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Por último, “Todo incluido” trae los cruceros Wakefield, en homenaje a un cuento de Nathaniel Hawthorne que es mi favorito, en el cual un hombre decide salirse de su vida (se va a vivir a un par de cuadras de su casa) para mirarla desde afuera y quizás, regresar… En estos cruceros puede acabarse todo y la protagonista es una gran lectora que debe decidir, de cierto modo, si frente a la inminencia o posibilidad de lo que se acaba, seguimos leyendo o no. El lugar de la lectura frente al fin del mundo.

Todo el libro, para mí, además, viene envuelto por la melodía y letra de una canción larga de Amanda Palmer, “The Ride”, toda ella pero especialmente las líneas: “But isn’t it nice, when we’re all afraid at the same time.

Y, sí, ese es el viaje de este libro, supongo.

Así empieza “Una música futura”:

Soy yo quien los desconecta. Quien les quita teléfonos y dispositivos. Quien los lleva a sus cabañas, aún asustados. Quien les cuenta de los horarios de la electricidad y la escasez del agua. Quien les desea buena suerte.

O quien les dice, a los pocos que preguntan por el ruido, que en esa casa que ven ahí cerca se fabrican ataúdes.

Lo digo con una sonrisa, pero nunca nadie se ríe.

Los pasajeros llegan siempre con cara de perdidos. Les cuesta despedirse de sus teléfonos y pantallas. Me ven depositarlos dentro de una caja, con una etiqueta, y estoy segura de que algo de ellos se queda allí también. De a poco los voy ubicando en sus cabañas estrechas, sólo una cama, una mesita de noche, un armario de madera y el baño. Las comidas se realizan en un comedor, por grupos; tenemos también una biblioteca en la que podría haber más libros. Los pasajeros a veces dejan los suyos, cuando terminan la estadía, el tratamiento, más o menos felices. Nada muy bueno, la verdad, best sellers que se olvidan rápido, a veces incluso revistas. Ahí se quedan, sin marcas interesantes que vigilar. Hojas pegoteadas, manchadas con café. Libros tristes.

Yo vivo junto a mi hermana en la casa principal. Fue mi elección no alojarme en las cabañas, aunque todos los días me toca ir a hacer las rondas para inspeccionar que nadie se haya escondido algún aparato en los calzones. No queríamos llegar a ese nivel de paranoia, pero había casos desesperados de vez en cuando. Gente que ofrecía plata, regalos, por unos minutos de conexión. Sólo revisar un correo que estaban esperando, me juraban, sólo decirle algo a la familia, urgente.

Sólo un rato.

La respuesta era siempre no.

Soy también yo la encargada de revisar las cabañas antes de que se realice la última limpieza. La que encuentra calcetines enredados en las sábanas, la que luego va a donar la ropa que quedó por ahí tirada. La que lleva las galletas y chocolates a la cocina. La que vacía lo que queda de los productos de belleza en el lavamanos.

Ahora guardo el último celular en la caja y acompaño a una mujer rumbo a su habitación. No me mira ni me habla, está demasiado desabrigada para este clima. Tirita. No tengo nada para ofrecerle y en las cabañas no hay calefacción. No sé qué tiene que ver el frío con todo el procedimiento.

Clara alguna vez me lo explicó, pero ya no me acuerdo.

Hace tres semanas que la acompaño en el sur. A ella y sus perros. Raúl anda en uno de sus viajes, filmando algo que luego seguro se gana muchos premios de festivales con nombres difíciles de pronunciar.

Mejor así.

Nunca me ha caído bien.

Clara dice que está feliz de que esté aquí. Que no le gusta quedarse sola tanto tiempo. Pero yo la veo jugar con sus perros entre sonrisas que nadie más aquí tiene. Hay una felicidad rara en ella, algo que debiera estar prohibido. Nunca tuvo hijos y ya no va a tener.

Parece no arrepentirse.

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