Ana está escribiendo su tesis en sociología. Eligió como tema de investigación los juegos de azar como práctica social en Argentina. Los escalones de la carrera académica la llevaron a ganar una beca doctoral en un Instituto en una ciudad periférica de Francia, una ciudad “proletaria y medieval”, en la que nada reluce demasiado, ni la ciudad, ni el Instituto, ni sus compañeros de departamento, pero que está rodeada por el mar.
“Donde hay mar es mi casa” dice Ana, que viene del sur de Argentina, de una ciudad también periférica y marítima. En el sur está su madre. De su padre no quedó nada. Su abuela murió, su padre murió y antes de morir remató la casa de la abuela para pagar una deuda de juego. No quedó herencia, ni objetos, no hay patrimonio, ni legado. Su padre era un soñador que buscaba dar el batacazo con el juego y jubilarse a los cincuenta años.
Sus apariciones eran intermitentes. Ana se mudó a la capital para estudiar Sociología y el camino la llevó a Francia. En ese punto empieza La verdad de una noche de Sol Montero, en un punto de transición entre un territorio y otro. Territorios que se pierden, se evocan y se exploran. Territorios que se tienen que dejar atrás para recuperarse a ella misma, o más bien para sobrevivir. Al derrumbe.
La novela se inicia con una pregunta, que podría ser el motor de la tesis, pero que apunta directamente a la vida: ¿se puede ver la verdad? En la hoja en blanco de la tesis, en el cursor que titila, convergen la imagen de la mano de Gino, el amante esquivo, el maestro hereje, el que porta el secreto sagrado, el que la empuja a Francia, a la fuerza, y aparece también el rebote de la bola de la ruleta, ruleta que es un territorio familiar porque la conduce a otras manos, intermitentes, a otro agarre: a Charly, su padre. Una socióloga que elige como tema de su tesis los juegos de azar, a los que su padre consagró su vida, hasta la muerte.
Ana se propone entonces desarrollar un trabajo de campo. La posición que elige es la de observadora participante y desde esa posición va al casino. Pero ella todavía no conoce algo que su padre conocía muy bien: las leyes secretas de lo fortuito o la no ley del azar. Cuando la bola caiga en la casilla que le tocó, Ana va a guardar la libreta en el bolsillo para estudiar a Gino, que estaba entre las mesas de paño, haciendo tiempo para volver en las combis que el casino pone a disposición de los que ya perdieron todo.
“Al final, hasta los hechos más fortuitos resultan necesarios”. Eso aprende Ana, que, como Alicia, va a sentir curiosidad por develar la verdad del jardín secreto y va a poner el cuerpo para meterse en la madriguera. ¿Dónde pone el cuerpo el observador participante? Cuerpo y lenguaje van de la mano. O para encontrar otro lenguaje, hay que poner el cuerpo de otra forma, hacerlo entrar en la escena. La observadora participante cae por la madriguera. La página en blanco de la tesis se va a convertir en la página en blanco de otra escritura: la escritura del duelo, de la muerte y de la traición.
En el último curso que dio en el College de France antes de morir y que se tituló La preparación de la novela, Roland Barthes dice que hay un duelo, cruel, único, que puede marcar el pliegue decisivo de una vida, dividirla irremediablemente en dos partes, un antes/después. Ese antes/después es el momento en que se descubre la muerte como real. Pero, para quien escribe dice Barthes, “para el que ha elegido escribir, es decir, aquel que ha experimentado el goce, la felicidad de escribir (casi como ‘primer placer’)”, no puede haber otra vida nueva que no sea el descubrimiento de una nueva práctica de escritura.
En ese punto está Ana, en ese antes/después, en el que la página en blanco de la tesis solo se puede completar con la escritura de una vida, su vida, la de su padre, y las preguntas que su padre dejó como deuda y como herencia, que la llevaron entre otras cosas a Gino. Y después al derrumbe.
Entre dos personas gramaticales, está Ana. Entre el impersonal, el nosotros académico y la primera persona del singular, el yo, que cayó en la madriguera, que guardó la libreta en el bolsillo y ahora mira atónita la página en blanco en la que solo puede “escribir en primera persona, anotando versos berretas sobre la pérdida y la traición”.
Ganancia
¿Para qué se escribe? ¿Para qué se juega? ¿Para quién se escribe? ¿Para quién se juega? ¿Son escritura y juego gastos improductivos? “Como el lujo, las guerras, los monumentos suntuarios, las joyas (que funcionan como excrementos), los juegos, el arte, cierta actividad sexual, las ofrendas, la revolución, los duelos”. La narradora de La verdad de una noche nos dice “yo creo que escribir es funesto, se relaciona con la muerte y el duelo. Lo que se puede escribir ya está muerto, ya es un resto”.
Duelo, juego, escritura. El juego está relacionado con la muerte, no es novedad, la escritura se relaciona con la muerte, con lo que ya no está. El juego, el duelo, y la escritura son un gasto excesivo, desmedido, la apuesta exagerada. ¿A qué? ¿Por qué? ¿Por qué se apuesta? Sting imaginó un jugador de cartas que jugaba no para ganar sino para tratar de averiguar algo; para descubrir algún tipo de lógica mística en la suerte o el azar; algún tipo de ley científica, casi religiosa. ¿Por qué se escribe? Dostoievski dice que escribió El jugador para sepultar definitivamente su adicción al juego. ¿Se puede escribir para sepultar? ¿Hay una clave sagrada en el azar? ¿Se puede sepultar al padre mediante la escritura?
“¿Y yo? ¿qué sé yo?” se pregunta Ana. La verdadera pregunta que abre la página en blanco.
Patrimonio
Ana carga con una desgracia, “la mía es que mi papá no me quiso, o no tanto, ni de la manera en la que yo hubiera querido que me quisiera. En el fondo, debo creer que valgo mucho y que me desperdició”. ¿Esa falta es la que la conduce? ¿El padre le dejó esa carencia, como herencia y como deuda? ¿Esa carencia la desorientó?
Una narradora desorientada, que pierde el control de la observación participante, y termina absorbida por el trabajo de campo. “A fin de cuentas”, dice, “yo soy la que quiere meterse en el túnel, pasar el umbral y entrar al gran jardín a ver eso. Una vez adentro, no sé si esa es mi aventura o mi vida real, si ahora estoy ubicada y antes estaba perdida, o al revés”.
Herencia
El padre no dejó herencia. No hay propiedades, ni dinero, ni biblioteca, no hay fotos ni papeles. Solo un CD con una nota que conserva su caligrafía. A Ana le queda transitar por territorios repletos de materiales innobles, artificiales, como los que construyen esos espacios que el sociólogo Marc Augé llamó “los no lugares” (los aeropuertos, los shoppings, los casinos).
El departamento de Gino, el Instituto en Francia, el micro al sur con las bandejas de plástico de las viandas, el avión, el casino. Todo está habitado por esa atmósfera inquietante, de cuando lo familiar se revela como amenazante. El espacio que Ana amaba, la casa de su abuela, fue rematada por su padre para pagar una deuda. ¿Qué le queda si no le dejó nada? ¿Qué heredé yo, se pregunta Ana, además del desapego? Su nombre y los ojos. Y la pregunta por una escritura, esa caligrafía en un disco de Joe Cocker, una letra prolija y pareja que es un enigma y al mismo tiempo una guía. Seguir la letra. Seguir al pie de la letra.
“Cuando entré, el ruido metálico me devolvió el sentido universal del azar y me sentí tranquila, porque me encontraba de nuevo en un lugar familiar”. El inquietante territorio de lo familiar, el campo de trabajo de la tesis, jardín secreto, túnel, umbral, pasaje, sepultura. Hay que enterrar al padre para empezar a escribir de otra forma la vida. Hay que conjurar al padre y develar las leyes del azar.
En el rito de pasaje, hay un Virgilio, guía huidizo, Gino. Un jugador que se enamora, ¿pierde? Gino es el enigma, el guía, el maestro, el que guarda los misterios sagrados. “Parecía provenir de esas familias ricas de zona norte venidas a menos, y sin dudas debió haber contribuido con la ruina económica familiar”. Un heredero que endeuda a su familia (como casi todos los herederos cuyo destino es tan solo gastar lo que se tiene). Gino “captaba el perfume del azar”, jugaba, pensaba en el azar, lo estudiaba, “y también lo vivía”.
Crédito
Julia es una compañera del Instituto que se fue a hacer el doctorado a Francia, como Ana, quedó embarazada y escribe su tesis mientras trabaja para Carlon, el director del Instituto y cría sola a Pedro. Julia tiene un padre que la quiere, que es una red, un sostén. Julia va a armar para Ana un nuevo territorio, de hogar, de amistad, de infancia, un territorio familiar, pero que no amenaza, tan solo sostiene.
Usura
Escolazo: el instante en que se produce la trampa. ¿Qué patrón moral guía a un jugador? ¿Qué consecuencias puede tener ser convertido en un objeto de usura? Cuando Ana se asoma al territorio de Gino, se da cuenta que “eran los restos de un derrumbe, y a mí las ruinas en construcción me dan curiosidad”. ¿Qué pasa cuando esas ruinas en construcción se derrumban sobre uno? ¿Qué pasa cuando ya no hay fe en los lazos afectivos, cuando el padre puede rematar la casa de su madre para ponerla en parte de pago de una deuda, cuando el amado huye perseguido por los acreedores, cuando en esa huida se lleva todo puesto?
Herejía
La tesis empieza a avanzar, la escritura, las escrituras, se abren como una canilla. Los textos crecen. Aparece el cuerpo, el cuerpo que siempre está de un modo u otro sustraído, como el cuerpo del padre que recién aparece cuando está por morir, ahora el cuerpo de Ana aparece, se hace presente, se revela como un territorio para ser cuidado.
¿Se puede ver la verdad, si por ver entendemos saber algo verdadero? Ana recurre a otros saberes, a los saberes que trae de la sociología, a los escritores jugadores, a la estocástica, a la filosofía, a toda una trama textual que es clave de lectura y llave para abrir el cofre que contiene lo sagrado. Las cosas sagradas tienen origen en una pérdida, Ana cita a Bataille.
Parecería que, en definitiva, el azar oculta lo sagrado. Es bueno que haya herejes, dice San Pablo, porque justamente confirman la existencia de lo sagrado.
Lo que está en juego, de eso se trata. Les enjeux: las cosas que están en juego tienen un poder de destrucción arcaico. Las cosas que están en juego, no tienen solución.
Charly, un padre jugador, le cifra a la hija las claves de su futuro: en el amor y en la escritura. Un duelo que se escribe, con lo poco que quedó después de que se perdió casi todo. Como dice Saer, que abre el capítulo de Patrimonio: muerte y deseo apuestan a la misma carta.
Deuda, ganancia, patrimonio, herencia, crédito, usura y herejía. El diccionario de un jugador, el legado de un padre, los capítulos de una novela en la que la escritura intenta desmontar el remolino del azar. ¿Qué está en juego cuando se juega? ¿Por qué se juega la vida?
Ana, la narradora de La verdad de una noche rebota en esas preguntas como la bola de la ruleta cuando no se decide a caer en ningún casillero. Un padre que se descifra como un acertijo. Una pérdida y una traición. En la cifra de un padre jugador, Sol Montero, bajo la forma de una observadora participante, escribe una novela extraordinaria sobre la muerte, el duelo, el juego, el deseo, la escritura, la mentira y la verdad de una vida.
* Cynthia Edul, narradora, dramaturga y licenciada en Letras, leyó este texto en la presentación de la novela La verdad de una noche, de Sol Montero.
Quién es Sol Montero
♦ Nació en 1980. Se crió en la Patagonia argentina.
♦ Es socióloga y doctora en Letras. Escribe artículos e investiga sobre discurso y política.
♦ La verdad de una noche es su primera novela.
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