Un hombre empecinado en tener hijos y ninguna pareja dispuesta: ¿hasta dónde llegará?

Stephen Dixon, “escritor de escritores”, es uno de los secretos mejor guardados de la literatura estadounidense. La novela “Gould” combina sexo, abortos y violencia bajo la excusa del deseo.

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"Gould", de Stephen Dixon, cuenta las hazañas y fracasos amorosos de un hombre estadounidense desde la década del 50 hasta fines de los 80 a través de todos los abortos que se realizaron sus parejas.
"Gould", de Stephen Dixon, cuenta las hazañas y fracasos amorosos de un hombre estadounidense desde la década del 50 hasta fines de los 80 a través de todos los abortos que se realizaron sus parejas.

Antes de empezar, a los 40 años, lo que sería una larga y prolífica carrera literaria que definiría la segunda mitad de su vida, el estadounidense Stephen Dixon fue, además de un lector empedernido, reportero de calle, maestro de escuela primaria, camarero y vendedor de la tienda Bloomingdale’s.

¿Cuántos libros podés leer sin terminar queriendo escribir uno?”, se preguntó alguna vez a sí mismo. Al igual que tantos otros autores de su generación que terminarían formando parte del cánon literario americano, como Charles Bukowski o Raymond Carver, a Dixon (1936-2019) no solo le costó llegar a dedicarse a la escritura, sino que además tuvo que tener varios trabajos paralelos de poca monta y poca paga para sobrevivir.

No fue hasta 1980, cuando ya contaba con cinco libros publicados, que la Universidad Johns Hopkins le ofreció un cargo como profesor de escritura creativa, trabajo que conservó hasta jubilarse en 2007. Fue recién entonces, con 70 años, una treintena de libros en su haber y más de medio millar de cuentos, que Dixon pudo dedicarse finalmente a la escritura a tiempo completo.

Conocido como un “escritor de escritores”, la vasta obra de este autor es uno de los secretos mejor guardados de la literatura estadounidense. Incluso después del redescubrimiento de sus libros a causa de su muerte a fines de 2019, su apellido sigue sin tener el mismo peso que el de sus contemporáneos más exitosos, al menos fuera de Estados Unidos.

En Argentina, a paso lento pero seguro, la editorial Eterna Cadencia viene traduciendo y publicando por primera vez en español la obra de Stephen Dixon desde 2014, año en que compilaron algunos de sus cuentos en el libro Calles y otros relatos.

La buena recepción del público, sumada al interés del escritor por poner en circulación su obra y su desinterés por la cuestión económica, hizo que, desde entonces, se publicaran los libros de cuentos Ventanas y otros relatos (2015) e Historias tardías (2018), además de la novela Interestatal (2016), libro que, según le contó el autor en una carta al traductor argentino Ariel Dilon, “no debería haber escrito”, por ser “demasiado triste y aterrador”.

No hay muchas fotos del escritor Stephen Dixon, aunque sí se conocen varios de sus autorretratos, cortesía de sus hijas Antonia y Sophia Frydman.
No hay muchas fotos del escritor Stephen Dixon, aunque sí se conocen varios de sus autorretratos, cortesía de sus hijas Antonia y Sophia Frydman.

Gould, publicado originalmente en 1997, es la última novedad que Eterna Cadencia tradujo al español, y la primera desde la muerte de su autor en 2019. Esta es una novela en dos novelas cortas (Abortos y Evangeline) que siguen al personaje Gould Bookbinder en su incansable y testaruda búsqueda de una o varias mujeres que puedan satisfacer su deseo más profundo: tener tres hijos.

En la primera de las dos novelas, Abortos, Dixon narra las hazañas, desmadres y fracasos amorosos de Gould a través de los distintos procedimientos de interrupción del embarazo que sus distintas parejas se realizaron a lo largo de su vida. Cada aborto se cuenta en un párrafo largo e ininterrumpido de entre veinte y cuarenta páginas aproximadamente, ejemplo perfecto del recurso de flujo de conciencia que el autor ejecuta a la perfección.

“El primero fue cuando tenía diecisiete y estaba en primer año de la universidad, y ella era un par de años mayor”, escribe en la línea que abre el libro. A pesar de que la novela -en un caos cronológico que el autor rara vez se preocupa por esclarecer- abarca toda la vida adulta del personaje, ya pueden verse en ese Gould recién salido de la adolescencia los rasgos de una personalidad que mantendrá hasta su vejez.

Gould, cuyas similitudes con el propio Dixon se van haciendo cada vez más evidentes a medida que avanza la novela, tiene una de las cualidades fundamentales de los hombres de su generación: la insistencia. Insiste para que las mujeres le concedan una charla, una cita, sexo; insiste en no hacerles caso cuando le piden que, antes de llegar a la culminación del acto, se salga para evitar la concepción; insiste, también, en conservar el embarazo cuando ellas le aclaran, una y otra vez, que es lo último que quieren.

El problema, que aborto a aborto se va volviendo más engorroso, es que ninguna de las mujeres de las que él está “enamorado” quieren saber nada con él, nada que no sea lo único que él parece tener para ofrecer: mucho sexo y poco -poquísimo- dinero.

Después del primer aborto, cuyo costo al principio él se niega a pagar, cuando su no-novia sale del quirófano improvisado, lo primero que le pregunta al doctor es: “¿Cuándo le parece, quiero decir dentro de cuánto, que estaremos en condiciones de volver a tener sexo…?”. Ella, indignada, lo manda a callar. El doctor, por su parte, les prohíbe las relaciones por un mes o hasta el próximo período de la mujer. A la salida, todavía ella shockeada por la situación traumática que se desprende de la clandestinidad del procedimiento, a Gould solo se le ocurre comentar: “No sé si voy a ser capaz de aguantar sin tener relaciones por tanto tiempo como dijo el doctor”.

Antes de poder vivir de la escritura y su enseñanza, Dixon trabajó como reportero de calle, maestro de escuela primaria, camarero y vendedor de la tienda Bloomingdale’s.
Antes de poder vivir de la escritura y su enseñanza, Dixon trabajó como reportero de calle, maestro de escuela primaria, camarero y vendedor de la tienda Bloomingdale’s.

Desde esa primera experiencia, los abortos (o “a.b.”, como él mismo los llama sin nunca poder llegar a pronunciar la palabra completa) empiezan a sucederse con relativa frecuencia. Uno con una bailarina negra que conoce en una fiesta y que, después de que él no quisiera ayudarla a costear el procedimiento ni acompañarla para hacerlo, termina muriéndose de sobredosis; otro con una chica que “lo amonestaba si gozaba antes que ella” y tenía un agujero en el pie del tamaño de una moneda de 25 centavos; otro con una mujer que, años después de decirle que había abortado, le confiesa que, en realidad, lo había tenido, solo para después desaparecer sin dejar rastro.

Todas, sin excepción, después de abortar, lo dejan. A Gould, sin embargo, no parece preocuparle ser un desastre en el amor, ni que ninguna mujer lo vea como una potencial pareja con miras al futuro, ni siquiera el bienestar o la salud de sus parejas. Lo único que le quita el sueño al personaje principal de esta novela es la falta de hijos:

Estaba empezando a desear hijos, dos hijos, aunque no necesariamente con la misma mujer. De hecho, probablemente con dos mujeres, porque presentía que los tribunales le caerían encima más pronto por la pensión alimenticia si tenía dos con la misma mujer en un mismo estado. Pero simplemente quería decir, o se trataba sobre todo de eso, ‘Sí, soy padre’, y no cree que vaya a sentir vergüenza al decir ‘Y no, jamás he sido marido’.

Los años pasan, los abortos se suceden, y un Gould todavía sin descendencia dice: “Tengo que tenerlos antes de que la gente piense que soy su abuelito”.

La situación, lejos de decantar con el tiempo, solo empeora. Lo que antes era insistencia, cuando cada una de las mujeres le planteaba su deseo de interrumpir el embarazo, empieza a escalar en escenas de violencia que tienen su punto cúlmine en uno de los párrafos más duros e intensos de toda la novela.

Gould llega a la casa de una de sus novias, con la que sale hace poco más de un año, y nota que ella lo quiere dejar. Ella le admite su embarazo, le comunica su decisión de abortarlo, y él, al principio sin perder los estribos, le pide que recapacite y le dice que está dispuesto a todo para que el embarazo continúe.

Ante su insistencia, ella intenta convencerlo: “Créeme, Gould, si tanto quieres un bebé como para tenerlo con una mujer que no lo quiere en absoluto ni quiere vivir contigo y que después de tenerlo te haría la vida tan pero tan miserable que acabarás por querer partirle la cabeza, y lo digo muy enserio, entonces sin duda encontrarás a otra -y más maravillosa- mujer que se adapte mucho mejor que yo a lo que esperas de mí”. Él, sin darse por aludido, solo le responde: “Habla en inglés”.

La situación, de un momento para el otro, se descontrola. Gould amenaza con secuestrarla, llevársela lejos y mantenerla cautiva hasta que sea demasiado tarde para deshacerse del bebé. Incluso llega a empujarla, pegarle y atarla a su cama: “Sabía perfectamente que no debería hacerlo, que debería desatarla y salir de ahí pero todavía tenía esperanzas, sabiendo al mismo tiempo que haría todo eso sin la menor esperanza, de que se le ocurriera alguna cosa que la hiciera cambiar de parecer sobre el bebé o de que ella misma cambiara de parecer”.

Sin embargo, así como la escena escaló repentinamente en un principio, del mismo modo llega a un anticlimático desenlace. Después de llegar a la conclusión de que secuestrarla podría afectar la salud del bebé, la libera. Antes de irse, sin siquiera pedirle perdón, le dice con soltura: “Me llevo dos de tus bolsas grandes de papel, de esas con manijas, ¿no te molesta?”.

Además de publicar una treintena de libros y más de medio millar de cuentos, en su faceta como periodista Dixon entrevistó a figuras como Kennedy, Nixon, Johnson y Kruschev.
Además de publicar una treintena de libros y más de medio millar de cuentos, en su faceta como periodista Dixon entrevistó a figuras como Kennedy, Nixon, Johnson y Kruschev.

El último aborto que se narra, tal vez el más siniestro y el que refleja de manera más clara lo poco que le importa a Gould cualquier cosa que no sea su ideal de tener tres hijos, es el que tuvo con su esposa, a quien había ya logrado convencer de avanzar con dos embarazos y con quien tenía dos hijas, cuando ella “caminaba con bastón”. Una enfermedad la está deteriorando rápidamente, al igual que le sucedió a la esposa de Stephen Dixon cuando ellos tenían ya dos hijas.

Gould, fiel a su modus operandi a lo largo de la novela, le insiste con tener un último y tercer hijo, a lo que ella le responde con una fuerte negativa: “Realmente quieres dejarme embarazada, pero ya te lo dije: no puedo arriesgarme a eso; un aborto podría dejarme inmovilizada más pronto que la velocidad normal de la enfermedad. Dos es más que suficiente para nosotros a nuestra edad y tal vez para la del planeta”.

Pero nada, ni siquiera la posibilidad de perder a su esposa y dejar sin madre a sus dos hijas, puede con el afán de Gould: “Una noche no la sacó con el tiempo suficiente sino que dejó que alguito chorreara adentro -tenía esa clase de control- y después cuando pensó que se había chorreado lo bastante para que ella concibiera pero no tanto como para que lo sintiera o notara más tarde el semen, salió e hizo los sonidos del orgasmo arriba de ella, aunque no sintió nada al acabar, y ella quedó embarazada”.

Pasan los días. Él empieza a notar cierta hinchazón en la región abdominal de su esposa como había visto en sus dos embarazos anteriores, pero decide omitir cualquier tipo de comentario: “Cuanto más tiempo estuviera embarazada más llegaría a apegarse al bebé, y entonces menos chance de que quisiera abortar”.

Pero nada funciona como él espera. En una de las visitas de ella a su médico para aprender a cateterizar su vejiga ante el avance de su enfermedad, un pinchazo le genera un aborto espontáneo. Gould, más que preocuparse por el estado de salud agravado de su esposa, le dice: “Habríamos podido, habría funcionado; hay mujeres que los han tenido en condiciones peores: paralizadas, pulmón artificial. Tres es lo que yo siempre quise; tres es lo mejor”.

A pesar de todo, no hay en Gould siquiera un momento en el que el controversial accionar del personaje principal pretenda ser excusado por el autor. Parece haber, eso sí, una necesidad de exorcizar sus propios demonios a través de un flujo de conciencia que tiende a la honestidad brutal.

Hacia el final, a pesar de mantener intactos los rasgos más nocivos de su personalidad, empiezan a colarse en los discursos ciertos destellos de sabiduría adquirida, como si una vida de errores pudiera, al final, rendir sus frutos de todos modos: “Solamente tienes que ser consciente de lo que haces y lo que dices y trabajar esmeradamente en aquello que quieres lograr y no hacer reclamos injustos ni esperar que los éxitos o las cosas buenas duren y que las malas no ocurran nunca y es mejor ser lastimado que lastimar a alguien y la gratitud también es buena y la afabilidad y la bondad genuina y vivir solo tiene sus ventajas y desventajas pero las cosas cambian, trata de no tener demasiadas ilusiones y precondiciones y sí-o-sís, tan solo sé alguien…”.

Así empieza “Gould”, de Stephen Dixon

stephen dixon
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Abortos

El primero fue cuando tenía diecisiete y estaba en primer año de la universidad, y ella era un par de años mayor. Al principio ella le había dicho que tenía dieciocho porque pensaba que no iba a querer salir con alguien que le llevara casi dos años y medio. Pero él le revisó la billetera y descubrió su verdadera edad y después le dijo “Perdona, revisé tu billetera, no voy a fingir que andaba en busca de otra cosa que averiguar tu edad, porque no me parecías de dieciocho… no actúas como alguien de dieciocho y eso de que ya estés por obtener tu grado, además de tu aspecto, y de tu ropa. Y encontré uno de tus carnets que dice tu fecha de nacimiento, y al fin y al cabo ¿qué? Porque ¿qué tiene de malo que seas mucho mayor que yo? Se diría que somos el uno para el otro, ¿o no? Y no es que tú hayas vivido la Segunda Guerra Mundial y sepas lo que fue el be-bop y yo no. Y tampoco es que actúes como si fueses más joven de lo que eres sino que quizás yo actúo como si fuese algo mayor, y si esto suena un tanto presumido, de todos modos esos dos años y medio no hacen gran diferencia a nuestra edad, o al menos no entre nosotros”. Más tarde pensó: Tal vez el hecho de que ella tenga casi veinte y esté tan avanzada en los estudios sea la razón por la cual tan rápidamente le permite llegar tan lejos con ella o la razón por la que lo deja penetrarla: tercera cita, los viejos fuera de casa, en la primera se besaron, en la segunda lo dejó que le acariciara el trasero a través de la falda; tenían intención de ver una película pero ella, cuando la estaba esperando junto a la puerta mientras buscaba un abrigo, dijo “En realidad no tengo muchas ganas de salir, no es que me sienta mal o esté con la regla ni nada por el estilo, ¿qué tal si solo nos quedamos viendo alguna cosa en la tele y tal vez más tarde salimos a tomar algo?”, y él dijo que odia la tele, es una cosa para idiotas, y ¿un sábado a la noche?, no dan más que comedias bobas; él jamás tendría una si viviese en su propia casa, no la mira nunca, su padre insiste en que la miren durante la cena… el noticiero; el noticiero es importante, dice su padre; es el mundo, es lo que nos rodea, te enteras de las cosas; eres un chico despierto pero ¿tienes miedo de enterarte de las cosas o piensas que el mundo actual carece de importancia?… y la cosa termina siempre en discusiones como esa y a veces en que se levante de la mesa antes de haber terminado de cenar. Yo amo a Lucy… oh, qué maravilla, Arthur Godfrey, Sid Caesar, George no-me-acuerdo-cuánto, con el pelo cortado al rape y la chaqueta a cuadros y unas hombreras exageradas, y siempre con su moño y su risa de caballo… qué imbéciles, y ella dijo “Está bien, no vamos a mirar la tele, pero ¿por qué tienes que ponerte tan virulento al respecto? Quizás deberíamos ir al cine, después de todo, aunque me fijé en el diario y más o menos cerca como para ir caminando no hay nada que quiera ver, y realmente no tengo ganas de tomar un metro o un autobús de ida y de vuelta”. “Podemos quedarnos acá y charlar”, y ella dijo “Está bien, cuelga tu charla y abriguemos”, y él, “¿Lo dijiste adrede?”, y ella dijo “¿Qué cosa?” y él dijo “Invertiste un par de palabras; fue bastante ingenioso” y ella “No puedo reclamar el crédito por eso. Tengo un problema en el cerebro, nada fatal, y a veces hago esas cosas, y también cuando escribo. Pero ¿de qué quieres que charlemos?”, y él dijo “¿Podemos discutirlo en un lugar más cómodo?”, mientras maniobraba con ella no tanto para anotar el gol como para volver a besarla, esta vez con más lengua, acariciar sus pechos, quizás meterle un dedo en la concha, pero eso probablemente llegaría en la siguiente cita, o una o dos citas más tarde… “¿No tienen ustedes un living por aquí, con sillas y un sofá?”, y ella dijo “Nop, solemos leer, conversar y jugar al ajedrez en el suelo. Bueno, al ajedrez a veces juego ahí con mi padre, pero usted es tan astuto, señor Ideafija”, y pasaron al living y ella dijo “¿Quieres algo de beber? Mi padre tiene un armario de licores lleno de cosas, y no volverán hasta pasada la medianoche, así que tendré tiempo de sobra para lavar tu vaso y poner agua en la botella que elijas, de modo que no se note que nos servimos de ahí”, y él dijo “Caramba, ¿ya dije alguna vez que somos tal para cual?, y eso se remonta a nuestros padres. También el mío es tacaño con el trago”, y ella dijo “No es eso; no le gusta que los chicos con los que salgo se mareen con su whisky y luego se pongan juguetones conmigo… es como darles un revólver para que disparen contra mí, me ha dicho, sin detenerse a pensar en Freud”, y él dijo “Yo conozco a Freud pero no lo que dice, salvo por esa cosa del doble sentido. Pero sí, tomaría algo fuerte… ¿qué hay?” y ella dijo “Le gusta el escocés, de modo que un montón de escoceses, probablemente”, y él dijo “Eso es para viejos, no es que tu padre sea viejo, pero ya sabes… ¿tienes algo más? ¿Canadian Club, ese Royal no sé qué… un buen whisky de centeno?” y ella buscó y él agarró dos vasos y ella se sirvió en uno pero apenas si lo tocó y hablaron de sus padres y de la gente con la que habían salido y de dónde habían estado los dos en varias ocasiones históricas para comprobar si sus caminos se habían cruzado: él estaba yendo para la escuela el día D cuando oyó a alguien hablar de eso, los padres de ella se lo mencionaron en el desayuno y “después se convirtió casi en una lección de historia sobre lo que significaba”; él estaba en un campamento de verano en Nueva Jersey cuando terminó la Segunda Guerra Mundial; ella estaba echada en una hamaca en la casita de verano de una amiga cerca de Peekskill cuando se enteró de la noticia, “Peekskill”, dijo él, “mis viejos alquilaron un búngalo ahí por todo un mes cuando yo tenía cuatro o cinco años”, y ella dijo “Esa fue la única vez que estuve por ese lado… a la familia de mi amiga le dio lástima que tuviera que pasarme el verano en la ciudad”; la muerte de Roosevelt: los dos habían entrado en sus departamentos y encontrado a todo el mundo llorando y la radio a todo volumen, pero en distritos diferentes; la de Stalin: él se enteró por el titular de un diario en un puesto de diarios de Garment Center (“En la esquina de la 36 o 37 y la Octava Avenida para ser exacto”) mientras entregaba pedidos para una empresa de cinturones, ella estaba a una o dos manzanas de distancia de ahí, entre la Séptima y la Octava, y quizás más o menos a la misma hora –fue después de la escuela– postulándose para un empleo como modelo de salón de ventas para una casa de abrigos y trajes, y él le tocó la mano y dijo: “Este pícaro chanchito… ay, eso sí que es idiota, ¿no?” y empezó a sentirse colocado y dijo “Acaba el tuyo así me alcanzas… o como podrías decirlo tú, quizás: ‘Alcanza el tuyo así me acabas’, aunque eso no tiene sentido, y el sinsentido es buen sentido… basta, eso tampoco tiene sentido.

Quién fue Stephen Dixon

♦ Nació en Nueva York, Estados Unidos, en 1936, y murió en Maryland, Estados Unidos, en 2019.

♦ Fue periodista, escritor y docente universitario.

♦ Escribió una treintena de libros y más de medio millar de cuentos, entre los que se encuentran Interestatal, Calles y otros relatos, Gould e Historias tardías.

♦ Fue dos veces finalista del National Book Award. Algunos de sus obras de relatos han ganado la mayoría de los premios literarios más importantes, incluído el O. Henry Award y el Pushcart Prize.

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