
En el siglo XVII, los Países Bajos vivieron una fiebre singular: la tulipomanía. Por un breve y fascinante período, los bulbos de tulipán se transformaron en objetos de deseo tan codiciados que algunos llegaron a valer más que una vivienda en los canales de Ámsterdam. Lo que comenzó como un gusto refinado por una flor exótica terminó trastocando costumbres, expectativas y aspiraciones de toda una sociedad.
El arribo de una flor exótica
El tulipán, originario de Turquía, llegó a Europa poco después de 1550. Su colorido y la rareza de sus formas cautivaron a las élites, que pronto compitieron por poseer las variedades más inusuales. Britannica señala que, en pocos años, la demanda de tulipanes superó con creces la oferta, convirtiendo a la flor en símbolo de estatus y sofisticación.
BBC destaca que la moda y el prestigio se apoderaron de la sociedad neerlandesa. El tulipán pasó a representar novedad y distinción en un país que atravesaba una etapa de prosperidad. Anne Goldgar, historiadora del King’s College de Londres, explicó que parte del atractivo residía en la imprevisibilidad de los colores, resultado de virus desconocidos en la época: “Realmente no sabías lo que iba a pasar con tus tulipanes y la gente amaba el hecho de que constantemente cambiaban”.

Un país cautivado por la fiebre de los tulipanes
La fascinación se transformó en fiebre entre 1633 y 1637. Lo que comenzó como una afición de horticultores y coleccionistas, pronto se extendió a comerciantes, artesanos y familias de clase media y baja. Muchos hipotecaron hogares y negocios con la esperanza de obtener ganancias vendiendo bulbos que, en ocasiones, ni siquiera se habían desenterrado.
BBC recuerda que la popularidad del tulipán alcanzó niveles insólitos: un bulbo de la variedad Semper Augustus llegó a valer 10.000 florines, cifra suficiente para adquirir una de las mejores casas de Ámsterdam o mantener a una familia durante años, según el historiador Mike Dash. El personaje Gordon Gekko en la película Wall Street, citado por el medio, lo resume así: “Se podía comprar una hermosa casa en el canal de Ámsterdam por el precio de un bulbo”.
El furor no se limitó a las élites. Personas de recursos limitados participaron en una cadena de compras y ventas, convencidas de que siempre habría alguien dispuesto a pagar más. Los tulipanes más raros se convirtieron en auténticos tesoros, y la emoción por la novedad inundó el país.

Sin embargo, Anne Goldgar advierte que los precios más elevados fueron excepcionales. “Solo encontré 37 personas que gastaron más de 400 florines en flores en esa época”, puntualizó la historiadora, quien también aclaró que los mayores compradores solían ser coleccionistas de arte habituados a invertir sumas importantes.
El abrupto final de la fiebre
A comienzos de 1637, la pasión colectiva se desvaneció. Britannica indica que las primeras dudas sobre la continuidad de los precios provocaron un derrumbe inmediato en el mercado. De un día para otro, los bulbos perdieron su valor extraordinario y muchas familias vieron esfumarse sus aspiraciones.
BBC señala que el entusiasmo se evaporó en febrero de ese año. Goldgar atribuye el final al temor de que la moda estuviera llegando a su límite y a la toma de conciencia de que la flor, pese a su belleza, no podía sostener expectativas tan altas.

Aunque relatos populares, como los difundidos por Charles Mackay en el siglo XIX, describen un colapso que llevó a la ruina a miles de neerlandeses, las investigaciones actuales matizan esa imagen.
“No pude encontrar a nadie que estuviera en bancarrota debido a la tulipomanía”, afirmó Goldgar, quien considera que la tragedia fue amplificada por historias sensacionalistas. La economía nacional no colapsó, pero sí quedó el recuerdo de una época en la que una flor llegó a alterar el pulso de un país.
Un país marcado por la fascinación de una flor
Aquel tiempo en que los tulipanes valían más que una casa quedó atrás, pero su leyenda sigue floreciendo. La fiebre por una simple flor transformó para siempre la vida de los Países Bajos y dejó una huella que, siglos después, aún perfuma la memoria colectiva.
Allí, cada primavera, el resplandor de los tulipanes recuerda que la belleza y el deseo compartido pueden cambiar el rumbo de una sociedad, aunque solo sea por un instante extraordinario.
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