Marcela Quiroga tenía 12 años cuando fue secuestrada junto a sus hermanos de 10 y un año y medio. Fue el 16 de septiembre de 1977. Estaba por amanecer. Ese día la apartaron de sus hermanos y pasó mucho tiempo sin saber de ellos. Tampoco de su madre. Ella los había encerrado en el baño un momento antes de que se iniciaran los tiros y entraran efectivos del Ejército y la policía bonaerense a su casa de Unión de Villa España, en Berazategui.
El baño era el único espacio de material de la casa.
Cada mañana la llevaron a recorrer calles, barrios, estaciones de trenes, para señalar casas en las que hubiera estado o gente que hubiera visto. Marcela vivió en la Sala Q junto a otros prisioneros y era custodiada por dos guardias que esposaban su mano en la cama cada noche.
Después de un mes y medio, la trasladaron a otro centro clandestino, "El Sheraton". Funcionó adentro de una comisaría en Lomas del Mirador, cerca de la avenida General Paz.
"Me llevaron con Héctor Oesterheld (autor de El Eternauta, de 58 años) –dice Marcela Quiroga, en entrevista con el autor de este artículo-. Era un pabellón adaptado como si fuera una casa. Las habitaciones eran celdas y en el medio había una mesada. El baño parecía un baño público. Oesterheld me levantaba temprano para que estudiara. Los días fueron más ordenados. Él hizo que tuviera un horario para estudiar, comer y dormir. A la tarde me llevaba al patio, porque decía que estaba muy blanca, y con dos palos y una pelota que encontró jugábamos al hockey. Él me enseñaba Literatura, Geografía, Historia, me daba actividades y las hacía. Roberto y Ana María, que luego supe que eran Roberto Carri y Ana María Caruso (sociólogo y profesora de letras, de 37 y 34 años, secuestrados en febrero de 1977), me enseñaban matemáticas e inglés. Éramos ocho en el pabellón. Yo era la única nena. Ya no estaba engrillada pero me seguían sacando para marcar casas por los barrios. Ellos siempre esperaban que alguien volviera a una casa o a algún lugar. Sólo una noche escuché que torturaban a alguien en el piso de arriba. Yo siempre pensaba dónde estarían mi mamá y mis hermanos. Hasta que un día me dijeron que a mi mamá la habían matado, porque se había querido escapar, y cuando pregunté por mis hermanos dijeron: 'Están con tu viejo'. Un día a fueron a su taller mecánico, él pensaba que lo iban a matar, pero le dijeron: "Íbamos a adoptar a tu hija pero nos dimos cuenta que no sos un viejo de mierda. Te la vamos a devolver". Y a los 15 días me llevaron con él. Me habrán largado en diciembre de 1977, tres meses después del secuestro".
Su hermano, de 10 años, también fue devuelto al padre a través de un juez de menores. Su hermana, de 2, fue entregada a una tía.
El cuerpo de su madre, María Nicasia Rodríguez, sería identificado en 2006 por el Equipo Argentino de Antropólogos Forenses (EAAF) en el cementerio de La Plata. Marcela presenció la exhumación del cuerpo. "Cuando abrieron el cajón se veía, entre la tierra, la misma ropa con la que estaba vestida aquel día. Era ella".
Héctor Oesterheld, Ana María Caruso y Roberto Carri desaparecieron.
Un cuerpo mutilado flota sobre la costa del río
El 15 de mayo de 1976 un grupo de cadáveres mutilados apareció flotando en la costa uruguaya del río de la Plata.
Uno de ellos tenía un tatuaje en forma de corazón con las letras: "F" y "A". El cuerpo estaba atado de pies y manos. Tenía el cabello oscuro. Parecía un niño. La revisión posterior verificó que había sido torturado y empalado. Tenía 14 años.
Floreal Avellaneda militaba en la Federación Juvenil Comunista. Estaba en segundo año del colegio. Su padre era delegado en talleres metalúrgicos TENSA. El 15 de abril de 1976, tres semanas después del golpe de Estado, un grupo operativo derribó con una ráfaga de ametralladora la puerta de Sargento Cabal 2385, en Munro.
Avellaneda vivía en una casa al fondo del terreno.
Eran varios hombres disfrazados antifaces y medias de lana de mujer en la cabeza.
El padre de Floreal se vistió rápido, listo para salir. "Quiero ir con vos", pidió su hijo. Pero el padre le dijo que se quedara con su madre -"Le vas a hacer falta"- y escapó por los techos.
No pudieron alcanzarlo. Esta situación enfureció al grupo operativo. Pusieron a Floreal, a su madre y al resto de la familia de la vivienda de adelante contra la pared del patio. Tres veces simularon fusilarlos, mientras otros robaban los bienes que encontraran.
Atado con las manos en la espalda y encapuchado, Floreal Avellaneda, de 14 años, entró con su mamá a un auto. "Quedate tranquila. Todo va a salir bien", le dijo.
En la comisaría escuchó los gritos de las torturas. Después lo torturaron a él. Lo ataron a a una columna de hormigón y lo separaron para siempre de su madre.
Ella fue trasladada y torturada en "El Campito", el centro clandestino del Comando de Institutos Militares, en Campo de Mayo.
Era una hectárea con galpones de veinte metros por cinco, antes utilizado como caballeriza, con piso de tierra. Las cabezas de los detenidos ilegales estaban tapadas con una capucha verde oliva; los cuerpos, atados con cadenas que los unían a la columna del galpón.
Cerca de dos mil prisioneros pasaron por esos galpones durante la dictadura militar. El Comando fue conducido en forma sucesiva por los generales Santiago Rivero, Cristino Nicolaides y Reynaldo Bignone.
A su madre, Iris Avellaneda, le dijeron que Floreal estaba en "El Campito", que habían visto cuando le curaban una pierna. Después la trasladaron a la cárcel de Olmos para legalizar su detención, luego al penal de Devoto y la liberaron en junio 1978.
Pero a su hijo, de 14 años, no.
Ingresó en la maquinaria estatal que se desprendía de los cuerpos que capturaba.
Una o dos veces a la semana, en "El Campito", dos camiones Mercedes Benz esperaban a los prisioneros frente a los galpones. Los prisioneros subían a la caja trasera del vehículo, subían de a cuarenta o cincuenta, encapuchados. Los trasladaban hasta la escalerilla de un avión Fokker F 27. Un médico les aplicaba una inyección. Les explicaban que era una vacuna para incorporarlos al sistema carcelario.
Pasarían a estar a disposición del Poder Ejecutivo.
Y los prisioneros subían y el avión despegaba. Iniciaba su "vuelo fantasma". El cuerpo de Floreal aparecería un mes después de su secuestro en la costa uruguaya del Río de la Plata. Tenía signos de empalamiento y torturas. Estaba atado de pies y manos. Sólo pudieron reconocer su identidad por el tatuaje "F" "A" y las fichas dactiloscópicas. Pero su familia nunca recuperó el cuerpo. Fue introducido en un osario de Montevideo. Tenía 14 años.
Casi sin excepciones, los menores en centros clandestinos tenían el mismo tratamiento que los mayores.
Ana Cristina Corral estudiaba el segundo año del Liceo de Señoritas Remedios de Escalada, en la provincia de Tucumán. En la noche previa a su secuestro planchó su uniforme con su mamá. Al día siguiente izaba la bandera. Era la abanderada. En la madrugada del 8 de junio de 1976 un grupo de militares entró a su casa, la sacó de su habitación y se la llevó.
Fue la desaparecida más joven de Tucumán: 16 años.
"Ana Cristina era militante de la UES (Unión de Estudiantes Secundarios). No sé qué grado de militancia podía tener –afirma su abogada, la doctora Laura Figueroa- Un grupo de uniformados y civiles la sacó de su casa, pasó por jefatura de policía y luego la llevan a otro centro clandestino, el ex Arsenal Miguel de Azcuénaga".
Estaba ubicado en las afueras de San Miguel de Tucumán, sobre la ruta nacional n° 9. El predio tenía 300 hectáreas. A los prisioneros los alojaban en el "Galpón 9". A 200 metros estaban las fosas, donde les vendaban los ojos, los ponía de rodillas al borde un pozo, y les disparaban. Los cuerpos luego se quemaban.
"No sabemos exactamente el tiempo de permanencia de Anita en el Arsenal, pero no fue mucho. Los detenidos podían estar tres meses. Eran usados para 'marcar', para señalar. Se conocen muy pocos casos de sobrevida. Anita no permaneció mucho tiempo. Según el testimonio ex gendarme Omar Torres, fue ejecutada por el general (Antonio) Bussi en el mismo mes de junio del '76. Y no hallamos su cuerpo ni en el Arsenal –donde encontramos trece esqueletos y otros restos con cenizas- ni en la finca conocida como 'El Pozo de Vargas', adonde llegaba el camión de Gendarmería por caminos vecinales para trasladar los cuerpos del Arsenal", afirma.
Si a menudo los menores que secuestraban no tenían relación con la política -y los torturaban y mataban por ser hijos de militantes-, otras veces sí tenían militancia propia, en forma autónoma a sus padres.
La dictadura buscó entre sus víctimas a los que habían participado en centros estudiantiles de escuelas secundarias, aquellos quienes entre 1973 y 1975 tenían 12 o 13 años.
En ese período, las actividades políticas eran legales: fueron prohibidas a partir del 24 de marzo de 1976.
La magnitud de la fuerza represiva desplegada desde Estado sobre menores fue inimaginable. Pero sucedió. El control ideológico, la propagación del terror, y los secuestros y torturas no distinguió edades.
Los menores tuvieron el tratamiento de "enemigos".
Uno de los primeros hechos revelados en la democracia de esta naturaleza fue conocido como "La Noche de los Lápices".
Estudiantes secundarios, la mayoría de ellos de Bellas Artes -militantes de la UES (Unión de Estudiantes Secundarios), vinculada a Montoneros- fueron secuestrados en septiembre de 1976 en un operativo conjunto del Batallón 601 y la policía bonaerense. Reclamaban el boleto estudiantil, como lo venían haciendo desde 1975. De una redada represiva con diez secuestrados, sólo cuatro sobrevivieron. El resto desapareció.
María Claudia Falcone, que acababa cumplir 16 años, fue la desaparecida más joven. Fue vista tres meses después del secuestro en el "Pozo de Banfield", un centro clandestino del "Circuito Camps".
Por entonces, no se imaginaba que los menores pudieran desaparecer. Las respuestas no oficiales de la autoridad militar era que estaban siendo "reeducados". Los familiares mantenían la esperanza que los liberarían en unos meses.
Pero las libertades de estudiantes secundarios secuestrados fueron excepcionales.
Con la misma metodología secuestraron a Magdalena Gallardo, "Malena". Fue la desaparecida más joven del Colegio Nacional de Buenos Aires. Apenas cumplió 15 años, el 8 de julio de 1976, se la llevaron de su departamento en Caballito, luego de que hicieran desaparecer a otros estudiantes de ese colegio, militantes de la Juventud Guevarista, mientras pintaban un pared con la inscripción "abajo la dictadura" en Barracas, sobre un paredón del ferrocarril Roca. Eran cuatro: Alejandro Godar Parodi, Pablo Dubcovsky, Hugo Tosso y Juan Carlos Marín. No hubo más rastros de ninguno de ellos.
Sin embargo, un detenido ilegal declaró que en una pared de la celda de la Superintendencia de Seguridad Federal, el centro clandestino de la Policía Federal, en Moreno 1417, vio la inscripción "Malena", con un corazón, y la fecha "10 de julio de 1976".
La novela Sinfonía para Ana –luego llevada al cine- recrea su desaparición. La escribió Gabriela Meik, su ex compañera de estudios.
Ocho días después del secuestro de "Malena" Gallardo, tres hombres de civil entraron a un departamento de Almagro, cuando Bettina Tarnopolsky dormía en la casa de su abuela. Tenía 15 años. Cursaba el tercer año del Normal 11° de Barracas. La llevaron al centro clandestino de la ESMA. También secuestraron a su hermano, soldado conscripto, sus padres y su cuñada.
Del mismo modo que secuestraron a Sonia Von Schmeling en septiembre de 1977, estudiante de cuarto año del Colegio Nuestra Señora de Lourdes de Castelar, de 16 años, militante de la UES, y torturada en centro clandestino de la Brigada de San Justo, de la policía bonaerense. El juicio por su secuestro comenzará el próximo 13 de agosto.
También mataban menores por venganza.
Como el caso de José Osatinsky, de 15 años, hijo del jefe guerrillero Marcos Osatinsky, al que habían matado en agosto de 1975. Para esa época, la clandestinidad de su madre –Sara Solarz de Osatinsky, de las FAR- lo había obligado de dejar los estudios.
"Josecito no podía estar con cédula, le cambiaban el nombre, tuvo que abandonar el colegio primario –dice su tía, Raquel Osatinsky, de 87 años-. Vivía teóricamente con su mamá, pero ella estaba clandestina, y entonces él también. El 2 de julio de 1976 Josecito fue a dejar un mensaje a una casa, se hizo un procedimiento, escapó por la ventana y lo agarraron y lo fusilaron. Fue enterrado en las fosas comunes del cementerio de san Vicente", indica. En 1984 los restos de José Osatinsky fueron arrastrados por las palas mecánicas de una máquina e incinerados por orden judicial.
Menores muertos en operativos, enterrados como NN
También era habitual que se matara a menores cuando los grupos operativos irrumpían en una casa. Fernando y María Eugenia Fettollini, 3 y 5 años, fueron muertos el 19 de noviembre de 1976, en una acción en la que sólo sobrevivió un bebé de 5 meses, Manuel Goncalves, al que su madre escondió en un placard.
O como sucedió con los hermanos Roberto y Bárbara Lasnuscou, de 5 y 4 años, muertos cuando su casa de San Isidro fue asaltada por tropas del Ejército y la Policía. En la acción, mataron a sus padres y también a ellos. Sus restos fueron enterrados como NN e identificados en 1984 en el cementerio de Boulogne. Matilde, de 5 meses, robada durante el operativo, continúa desaparecida.
Con el mismo tipo de procedimiento de la represión ilegal mataron a Carlos Manfil, de 9 años. Su hermana Karina Manfil, que entonces tenía 4 años, fue testigo de su muerte: esa madrugada estaban durmiendo en la misma cama. Karina relató el hecho entrevistada por el autor del artículo.
"Vivíamos en un departamento del tercer piso del departamento 'A' del complejo de Villa Corina, en Avellaneda. Era un edificio que construyó el FONAVI. Esa noche mis padres dormían con mi hermano Christian, de 6 meses, en su cuarto. Yo, que tenía cuatro, dormía en misma cama con mi hermano Carli, que tenía 9. Y en la misma habitación había dos nenes –Adolfo de 11 y Marcela de 9-, hijos del matrimonio Vega que se había quedado a dormir en casa, alojados por mi papá. En total éramos 9. Después de ver El Planeta de los Simios en la tele, nos fuimos a acostar. Y a la 1.45 de la madrugada del 27 de octubre de 1976, entró una patota de militares al departamento con la intención de masacrarnos a todos. El operativo fue grande: rodearon los edificios. Y empezamos a sentir gritos, golpes en la puerta, los gritos de nuestras madres, que no entraran a nuestra pieza que sólo había chicos. Nosotros estábamos durmiendo con la cama pegada a la pared, que tenía una ventana que daba hacia la calle. Mi hermano se despertó con los gritos. Dijo que se iba a fijar qué estaba pasando, y se paró encima mío, se asomó, apoyó sus manos en la ventana para mirar y automáticamente desde abajo, recibió un tiro con FAL: la mitad de cara y su cabeza quedó pegada a mi techo. Y la misma bala que lo mató cayó arriba mío, y pegó en mi pierna. Y enseguida entró la patota a la pieza disparando. Uno se agachó y empezó a disparar debajo de la cama, donde estaban los juguetes en bolsas. Otro le disparó al ropero donde estaba la ropa, hasta que entró otro que dijo: 'Basta, acá sólo hay pibes'. Y el que estaba disparando le dijo: 'La orden la dio Camps'. Los otros dos chicos, Adolfo y Marcela, quedaron heridos en un pulmón y las dos pierna. Yo tenía a mi hermano bañado en sangre encima mío, no me podía mover. No sé cuánto tiempo pasó hasta que vino un bombero y me levantó a upa. Vi toda la casa toda rota. Miré a la pieza de mi mamá y vi el colchón contra la pared, la cuna donde dormía mi hermano dada vuelta, el televisor explotado. Nos llevaron al hospital. En la parte de atrás iban Adolfo y Marcela pidiendo por sus padres. Su padre escapó. A su mamá –Rosario Victoria Ramírez- la mataron. A mis padres y a mi hermano Carli también. Cuando mi madrina fue pedir por Christian, de 6 meses, le dijeron que había muerto. Pero antes de irse le habían pedido a una vecina que lo bañara porque estaba lleno de sangre y después lo subieron a un Falcon. Mi madrina lo recuperó a la semana en la comisaría cuatro. Nosotros tuvimos custodia militar hasta que nos recuperó mi abuela de la comisaría 4° de Avellaneda. Los cuerpos de mi hermano Carlos y de mis padres -Carlos Laudelino Manfil y Angélica Zárate de Manfil- esa misma noche desaparecieron", relata.
Los habían enterrado en la fosa común del sector 134 del cementerio de Avellaneda. Karina descubrió el sector en 1992 y trabajó con el EAAF en secreto para las realizar las identificaciones. A su hermano Carlos lo reconocieron porque le faltaba la mitad del cráneo.
Y en el mismo espacio de tierra, junto al cuerpo de Carlos Manfil, estaba enterrada Mónica Santucho, que había sido secuestrada a los 14 años, el 3 de diciembre de 1976, en Melchor Romero, La Plata.
Su cuerpo había sido quebrado por una ráfaga de ametralladora, como se relata en el inicio del primer artículo.
La masacre de Villa Corina, a cargo del Juzgado Federal Nº 3 del juez Daniel Rafecas todavía está en etapa de instrucción. Todavía espera justicia.
*Marcelo Larraquy es periodista e historiador (UBA). Su último libro es "Primavera Sangrienta. Argentina 1970-1973. Un país a punto de explotar. Presos políticos, guerrilla y represión ilegal". Ed. Sudamericana.
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