
Hay un mito que reza que la producción literaria argentina nunca se centró en la ciencia ficción. Esa máxima sería aplicable, tal vez, si se entiende al género como cuentos y/o novelas sobre planetas extraños, viajes interestelares y no mucho más que ese cliché (hermoso, de todas formas). Hace rato que esa discusión quedó saldada y el mundo sabe que la ciencia ficción va más allá, y explora muchos otros escenarios además de los espaciales.
"La ciencia ficción argentina no existe". La declaración, algo imprudente o tal vez provocadora, pertenece a Elvio Gandolfo. La escribió en el prólogo de una antología del género en 1978, y todavía no se desdijo. Cualquier intento de ensayo sobre el género en el país incluye, en algún momento, esa cita y, más amable o enojadamente, la discute o avala.
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Angélica Gorodischer es la reina actual local del género hace ya un par de décadas, con Marcelo Cohen como representante de la generación posterior, mientras que Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares fueron los primeros clásicos. Sin embargo hay una suerte de prurito en encasillarlos ahí porque tienen prestigio y la ciencia ficción, de algún modo (absurdo), no. Fantástico, dicen muchos, para algo que no es más que parte de nuestra tradición local en un género que en el mundo representaron y casi inventaron Isaac Asimov (científico y preciso, Sci Fi dura) y Ray Bradbury (poético y fantaseoso, Sci Fi blanda).

En la Argentina, Carlos Gardini es un escritor que ocupa lo más pancho el casillero a fuerza de potencia de trabajo desde los 80. Además, muchos autores reconocidos incursionan esporádicamente en un estilo que, en resumen, es ciencia ficción: varias obras de Ana María Shua y otras tantas de Alberto Laiseca concretan con el género. A Julio Cortázar no se lo termina de asociar con la ciencia ficción, aunque tiene una gran cantidad de producción que podría leerse dese ahí. El fondo del cielo (2009), de Rodrigo Fresán; El oficinista (2010), de Guillermo Saccomanno y El año del desierto (2005), de Pedro Mairal son algunos ejemplos concretos y bastante recientes.
Tampoco hay que sacar de contexto a Gandolfo para ganar la contienda. Que no hay un conjunto de "autores buenos, malos y mediocres que conformen un género con características propias", dijo. Eso es un poco más certero que la primera frase suelta, aunque discutible (eso sucederá en el siguiente párrafo, calma). Que no hay una tradición, explicó. Y ahí, con todo el respeto del mundo, ya es más complicado encontrar punto de acuerdo.
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El cómic local (que además tiene influencia mundial) con Alberto Breccia, Horacio Altuna y Héctor Oesterheld a la cabeza (sólo por hacer un resumen de los cientos de genios del género), desde la antigua Caras y Caretas hasta la Fierro, pasando por una larga gesta de fándom, todo eso alcanza y sobra para refutar al escritor, ensayista y crítico literario. Además, hay mucho en el pasado que se fue perdiendo, y olvidando. Lo que faltó acá, tal vez, fue un buen compilador. Pero dentro de la batería de clásicos del inicio, es obligación incluir a Eduardo Holmberg, Leopoldo Lugones, Horacio Quiroga y Macedonio Fernández, por ejemplo.

Lejos del costumbrismo espacial y con bases en las raíces del género, cada tanto una novela argentina planta bandera en la ciencia ficción con una idea contundente, sólida, rotunda. De un tiempo a esta parte hay una producción novedosa que, tímidamente, podría ser la prueba tangible de que sí, existe un grupo de "autores buenos, malos y mediocres" que conforman "un género con características propias". De a poco, lentamente, pero sucede. El estilo se emparenta más con el Sci Fi británico (el de Brian Aldiss, el de Ballard). La característica local es la distopía con cierta subtrama apocalíptica y/o tecnológica en escenarios reconocibles reconvertidos, resignificados con realismo fantástico.
Juan Diego Incardona y su saga de cuentos y novelas matanceros es un ejemplo que ya lleva varios años, con el reciente Las estrellas Federales como cereza del postre. Otros dos ejemplos rotundos para probar la hipótesis (uno por muy actual y otro por muy genial): Un futuro radiante (2016), de Pablo Plotkin, que imagina un futuro cercano en dónde la Agronomía es el centro de una nueva fundación de Buenos Aires, y Los cuerpos del verano (2012), de Martín Felipe Castagnet, que propone un mundo en el que los muertos tienen la opción de que su alma quede viviendo en internet para luego ser "quemados", o no, en otro cuerpo. El cuarto argumento es Las constelaciones oscuras (2015), de Pola Oloixarac, con antiguos exploradores decimonónicos y nerds devenidos hackers.
Y hasta acá ya podría un juez golpear el martillo y gritarle "ha lugar" a la objeción al postulado de Elvio Gandolfo. Así que podemos decir, entonces y con el juicio cerrado como conclusión para un jurado lector, que la ciencia ficción argentina sí existe. Y está viva.
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