Ninguna otra película este verano está desatando más teorías especulativas que Weapons, el nuevo trabajo del director Zach Cregger que, después de su ópera prima Barbarian, ha demostrado su capacidad para generar terror y reflexión al mismo tiempo, despertando la curiosidad de los espectadores a la hora de descifrar las claves de una obra repleta de sugestivos enigmas.
La película, distribuida por Warner Bros. ya había acaparado la atención de los aficionados al género gracias a su campaña de marketing en la que hemos ido accediendo a nuevos materiales repletos de imágenes poderosas que generaban todo tipo de incógnitas en torno al contenido de la obra. Además se dijo que su guion había generado una intensa guerra de ofertas entre diferentes estudios llegando a alcanzar la cifra de 38 millones de dólares.
Lo que queda claro es que a Cregger le gusta jugar con las expectativas, que no teme experimentar con las herramientas del lenguaje y que tiene un sentido del humor de lo más particular que sirve de contrapunto al horror más atávico que propone.
Una narración fragmentada a modo de puzzle
Por una parte, Weapons sorprende por su formato narrativo, alejado de la mayor parte de las propuestas convencionales. De lo que se trata es de explorar los límites del relato y para ello se utiliza la fragmentación temporal así como la relectura de los mitos clásicos (los cuentos de toda la vida) en un contexto contemporáneo que arroja un buen puñado de reflexiones perturbadoras.
Esa, quizás, sea la razón por la que la película no se circunscribe únicamente al cine de terror, sino que ha ampliado su público a otros espectadores que buscan experiencias estimulantes que los desafíen de alguna manera.
Y eso que Weapons no ofrece respuestas definitivas, ni una denuncia social explícita pero, sin embargo, por alguna razón, todo lo que ocurre, cada detalle, se queda grabado a fuego en la mente, por lo que su visionado se prolonga más allá de la sala de cine.

En el centro de la propuesta se encuentra una estructura no lineal que, lejos de ser un simple artificio, se convierte en el motor principal de la experiencia. El filme fragmenta la historia en capítulos que, al mismo tiempo profundizan en la psicología de los personajes, y perfilan sus respectivas trayectorias en torno al misterio central.
Cada segmento concluye con un ‘cliffhanger’ que no encuentra resolución inmediata, lo que genera una sensación de desasosiego en la primera mitad del metraje.
El espectador percibe que las piezas individuales del relato como si se trataran de un puzzle que van añadiendo piezas y capas subjetivas alrededor de los personajes (alcoholismo, adicciones, engaños, obsesiones ‘conspiranoicas’ o vendettas) que van en paralelo al enigma de los niños desaparecidos.
Giros, revelaciones y referencias
La revelación de quién es responsable de que los alumnos de una misma clase huyeran a las 2:17 de la mañana irrumpirá de forma abrupta, descolocando al público y desarticulando las hipótesis que podían haber construido hasta ese momento.
Esta resolución, que podría recordar a los giros de M. Night Shyamalan, introduce un cambio de tono que desplaza el relato hacia la comedia de terror, sin renunciar a la influencia del siempre reverenciado Sam Raimi.
El hechizo que somete a los niños del pueblo conecta con títulos recientes como Longlegs (2024), donde la manipulación de menores y la presencia de figuras siniestras adquirían un cariz nihilista y cruel.

La figura de Gladys, la bruja antagonista, se inscribe en la tradición de los cuentos de hadas, pero evita cualquier relectura feminista o contextualización de sus motivaciones. Su carácter recuerda al Flautista de Hamelin, aunque las razones para llevarse a los niños permanecen difusas, más allá de un posible resentimiento por el acoso que sufre su sobrino.
El filme retoma elementos de Hansel y Gretel, con el secuestro del pequeño Alex (el pequeño Cary Christopher) para que alimente a otros niños (y a sus padres, que también se encuentran ‘zombificados’ bajo su influjo) y construye un microcosmos enfermizo en el interior de la vivienda de la hechicera.
Pesadilla suburbana
El entorno residencial estadounidense se erige como escenario privilegiado del horror contemporáneo. Weapons explora la dimensión liminal de los barrios de casas adosadas, donde la aparente tranquilidad esconde secretos y amenazas.
El filme recurre a recursos visuales propios del analog horror y los creepypasta, como los vídeos de seguridad doméstica que capturan figuras inquietantes en los porches, gracias a las que Cregger logra, en sus mejores momentos, evocar la desolación suburbana retratada por el fotógrafo Gregory Crewdson, que a su vez ha inspirado su trabajo en directores como David Lynch o Alfred Hitchcock, sin duda, dos referentes fundamentales en esta obra.
El cine de terror moderno ha insistido en presentar los suburbios como lugares siniestros, repletos de leyendas urbanas y secretos compartidos. Pesadilla en Elm Street (1984), con su ubicuidad geográfica y su hombre del saco, establece un paralelismo con Gladys, cuya motivación parece ligada a la venganza por agravios pasados.
El personaje de Josh Brolin podría encarnar a uno de los vecinos que ajusticiaron a Freddy Krueger, reforzando la idea de una comunidad capaz de sacrificar su aparente armonía para erradicar el mal.

La crítica al modelo social estadounidense se filtra en la representación de una América puritana, dispuesta a tomar la justicia por su mano y a crear chivos expiatorios. La pintura roja que condena a la profesora (Julia Garner) proviene del maletero de Archer (Brolin), símbolo de una sociedad que oscila entre la complacencia consumista y la violencia colectiva.
Traumas colectivos
Cregger sugiere la existencia de dinámicas sociales que propician la exclusión y la venganza, aunque la tan cacareada supuesta denuncia a los numerosos tiroteos estudiantiles que salpican el territorio norteamericano, no quede del todo clara.
El filme canaliza el desencanto de la clase media con el modelo de los años 50, ‘reformulado’ tras las crisis económicas y la pandemia de Covid-19, y se alinea con la crítica al fracaso del sueño suburbano que Jordan Peele desarrollaba en Nosotros (2019).
El filme también dialoga con la tradición de relatos sobre desapariciones colectivas y sacrificios rituales, presentes en IT (2017-2019) y, si queremos retrotraernos al pasado más remoto, extraídos de la iconografía bíblica de Los diez mandamientos (1956), con las diez plagas de Egipto descritas en el Antiguo Testamento, donde el castigo divino recaía sobre los primogénitos.

También se incluye la idea de una conspiración latente, alimentada por el miedo a lo desconocido y la desconfianza hacia el vecino, así como la proliferación de teorías satánicas y abusos encubiertos en la vida cotidiana, algo que también se encontraba presente en la reciente Devuélvemela.
El clímax de la película nos conduce a una experiencia tan gore como catártica en la que la violencia, que siempre había estado presente, se desata de la forma más explicita y extrema, con descuartizamiento incluido.
Weapons ha dado lugar a infinidad de teorías: ¿por qué los niños desaparecen a las 2:17?, ¿a qué hace referencia el título de la película, a que los niños son armas o a que las armas representan la violencia?, ¿qué significado tienen las secuencias oníricas?
En cualquier caso, la película de Zach Cregger parece dispuesta a pasar directamente como clásico de culto inmediato dentro de la cultura popular ya sea por una cosa o por otra: por la manera de contar un suceso traumático, por la rabia colectiva que desata y que conecta con lo peor de la naturaleza humana y con la macabra desesibilización de la sociedad moderna.
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