Construir un puente del enojo hacia el buen humor: así escribí “El libro de las quejas”

La autora cuenta el momento exacto en que decidió crear una historia para fortalecer y mejorar momentos de la vida cotidiana: “aprender a leer lo que la queja esconde”, afirma

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(Soy Prensa)
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A veces siento que las quejas están en el aire. Como si flotaran alrededor nuestro, listas para aparecer en cualquier momento sin que nos demos cuenta: en los chicos, en los adultos, en mí también. Se nos escapan como suspiros. Y con el tiempo entendí algo que al principio me sorprendió: las quejas son, en el fondo, una especie de adicción. Un hábito que repetimos casi sin querer, como un reflejo automático que se activa cuando algo no nos está funcionando o cuando no podemos poner en palabras lo que realmente nos pasa.

Nos quejamos porque detrás de eso hay un pedido escondido. Porque no encontramos otra forma de decir “necesito ayuda” o “necesito que me mires”. Nos quejamos porque estamos cansados, porque estamos tristes, porque nos sentimos solos. Y quienes escuchamos esas quejas, sean de nuestros hijos, de nuestras parejas, de nuestros amigos o de nosotros mismos, muchas veces no sabemos qué hacer con ellas. Nos saturan, nos cansan, nos abruman. Y, lo que creo que no siempre vemos con claridad, es que las quejas que salen de nosotros también nos terminan pesando. Se convierten en una mochila invisible que cargamos sin querer y que, con el correr del tiempo, se siente cada vez más llena.

Antes de continuar, quiero aclarar algo que para mí es importante: cuando hablo de “quejas”, no me refiero a esas experiencias que nos atraviesan para toda la vida ni a heridas profundas. Hablo de las quejas cotidianas, esas pequeñas frases que aparecen sin darnos cuenta, casi como parte del aire de la casa. Las quejas simples, las del día a día: el “no quiero”, el “qué fiaca”, el “¿por qué yo?”. Esas que parecen insignificantes pero que, repetidas muchas veces, van creando un clima, un humor, una forma de vincularnos. Es desde ese lugar, tan humano y tan simple, que nace este libro.

(Soy Prensa)
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En mi caso, hubo un día en el que me di cuenta de que las quejas de mi hija mayor me estaban agotando. Todo parecía motivo de enojo, frustración o malestar. Yo trataba de entender si era su edad, su temperamento, alguna etapa de crecimiento o simplemente algo que se le estaba volviendo costumbre. Y al mismo tiempo, en nuestra casa, junto a mi compañero intentábamos inculcar la gratitud como un valor fundamental de la vida: detenernos, mirar, agradecer, lo chiquito y lo grande.

Un día la dejé en el colegio, volví al auto y antes de prender el motor me quedé sentada en silencio. No quise apurarme. No quise escaparme del malestar. Simplemente me quedé ahí, respirando. Sabía que algo no estaba funcionando. Sentí, con una claridad muy íntima, que yo necesitaba encontrar otra forma de acercarme a ella. Una forma más amorosa, más lúdica, más cercana a lo que para mí es el corazón de la crianza: el vínculo, ese puente que nos une incluso en los momentos difíciles.

Ya había escrito la saga de Cuentos en Pijamas, donde convivimos con flamencos voladores, barcos con alas y personajes que nacen de la imaginación más pura. Pero mis cuentos estaban pensados para chicos más chiquitos, y ella ya tenía nueve años. Necesitaba otra forma de contarle esta historia, una forma que la hiciera reír, que la sorprendiera, que la invitara a mirar sus propias quejas con otros ojos.

Porque claro, estaban todas las frases clásicas de su edad: “Uf, no quiero”,“¿Cuánto falta?”,“Otra vez yo”,“Qué fiaca”,“¿Por quéee?”. Y ahí me hice una pregunta que creo que nos hacemos todos los que acompañamos niños: ¿Cuál es la mejor forma de responder a las quejas? ¿Ignorarlas? ¿Criticarlas? ¿Darles lugar? ¿Convertirlas en un sermón? Nada me cerraba del todo. Ninguna opción me parecía realmente constructiva.

Entonces se me ocurrió escribir El libro de las quejas.

Un cuaderno en blanco donde empecé a escribir, una por una, esas pequeñas escenas que nos estaban alejando. No con enojo, no con ironía, sino con humor y ternura. Con la intención de construir un puente. Y cuando una tarde le leí esas quejas escritas, algo cambió. Donde antes había enojo, apareció la risa. Donde antes había cansancio, apareció la complicidad. Fue como ofrecerle un espejo amoroso para que pudiera verse desde afuera. Y también para que yo pudiera verla desde otro lugar. Descubrí que cuando las quejas se ponen “afuera”, en palabras, en papel, pierden dramatismo. Se vuelven más livianas, más entendibles. Escribirlas era como decirle: “Te veo, te escucho, te entiendo, pero también te pongo en tu lugar.”

Ahí entendí algo importante: la queja no es el problema; el problema es quedarse atrapados en ella. La queja puede ser el inicio de una aventura si la escuchamos sin miedo, si la desarmamos con humor, si la usamos para acercarnos en vez de alejarnos. Puede convertirse en un puente, no en una pared.

Porque no se trata de que nadie se queje nunca más, eso sería imposible, sino de aprender a leer lo que la queja esconde. De ver la necesidad detrás de la frase. De escuchar la emoción y no solo el ruido. Cada queja contiene un pedido: “mírame”, “acompáñame”, “entendeme”. Y a veces es tan simple y tan profundo como eso.

Este libro nació de esa experiencia íntima, maternal, cotidiana (como todos mis libros). Pero no es solo para chicos. Es un libro para las familias, para los adultos, para quienes a veces nos sentimos desbordados y buscamos herramientas más amorosas para estar presentes. También es un libro para mí: un recordatorio de que acompañar no es resolver todo, sino mostrar un camino, ofrecer un marco, estar disponible sin invadir.

Aclaración: el libro no cuenta mi historia. Lo que viví con mi hija fue el punto de partida, la chispa. Pero la historia que escribí es la de Julia, una nena que se quejaba de todo, todo el tiempo. Hasta que un día su mamá le regala un cuaderno muy especial para anotar sus quejas. Julia lo empieza a completar con entusiasmo, y pronto sus amigas del colegio se suman. El cuaderno empieza a circular por los pasillos, a pasar de mano en mano, y de repente todos quieren escribir ahí sus propias quejas, sin miedo ni juicio. Así nace el “club de la queja”, un espacio donde cada uno pone afuera lo que siente. Y, como en toda historia, llega un giro: ese club, que empezó lleno de quejas, termina siendo un camino hacia las soluciones, el humor y la colaboración.

También quiero compartir que este libro sigue conectado los anteriores, porque como todo lo que construyo, también surgió del universo de Cuentos en Pijamas, ese espacio que busca conectar a grandes y chicos en un mundo donde lo digital avanza rápido pero lo analógico, lo táctil, lo compartido, sigue teniendo un valor irremplazable. Me gusta pensar que este libro es una invitación a volver a eso: a sentarse cerca, a leer un rato, a conversar, a reírse juntos de esas pequeñas grandes cosas de la vida.

(Foto: Gustavo Gavotti)
(Foto: Gustavo Gavotti)

Cuando empecé a escribirlo, apareció un regalo inesperado: la contratapa de Mariano Sigman. Su mirada científica, tan clara y tan humana, terminó de unir todo. Él explicó, desde la neurociencia, lo que yo había vivido desde el instinto. Contó por qué las quejas aparecen tan fácilmente, cómo funcionan en el cerebro y cómo podemos transformar ese gesto automático en una oportunidad de regulación, empatía y vínculo. Su texto es un abrazo entre la ciencia y la vida real. Mariano dice que “la identidad se construye a partir de lo que elegimos mirar”.

Y cuando una niña recuerda su día enfocándose en lo que dolió, su memoria se ordena alrededor de la herida. Pero si recuerda lo que disfrutó, entonces su identidad se organiza alrededor de la risa. Lo que elegimos narrar moldea quiénes somos.

Y hay algo más que entendí recién cuando terminé el libro. Cuando pude tomar distancia, escuchar las devoluciones, observar reacciones, mirar qué pasaba en mi hija, entendí lo importante que es construirles recuerdos a los chicos desde que son chicos. Recuerdos de cómo nos acercamos a ellos, de qué les dijimos, de cómo los acompañamos.

Yo sigo recordando a mi mamá leyéndome. Recuerdo verla leer. Recuerdo la importancia que le daba a la lectura. Y una frase que me repetía siempre: “El que lee, nunca está solo.” Creo profundamente en eso. Y ojalá este libro también transmita eso: que quien lo lea, niño o adulto, no está solo. Que todos vivimos lo mismo, que todos atravesamos estas pequeñas batallas cotidianas, y que en la lectura siempre hay un puente hacia el otro.

Me encantaría que El libro de las quejas encuentre su lugar en las mesas de luz o en esas repisa donde guardamos lo que nos acompaña. Que se lea en voz alta, que se subraye, que despierte humor, ternura y complicidad. Que nos ayude a transformar esos momentos agotadores en un puente hacia quienes más queremos. Que nos recuerde, siempre, que detrás de cada queja hay una historia esperando ser escuchada.

Ojalá este libro invite a eso: a escucharnos mejor, a reírnos más, a acompañar sin miedo, a poner cada cosa “en su lugar”. Incluso a nosotros mismos. A hacer de las quejas, esas visitantes insistentes, el comienzo inesperado de una gran aventura.