
¿Cómo escribir una novela en torno al rock sin drogas, sexo ni rock and roll? Blixa Bargeled, un ex Bad Seeds, antes de dar el portazo al grupo de Nick Cave en el que tocó por décadas, le dijo al líder: “No me metí en el rock and roll para tocar rock and roll”. No es que me lo propuse, pero no fue mi propósito indagar en esa tríada, sino más bien juntar los restos que había por el piso de un hombre que está por arribar a los sesenta años y nota que la vida se le escapó. Es un tris. Tanto el pensarlo como el sentirse acabado. O preguntarse: “Ah, ¿era esto?”.
Pero a Gervasio Meschengieser, así se llama el protagonista, ese cachetazo más que desdibujarlo lo pone en guardia. Antiguo agente de prensa de rock –trabajó hasta los cincuenta años en una agencia internacional, donde se codeó con grandes estrellas–, sin hijos que alimentar, sin libros firmados a su nombre, sin árboles que ver crecer, devenido en profesor de filosofía de la música en una universidad privada, lo encontramos atravesando un campo minado y con las defensas bajas.
Qué hago con la noche arranca con una trifulca de pareja, casi un acabose, un vendaval de violencia verbal, una sinfonía apagada de inercia y sentimientos esquivos. Él, nació el mismo día en que se publicó el sencillo "La Balsa" de Los Gatos, el 3 de julio de 1967. Sabrina Rollheizer, su novia –segunda vez que conviven– tiene quince años menos, es una abogada corporativa, y creció en un pueblo del sur de la provincia de Buenos Aires, con un hermano gemelo que padece una enfermedad poco frecuente. Si algo los une es que se consideran bichos raros.

¿Cuál sería el sitio de los que no encajan, el de esos que contemplan las esquirlas de su memoria como un rompecabezas al que le restan piezas? Qué hago con la noche no es solo el relato de la pelea entre ambos, sino también la batalla de Gervasio –“un tipo peculiar, mezcla de Ignatius J. Reilly y Joey Ramone”, según Damián Huergo, quien escribió la contratapa de la novela– con sus fantasmas, con sus rencores, con las pocas certezas que tiene, con su indolencia. No por nada, en vez de capítulos, la novela está estructurada en rounds.
“¿Has visto tú algo más poderoso que mi gran esperanza? ¿Conoces tú algo más grande que mi silencio”, escribió Atahualpa Yupanqui. Entre esos dos andariveles se mueve Gervasio: entre la confianza en el mañana –pese a todo– e invocar al silencio como llamarada que todo lo apacigua y revierte. La esperanza que portan, por ejemplo, los gatos que no dudan en que al despertar habrá comida en su plato. El silencio, por otro lado, como salvoconducto para quienes aman la música. En cierto sentido, él ha llegado a una edad donde nuestros logros no tienen la menor importancia pero a su vez es el más importante.
Gervasio Meschengieser ha extraído el sentido de su vida de la música y la literatura, así como otros lo obtienen de la fe y la religión; aunque esto no lo salvaba. Traigo un tramo de la novela al respecto: “Sabrina tiene razón. Él es un burgués reprimido. Es un tipo que cree que porque abrazó la causa del rock, las estupideces del rock, se cree a salvo. Salvado e intocable. Pero el rock, como toda religión, tiene las manos llenas de sangre. De muertes y muertos. De mentiras e infamias. De conspiraciones y emboscadas. De retrocesos y más retrocesos. De acomodos y acomodados”.
Si bien Qué hago con la noche puede ser leída desde la perspectiva de la cultura rock y su extinción, se acerca más a una reflexión alrededor de la soledad, el arraigo y el olvido. Según Rodrigo Manigot, cantante de Ella es tan Cargosa y con una serie de libros de autoficción en su haber, Qué hago con la noche “indaga en los dreams no over, los dreams que se fueron deformando en la atmósfera. Me da la sensación de que un dron siguiera la trayectoria de uno de esos globos navideños, pero no cuando pasan de noche frente a nuestros ojos y nos deslumbran, sino después, cuando se pierden, cuando ya no le importan a nadie, cuando empiezan a desarmarse y a caer”.

En ese punto, recuerdo una descripción de un personaje del narrador chileno Alberto Fuguet –quien se encargó de la presentación de Qué hago con la noche una noche de julio pasado en la librería porteña Fetiche– en un relato como "Nosotros“, incluido en la antología Juntos y solos (Ediciones UDP, 2010): “La gente tiende a querer vidas parecidas a las del resto. Yo ya he vivido, y quizás he vivido más que el resto. La idea es estar sin estar del todo, de desaparecer sin tener que tomar decisiones drásticas, de irme del país sin salir de la ciudad.”
Ese “estar sin estar del todo” sobrevuela a lo largo de las doscientas cuarenta páginas del texto. Como si Gervasio, al convivir con la decisión de desaparecer de la escena –un gesto que le genera tanto paz como angustia; él queda afuera de una gran industria donde al fin de cuentas es un engranaje más y no una figura imprescindible–, no estuviese haciendo otra cosa que dando comienzo al final de su historia. Por eso el peso como el desequilibrio que implica dejar un legado y cierta reconciliación con esa perspectiva.
Diego Luque, un experto en marketing y nuevas tecnologías, posee una hipótesis que comparto: “Tal vez la moda del futuro no sea brillar más, sino decidir cuándo desaparecer. Porque parecería que en una cultura obsesionada con captar todo, lo verdaderamente disruptivo es escapar”. El gran tema, la punta del iceberg en esta Qué hago con la noche, es cómo convivir con ese correrse del centro de la escena y reconciliarse con el hecho de ser un hombre más, una persona simple y común. Alguien sencillo y transparente, “como el pueblo, como las buenas gentes”, como escribió Osvaldo Lamborghini.
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