
Aunque hoy suene extraño (porque el mundo de la ópera se ha encargado de canonizar a todos sus integrantes), Giacomo Puccini fue acusado de frívolo por sus contemporáneos. Se escribía sobre su teatralidad liviana y su música de rápida combustión, una fórmula efectiva a la hora de agotar las taquillas (también de despertar envidias). Las óperas de Puccini fueron, para su tiempo, los grandes tanques de nuestro actual Hollywood. Entretenimiento muy bien confeccionado, lo que no es sinónimo necesario de banalidad.
Pero tal vez esa acusación sea la razón por la que la directora de escena Livia Sabag se apura a enmendar la plana pucciniana y promulgar con solemnidad académica su propia huella interpretativa: “Se trata de hacer (…) que los aspectos socioculturales que provocan el sufrimiento creciente de la protagonista y el desenlace trágico de la historia sean todo lo visibles que sea posible”, nos advierte desde las notas del programa de mano. Preparémonos porque esta Madama Butterfly hablará de machismo, de pobreza, abuso y de racismo, los tópicos que un artista bienintencionado no deberá eludir, apenas encuentre la oportunidad de evangelizarnos.

Los resultados se ven rápidamente y perduran a lo largo de la obra: poco color, luces más bien planas (que contrastan con el relieve irregular y escarpado por el que deben moverse los personajes) y la aridez eterna de un paisaje que solo se prepara para la tragedia, sin conciliar con un libreto que tiene chispazos de humor y que pide explícitamente flores y alegría primaveral.
Afortunadamente, por debajo del alud filmado con el que Sabag describe el hundimiento de la protagonista, el mundo matizado de Puccini sobrevive gracias a un elenco de cantantes solvente y a una orquesta bien ajustada.

El dúo protagónico se acomoda con total flexibilidad al contrapunto que pide la obra: la soprano Anna Sohn compone una recatada Cio-Cio San —tímida en sus gestos pero certera en su voz— y Riccardo Massi, un Pinkerton de registro vocal parejo extravertido tanto en su arrebato amoroso como en su arrepentimiento final.
Otro tanto puede decirse de la mezzo Nozomi Kato, la Suzuki de esta función, y el barítono Alfonso Mujica, un Sharpless con graves para atesorar.

Sergio Spina (Goro), Sebastián Sorarrain (Yamadori), Christian Peregrino (Bonzo) y el resto de los personajes estuvo a la altura de las exigencias. Del mismo modo, el coro, aunque completamente desaprovechado en su dimensión coreográfica y visual, sonó certero y bien ensamblado.
Parece difícil encontrar el punto de balance entre las líneas vocales y las instrumentales de las partituras de Puccini. Y hay que decir que en algunos pasajes de esta función de Gran Abono —al menos desde las últimas plateas—, las voces se escucharon un poco por debajo de la Orquesta Estable, que fue guiada con precisión por Jan Latham-Koenig.
[Fotos: Prensa Teatro Colón / Arnaldo Colombaroli]
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