Sufrimiento, resistencia y redención de Frederick Douglass: la esclavitud desde adentro

La editorial chilena La Pollera reeditó las memorias de este hombre cautivo y explotado en las plantaciones de Maryland, Estados Unidos. El libro, originalmente publicado en 1845, sigue causando el mismo impacto por la crudeza del relato y su valor simbólico

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Frederick Douglass en 1879 (Foto: Wikipedia)
Frederick Douglass en 1879 (Foto: Wikipedia)

“En tanto tenga memoria, siempre recordaré ese episodio”, escribió Frederick Douglass en sus memorias. Era apenas un niño, un niño esclavo. Su amo, Aaron Anthony, no era lo que entonces se consideraba rico pero tenía tres propiedades agrícolas y unos treinta esclavos. Quien administraba las plantaciones era el señor Plummer, el capataz, “un borracho miserable, un maldiciente profano y una bestia monstruosa”. Se paseaba con un látigo de cuero trenzado y con un garrote pesado. Golpeaba “de un modo tan atroz que incluso el amo se enfurecía de su crueldad y amenazaba con azotar al capataz si no controlaba su excesos (para perturbarlo se requería un grado extraordinario de barbarie por parte del capataz). El señor, sin embargo, no era un amo humanitario, sino un hombre cruel y curtido por una larga vida de negrero, que en ocasiones parecía gozar de lo lindo al azotar a un esclavo”. El pequeño Frederick Douglass solía despertarse al amanecer por los gritos de sufrimiento, por los “aullidos”, de su tía Hester. Un día fue testigo: ”la entrada al infierno de la esclavitud”.

Desde pequeño, Douglass vivió en las afueras de la plantación, junto a su abuela, la mujer que criaba a los bebés de las mujeres esclavas. Apenas creció, lo enviaron a las plantaciones. Ese día él estaba en la cocina y al ver a su amo, el señor Anthony, trayendo a la rastra a la tía Hester, a quien había encontrado con otro esclavo de otro amo, el niño se escondió. El hombre ató las manos de la mujer a un gancho colgado de una viga “destinado expresamente a este propósito”, la hizo subir a una banca, se arremangó y, mientras la maldecía con misoginia, “empezó a darle con el pesado rebenque de cuero trenzado, y la cálida y roja sangre comenzó a gotear en el suelo”. “Quedé tan perturbado y horrorizado ante lo que veían mis ojos, que me oculté dentro de un armario, no osé a salir de él hasta mucho después de acabada la sangrienta transacción, pues pensaba que luego sería mi turno. Todo eso era novedoso para mí. Nunca había presenciado algo similar”. Lo cuenta el propio Frederick Douglass en sus memorias, publicadas en 1845, una piedra fundamental en la lucha contra la esclavitud y en el mapeo general de la crueldad humana.

"Frederick Douglass, un esclavo americano" (Ediciones La Pollera)
"Frederick Douglass, un esclavo americano" (Ediciones La Pollera)

La editorial chilena La Pollera acaba de reeditar este libro cuyo título es Narración de la vida de Frederick Douglass, un esclavo americano (Escrita por él mismo). Es una autobiografía, un libro de memorias, sí, pero hay algo más: Douglass utiliza su experiencia para develar el mundo. Es la vida de un esclavo que sobrevivió a eso que el traductor de esta nueva edición, Nicolás Medina Cabrera, define sin eufemismos: “la anulación total, en síntesis, de una persona”. El libro causó un gran impacto en su época, cuando todavía existía la esclavitud, cuando cientos de hombres y mujeres blancos seguían explotando a miles de hombres y mujeres negros. Muchos creyeron que era una falsificación. Prácticamente no existían esclavos que supieran leer, mucho menos escribir. A tres años de su publicación ya había sido reimpreso nueve veces y había, sólo en Estados Unidos, once mil ejemplares circulando. Se comenzó a traducir a distintos idiomas. Douglass había escapado de su amo, por eso decidió, cuando se publicó su libro, irse del país. Con la ayuda de sus amigos, se embarcó hacia Irlanda donde permaneció un tiempo refugiado.

Cuando escapó —jugado, siempre jugado— se convirtió en militante, en activista, en reformador. Escribió cuatro libros donde, no sólo detalló su experiencia, la humillación y el dolor al que fue sometido, también pensó la opresión, le puso palabras, le dio entidad, contexto, y a partir de ese despliegue puntualizó los argumentos para derrocar una institución entonces generalizada. En la edición original, el abolicionista William Lloyd Garrison escribió el prefacio donde cuenta que conoció a Douglass en una convención antiesclavista en Nantucket, agosto de 1841. “Jamás olvidaré su primer discurso. La conmoción extraordinaria que encendió en mi mente; la impresión poderosa que creó en un auditorio abarrotado y completamente tomado por sorpresa; los aplausos que fueron siguiendo a sus comentarios asertivos, desde el comienzo hasta el final”. En ese entonces —pero también ahora—, cuando todavía Estados Unidos no disputaba su Guerra de Sucesión, cuando las libertad era un sueño que flameaba sólo al norte de la línea Mason-Dixon, las palabras de Douglass sonaban irrefrenables.

Un esclavo lee la Biblia en "El señor es mi pastor" (1863) de Eastman Johnson
Un esclavo lee la Biblia en "El señor es mi pastor" (1863) de Eastman Johnson

El libro empieza con una breve introducción a cargo del traductor, el prefacio de William Lloyd Garrison y luego, sí, el primer capítulo: “Nací en Tuckahoe, cerca de Hillsborough, a unas doce millas de Easton, Talbot Country (Maryland). No poseo conocimiento certero de mi edad; nunca vi un registro auténtico que contuviera esa información. La inmensa mayoría de los esclavos sabe tan poco de sus edades como los caballos saben de las suyas y el grueso de los amos que conozco desea mantenerles así de ignorantes. No recuerdo haber conocido nunca a un esclavo que pudiera aseverar la fecha de su nacimiento (...) Me estaba prohibido preguntar cualquier cosa acerca de mi edad a mi amo. Él consideraba que esas averiguaciones eran impropias o impertinentes si provenían de un esclavo; además, eran la evidencia de un espíritu inquieto. La estimación más fiel que puedo dar me sitúa, ahora, entre los veintisiete y los veintiocho años. Llego a ese cálculo porque, en algún momento de 1835, escuché a mi señor decir que yo tenía diecisiete años en aquel entonces”.

Su madre se llamaba Harriet Bailey, era hija de esclavos. “Separar a la madre su bebé, a una edad muy temprana, es una costumbre común en la zona de Maryland de donde hui. Con frecuencia el bebé es arrebatado a la madre antes de cumplir los doce meses; luego se envía al infante a una granja bastante remota y se pone bajo el cuidado de una mujer mayor, ya demasiado vieja para labores de campo”. La vio cinco veces en su vida y ni siquiera sabía que esa mujer que se aparecía sola, en encuentros breves, fugaces, nocturnos, que se acostaba a su lado, que lo hacía dormir y que luego se iba sin dejar rastro, perdiéndose en la noche, era ella. “Era doméstica de un tal señor Stewart que vivía a doce millas de mi hogar. Hizo cada una de las travesías a pie, caminando durante la noche, después de su faena diaria de trabajo. Era peona de campo; como todo peón, al alba ya debía estar trabajando la tierra, so pena de azotes”. Murió cuando él tenía siete años. Su padre, especula, era un hombre blanco, porque eso oyó en alguna rara ocasión; su padre, especula, era Aaron Anthony, su amo.

Frederick Douglass con su hermana y su esposa en 1884 (Foto: Wikipedia)
Frederick Douglass con su hermana y su esposa en 1884 (Foto: Wikipedia)

Seis años después de la biografía de Douglass apareció La cabaña del tío Tom, una novela que se publicó por entregas en el diario The National Era desde el 5 de junio de 1851. Eran pocos los capítulos semanales que se habían planificado, pero debido a su popularidad se extendió a cuarenta. Su autora es una mujer blanca y abolicionista: Harriet Beecher Stowe. Al año siguiente se publicó como libro y vendió 300 mil ejemplares en el país. Hacia fines del siglo XIX era el segundo libro más vendido de la historia de Estados Unidos después de la Biblia. El protagonista, el tío Tom, es un esclavo que trabaja hace años en la propiedad de los Shelby, junto a su familia, y de pronto es vendido a un esclavista mucho más violento. Las historias que narra, enmascaradas en la ficción, se colaron fuerte en las conciencias estadounidenses. Hay una escena donde una esclava, que es descubierta probándose un vestido de su ama, es trasladada con una carta “dirigida el jefe de una casa de castigo para que le infligiera a la portadora quince latigazos”. “Preferiría que me matase directamente”, dice la joven esclava.

Hay un personaje, George, también esclavo, que intentó defender a un caballo del hijo de su amo, que lo estaba asustando, entonces el niño corrió hasta su padre. “Vino furioso y dijo que ya me enseñaría quién era mi amo; y me ató a un árbol y cortó varillas para el señorito, y le dijo que podía azotarme hasta cansarse, y así lo hizo”. El libro de Harriet Beecher Stowe es el más popular, el más masivo y, hablando en esos términos, muy importante. Las lecturas críticas son divergentes: hay autores que la acusan de ser más un panfleto que una novela, mientras que otros celebran la osadía de desafiar al cristianismo para que se posicione contra la esclavitud. Cien años después, George Orwell escribió que “es un libro involuntariamente ridículo, lleno de incidentes melodramáticos absurdos, profundamente conmovedor y esencialmente verdadero” y que “apoyaría a que La cabaña del tío Tom sobreviviera a las obras completas de Virginia Woolf o George Moore, aunque no conozco ninguna prueba estrictamente literaria que muestre dónde se encuentra la superioridad”.

“La cabaña del tío Tom” (1852) de Harriet Beecher Stowe
“La cabaña del tío Tom” (1852) de Harriet Beecher Stowe

Hacia 1926, Douglass es trasladado a Baltimore. “Rondaba los siete u ocho años cuando abandoné la plantación del coronel Lloyd. Me fui contentísimo. Nunca olvidaré el éxtasis con que recibí la noticia”. Sería el esclavo de Hugh Auld. Al llegar, el panorama era distinto: lo esperan en la puerta sus nuevos amos, le dicen que deben cuidar a su hijo, que esa será su tarea. En el rostro de su ama, Sophia Auld, se dibujan, escribe, “los sentimientos más generosos”. Esa intuición se confirmó cuando, pocos años después, una tarde cualquiera pero única para el autor, ella le enseñó el abecedario. Pero “ese semblante angelical dio lugar a la cara de un demonio” porque cuando su esposo se enteró le dijo que, “si le enseñas a leer a este negro, no habrá forma de mantenerlo encerrado aquí. Ya nunca más será apto como esclavo”. “Estas palabras se hundieron a pique en mi corazón, revolvieron sentimientos interiores que hibernaban y alumbraron un hilo de pensamientos totalmente nuevos”, escribe Douglass, y continúa: “Desde ese instante comprendí cuál era la senda desde la esclavitud a la libertad”.

Sophia ya no pudo darle las clases que él anhelaba, pero se las ingenió: le pagaba con porciones de su comida a chicos blancos para que le enseñen lo que aún no comprendía del lenguaje. Así, poco a poco, como en puntas de pie, se fue metiendo en los diarios de la época, en libros políticos, incluso los que argumentan a favor de la esclavitud. Llegó al punto de su vida en que la conciencia de la opresión que sufría estaba tan desarrollada que la ebullición era irreversible. Los episodios que continuaron son un encadenamiento de rebeldía y castigos. La fe cristiana aparece como un manto, le da fuerzas, claridad en su objetivo de sobrevivir y escapar. Fue Anna Murray, hija de esclavos que para entonces ya era libre, quien propició documentaciones falsificadas para que Douglass puede hacerse pasar por marinero. El 3 de septiembre de 1838, con una chaqueta de dril blanco, pantalones y chaleco, se subió a un tren con destino a Havre de Grace, Maryland, cruzó el río en una pequeña balsa, tomó otro tren y, tras largas, larguísimas, inciertas y redentoras veinticuatro horas, llegó a Nueva York.

Frederick Douglass en 1840, a sus veinte años (Foto: Wikipedia)
Frederick Douglass en 1840, a sus veinte años (Foto: Wikipedia)

Es la historia de una liberación, como se lee en la contratapa del libro, también un recorrido que se enfoca en las posibilidades de la crueldad, siempre vigentes, bajo otras formas, claro, pero nunca erradicadas del todo. La opresión atraviesa comunidades, atraviesa identidades, muta, se ensancha, se vuelve sutil, sofisticada, se mete incluso en las víctimas con el objetivo de continuar reproduciendo la lógica del amo y el esclavo. Angela Davis, activista marxista, antirracista y feminista, escribió que “el círculo vicioso sigue girando, pero para el esclavo hay una salida: la resistencia. Frederick Douglass parece haber experimentado por primera vez la posibilidad de que un esclavo se vuelva libre observando a un esclavo resistirse a una flagelación”. Es cierto, la resistencia se contagia porque, ante todo, la redención es colectiva. “En mis primeros recuerdos puedo datar el placer de una convicción profunda, que me decía que la esclavitud no podría retenerme para siempre en su malvado abrazo”, escribe Douglass en sus memorias. En esa convicción profunda, en ese placer, está lo irrefrenable. Murió en 1895, a los casi ochenta años, siendo libre.

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