Sobre el padre, el hijo y el amor por un club: así escribí “River para Félix”

La novela de no ficción, editada por Planeta, narra el modo en que la pasión por un club es capaz de darle una dimensión distinta a la relación de un padre con su hijo, además de ser una hermosa excusa para repasar la historia del club de una manera emotiva

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"River para Félix" (Planeta), de Andrés Burgo
"River para Félix" (Planeta), de Andrés Burgo

Cuando en marzo de 2016 nació Félix, mi único hijo, sentí que debía explicarle qué era River, el equipo que en mi caso, como dice el eslogan del Barcelona, siempre fue más que un club, incluso en la relación con mi papá, Darío, por quien me hice gallina entre finales de los 70 y comienzos de los 80.

Cuando yo era chico, la magia del Beto Alonso y de Enzo Francescoli fueron el pegamento extra de una relación, la mía con mi viejo, que no siempre se había entrelazado con el adhesivo natural de la paternidad. Aunque podría haber esperado que Félix creciera para contárselo oralmente, un sentido de urgencia me llevó a escribir sin mirar atrás, lanzado al vacío, como la corrida del Pity Martínez en Madrid. El asunto es que sólo tenía claro el título, River para Félix -parafraseando sin mucha imaginación a Ética para Amador, del filósofo español Fernando Savater-, y me faltaba el resto, o sea el libro entero, los 90 minutos de mi partido.

En el verano de 2017 leí -o volví a leer en la mayoría de los casos- varios libros futboleros, entre otros Fiebre en las gradas, del inglés Nick Hornby; Dios es redondo, del mexicano Juan Villoro; Crónicas canallas, del centralista Santiago Llach; Héroes, machos y patriotas, del sociólogo especializado en deportes Pablo Alabarces; y Boquita, del bostero Martín Caparrós. Evité bibliografía gallina porque no me interesaba convertir a River para Félix en una apología roja y blanca sino en una novela de no ficción sobre la paternidad y el fútbol, por lo que también le pedí a un hincha de San Lorenzo, el poeta Fabián Casas, que asumiera como el director técnico del proyecto.

Pronto comenzarían, además, varias lecturas sobre relaciones entre padres e hijos, por ejemplo Ordesa, de Manuel Vilas, o Mi lucha, de Karl Ove Knausgard, y entre esos párrafos entendí que, cuando era chico y debí elegir un equipo, yo no quise ser hincha de River sino del club de mi viejo para que él, a su vez, se convirtiera en hincha mío.

Algunos años atrás, en diciembre de 2011, había publicado Ser de River en las buenas y en las malas, una crónica sobre el descenso, o mejor dicho sobre cómo los hinchas metabolizamos el desastre del equipo como uno personal, esa libre frontera en la que lo que les ocurre a nuestros jugadores también nos ocurre a nosotros. Mi viejo ya estaba enfermo y moriría algunos meses después, en agosto de 2012, o sea que River para Félix también sería una hermosa excusa para que mi hijo conociera a su abuelo paterno.

Andrés Burgo
Andrés Burgo

Ya a fines de 2018, cuando encaraba hacia el final de River para Félix -un libro es un proceso que, como los partidos y los entrenamientos de los jugadores, tiene más de picar piedras que de volar-, debí paralizar el proyecto un par de meses por la mejor razón posible: escribir La final de nuestras vidas, una crónica urgente sobre la catedral que le faltaba a la iglesia gallina, el 3-1 a Boca del 9 de diciembre. Pero más allá de haberle puesto palabras al gran fracaso y a la mayor alegría posible -fui más feliz en Madrid y más de River en la B-, los hinchas sabemos que nuestra causa excede los resultados.

Los fanáticos de un club nos la damos de autosuficientes al cantar “Los técnicos se van, los jugadores pasarán”, amamos a nuestros referentes y necesitamos a los mejores entrenadores pero, admitida esa dependencia, somos de un equipo para seguir un propósito. Cada cual le dará a sus colores los significados que quiera pero uno de los míos, acaso el principal, es que soy hincha de River como una forma de seguir estando con mi viejo y para que, algún día, mi hijo esté conmigo.

En medio de la escritura de River para Félix fui a la hemeroteca de la Biblioteca Nacional para hojear los diarios de los días en que nacimos, en orden cronólogico, River, mi viejo, yo y mi hijo. Es notable comprobar, al leer qué ocurría en Argentina y el mundo en aquellos días de 1904, 1939, 1974 y 2016, cómo River es una estela que cubre la historia: ya estaba antes de nuestros abuelos y continuará después de nuestros nietos, incluso como posibilidad de alegría entre los terremotos económicos de un país que cada tanto me lleva a preguntarme si quiero vivir acá -el River de Gallardo fue lo que mejor funcionó en la Argentina de Macri-.

En épocas de verdades frágiles e identidades volátiles, cuando hasta el sexo pasó a ser un dato móvil —y ni hablar de parejas, partidos políticos o religiones—, la pertenencia a un equipo es una parcela sin límites físicos ni biológicos.

Si es que Félix termina de reafirmarse como gallina -por lo pronto, a sus tres años y nueve meses, ya dice serlo-, River será para él lo mismo que fue para mí: el equipo de mi viejo. En cambio para Darío, mi papá, River fue “sólo” su equipo, no el su viejo: mis cuatro abuelos nacieron en España y, al llegar a la Argentina, la única pasión a la que se dedicaron fue a progresar. Mi viejo entonces debió abrazarse a un credo futbolístico desde cero, sin ningún atavismo que lo predeterminara.

El fútbol es, entre miles de definiciones posibles, un sistema de castas en base a la elección de nuestros antepasados y quiero que River también sea parte de mi descendencia, mi legado constituido en base a goles, ídolos y postales de sangre. El libro ya está terminado y en librerías pero recién cumplirá su misión cuando Félix, dentro de algunos años, pueda leerlo.

Ojalá sea de River como su padre y su abuelo, la historia de millones.

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