Anticipo de “Mataron a González”, un policial que cruza la intriga policial con la corrupción política en el mundo del fútbol

Tras un enfrentamiento de dos facciones de la hinchada de San Lorenzo, un comentarista deportivo se encuentra con el cadáver de un ex futbolista destacado devenido en representante de jugadores. Esta es la trama de la primera novela del periodista Guillermo Blanco Alvarado

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La portada de "Mataron a González"
La portada de "Mataron a González"

Mataron a González“ (El Bien del Sauce) es la primera novela del periodista Guillermo Blanco Alvarado. Se trata de un policial ambientado en el siempre desconcertante mundo del fútbol.

Intriga policial, corrupción política y guiños futboleros se mezclan en esta investigación en la cual, el protagonista, que no tiene la astucia de Marlowe, ni la audacia de Pepe Carvalho, ni los recursos del comisario Montalbano, se pone a buscar respuestas sin saber siquiera por dónde empezar, pero temiendo la forma en la que puede terminar.

A modo de adelanto, Infobae Cultura publica el inicio de esta historia:

Capítulo 1

Un antes y un después.

Un quiebre en mi vida.

Al menos, lo que definía como mi vida hasta ese entonces, cambió de golpe.

Ahora, tiempo después me puedo dar cuenta que la señal fue clara.

Fui el primero en ver ese cadáver tirado en el asfalto, al borde de la vereda, en la calle Lisboa, a siete cuadras de la cancha de Vélez. Con un disparo en el pecho, su camisa azul totalmente ensangrentada, y los ojos abiertos que parecían mirar por encima de mi hombro hacia un cielo poblado de nubarrones.

Bueno, en realidad, no estoy seguro si fui el primero que vio el cadáver. Probablemente. Pero estoy convencido de haber sido el primero en ver su rostro y en ponerle un nombre a ese difunto flamante.

Matías González, un crack, ex futbolista de San Lorenzo, que ahora sobresalía también como representante de jugadores.

Jamás pude sacar esa imagen de mi cabeza. Nos habíamos visto una semana antes.

Ese día arrancó más temprano de lo que me hubiera gustado. A las ocho de la mañana me llamó Beto con una pregunta que evidentemente era muy importante para él, y a la que yo no conseguía encontrarle mayor trascendencia:

–¿Juega el Ratón?

–No tengo la menor idea, estoy tratando de dormir –le dije, con tono poco amistoso.

–¡Ah! perdoname … vos nunca dormís.

–Dale, llamame a las diez.

Y a las diez y un minuto volvió a sonar mi teléfono, pero la quimera de recuperar el sueño ya se había hecho trizas con el primer llamado. Lo cierto es que hace años no puedo dormir bien. Siempre supuse que empecé con estos inconvenientes cuando me separé, pero en realidad fue antes, probablemente cuando ella o yo empezamos a darnos cuenta que el divorcio era inevitable.

Pero bueno, esa es otra historia. Lo importante acá es si jugaba o no jugaba el Ratón Ferreyra, al menos eso parecía preocupar a Beto, el relator con el que trabajaba en la radio hace varios años, uno de mis buenos amigos.

Me contó que había escuchado en un programa de la competencia que el mejor jugador de San Lorenzo estaba lesionado, pero en los diarios que él compraba no habían publicado nada de eso, ni tampoco en internet. Él quería saber si La Nación decía algo al respecto, era el único periódico que no leía, por una cuestión de tamaño.

A esa hora, mi diario seguía en la puerta de casa donde lo dejaba el quiosquero, y yo sabía perfectamente que lo iba a encontrar mojado y prácticamente inutilizable, por la lluvia que hubo en la noche, y porque el buen señor no lo entrega más dentro de una bolsita, ni lo tira debajo de la puerta desde que no le acepté un billete falso que me quiso dar de vuelto cuando le pagué los diarios y revistas hace unos meses.

–Acá no dice nada –le respondí intentando suavizar el tono, aunque no podía disimular mi mal humor.

Ya prestando más atención a las noticias, había una extensa e interesante nota, en página doble central, relacionada con un tema que se había puesto de moda tristemente en el fútbol argentino. La “guerra” entre diferentes facciones de una misma hinchada. En San Lorenzo ya había ocasionado varios heridos, detenidos y algún muerto.

También aproveché para leer una entrevista a Lauro Miranda, el técnico de Atlético Colegiales de Villa Mercedes, San Luis, el equipo que estaba jugando la promoción con el Ciclón. Entre otros temas, hablaba de su pasado casi olvidado como jugador, curiosamente, en divisiones inferiores del equipo de Boedo.

Yendo para la cancha de Vélez, donde San Lorenzo era local porque su estadio estaba nuevamente suspendido, se empezaba a percibir el ambiente de violencia; las nubes grises contribuían al clima hostil, había escasos puestos de choripán y hamburguesa en la calle, poca gente en los balcones de las casas, algunos autos estacionados, menos de lo habitual en estos casos.

Se veía gente con la camiseta de San Lorenzo, claro, pero en grupos grandes, sin niños. Todos sabíamos que algo iba a suceder.

Los policías, en gran cantidad, revisaban cuidadosamente a los hinchas. Estaban los móviles de televisión y radio. No se vivía una fiesta ni nada parecido.

Nos miramos con Beto y nuestro operador técnico Ramón Grimoldi, y pensamos, sin hablarnos, que ésa iba a ser una tarde difícil.

Prácticamente resuelto el tema futbolístico con el triunfo de visitante de San Lorenzo en San Luis, la semana anterior, el atractivo se había mudado a las tribunas.

Una de las facciones de la barra brava, autodenominada Pasión Cuerva había conseguido que les concedieran la tribuna local, en tanto la otra división, ferozmente enfrentada, los Ultra Azulgranas, se ubicó en la cabecera visitante. Los separaba toda la cancha.

Los poquitos hinchas que vinieron de San Luis albergando aún una esperanza remota, fueron derivados a la platea; eran mayormente dirigentes y familiares de los jugadores, más algún residente en Buenos Aires. No llegaban a cincuenta.

Los gritos entre las dos partes de la hinchada eran tremendos, parecían bombas de estruendo que explotaban todo el tiempo, y encima en el partido no pasaba mucho.

No solo los gritos que se dirigían los dos grupos eran aterradores, también daban miedo los gestos, se los veía descontrolados, fuera de sí, exacerbados además por el alcohol, la droga, o lo que sea.

Los brazos y manos se elevaban amenazantes, cantaban canciones donde se mencionaba a los muertos en enfrentamientos previos, inclusive pudimos ver claramente como algunos mostraban armas de fuego.

Nos quedó en evidencia, por si hiciera falta, que nadie se preocupaba por encontrar la forma de impedir el acceso de estos violentos. Nos revisaron tres veces antes de llegar al estadio, y sin embargo estas personas, a quienes todos conocían, ingresaban con pistolas y seguramente armas blancas, también.

El panorama era tenebroso.

Pero de pronto hubo un cambio, algo inesperado, “Lamparita” Sánchez, la figura de Atlético Colegiales tomó una pelota de volea y la clavó en un ángulo, como todos alguna vez soñamos en nuestra infancia, pero jamás pudimos llevarlo a la realidad, ni siquiera en aquellos añorados picados del Parque Chacabuco.

Carlitos Ríos, el arquero de San Lorenzo voló atléticamente hacia ese palo y apenas pudo sentir la brisa de ese fenomenal zurdazo en la yema de sus dedos. Ambos cayeron al mismo tiempo, el arquero pesadamente, quedando casi todo su cuerpo a un costado del arco, y la pelota deslizándose de manera muy suave hacia el pasto por la red.

El silencio se apoderó de la escena.

Por primera vez pudimos darnos cuenta que esos violentos eran, además, hinchas de San Lorenzo. Todos se llamaron a un mutismo casi sepulcral. Al rato, el estadio entero empezó a alentar al equipo.

En ese instante pensamos que la paz podía renacer a partir del inesperado momento de desazón deportiva.

Todos gritaban, todos saltaban, todos cantaban, de un lado y del otro. Ahora sí, por San Lorenzo; el espectáculo se volvió majestuoso. El fútbol con su imprevisibilidad había vencido por un instante a la violencia.

Faltaban doce minutos y nadie quería pensar en el sufrimiento que iba a significar una definición por penales, con el descenso como una eventual condena final.

Ni los barrabravas de un lado, ni los del otro, ni los hinchas “comunes”, ni los dirigentes, ni los jugadores de San Lorenzo.

Y entre todos ellos, claro, el lesionado “Ratón” Ferreyra, que en medio de los nervios generalizados tuvo un rapto de lucidez y, después de un tiro libre fuerte que despejó el arquero en forma parcial, apareció antes que todos los defensores para rematar al arco.

El arquero, que estuvo a punto de convertirse en el héroe de toda una provincia, volvió a rechazar, hasta que finalmente el perseverante goleador logró someterlo con un fuerte remate de derecha.

El empate dejó a San Lorenzo en primera y a toda su gente con una sensación de alivio imposible de explicar si uno no vivió esta amenaza antes.

Es que el festejo cuando un equipo se salva del descenso tiene una connotación bien diferente al de un campeonato, un logro al que San Lorenzo y sus hinchas estaban mejor acostumbrados.

Los hinchas mayores, los que vivieron el doloroso descenso de 1981, el primero de un equipo grande en el profesionalismo, los que recuerdan el penal que Alles le detuvo a Delgado, los que nunca olvidarán al legendario “Sapo” Villar llorando en la cancha de Ferro, se abrazaban con los más jóvenes, los que solo habían escuchado hablar de ese momento, pero mucho más del épico regreso a primera, un año después con record de recaudaciones y título obtenido de punta a punta.

Todos entendían que llegaban a su fin las interminables semanas anteriores, repletas de cargadas de los amigos y compañeros de trabajo, las noches en las que los pensamientos relacionados con jugar nuevamente en las categorías de ascenso y ser el hazmerreír de los hinchas de los otros equipos, les impedían conciliar el sueño normalmente.

Había quedado atrás el regreso a casa después de cada partido transformado en derrota, tristes, enojados, casi sin voz por insultar a los propios jugadores, a los rivales, al técnico, a los dirigentes, a los árbitros, a los periodistas.

Y ahora, con el partido terminado, crecían las dudas; ¿el sufrimiento habría servido para calmar ánimos? La respuesta no tardaría en llegar.

Hubo un solo enfrentamiento.

Extrañamente se había organizado bastante bien el operativo policial en lo referente a la salida de las dos tribunas y la desconcentración de la gente.

Todo parecía ir sobre carriles normales.

Sin embargo, en la calle Lisboa, se encontraron dos grupos pequeños de unos quince o veinte hinchas de cada lado y durante media hora todo fue golpes, palos, vidrios rotos de autos y negocios, y algunos pocos tiros.

Nadie se animaba a salir de su casa y cuando nos avisaron a nosotros, que seguíamos en las cercanías del estadio, fuimos hacia ese lugar.

Llegamos tarde, por supuesto. Recién terminaba el enfrentamiento, la calle estaba vacía, nadie había salido aún, y entonces lo vimos. González muerto, el ex futbolista, hincha fanático de San Lorenzo, más cercano a la gente de “Pasión Cuerva” pero que nunca había sido involucrado en enfrentamientos violentos. Su reputación, además, era inmejorable en el ambiente del fútbol.

Cuando empezamos a llamar por teléfono, un montón de gente nos rodeaba, incluyendo los primeros policías que se encargaron de cercar el lugar, confirmar que ya no tenía signos vitales, tapar el cadáver. Esas cosas.

Hicimos algunas preguntas entre los vecinos, pero nadie había visto nada, todos se guardaron en sus casas, cerraron las persianas y se alejaron de puertas y ventanas durante la gresca.

Algunos habían escuchado los disparos, pero pocos prestaron atención al cuerpo de González en un costado de la calle, unos metros detrás del lugar donde se produjo la lucha cuerpo a cuerpo, más convocados por los destrozos en automóviles y vidrieras.

Una señora de apariencia muy particular, vestida con un largo batón de colores rabiosos, cabellos mal teñidos, con un ojo más grande que el otro, y con muchas ganas de hablar, nos dijo que, para ella, González no había sido parte del combate, sino que estaba detrás de su grupo y fue alcanzado por un disparo sin destino cierto.

La hipótesis sonaba bastante lógica y coherente en aquel primer momento.

Si bien el rostro de la víctima no era desconocido, tampoco era un personaje sumamente popular al que todos saludan por la calle, y el hecho de haberse alejado del fútbol activo 15 años atrás, hacía que mucha gente no supiera quien era. Por eso no sorprendió que nadie lo hubiera visto por esos lugares en los momentos previos a la pelea.

Ese día volvimos más tarde que nunca, ya que tuvimos que declarar ante el comisario Esteban Aimetta de la Policía Federal, y eso fue después de que terminaron con todos los peritajes habituales en estos casos.

Mi pasión periodística pareció haber renacido en esos momentos de espera y me dediqué, con pretensiones de perito forense, a buscar no sé qué cosas, a preguntar a cada persona que cruzaba, a observar con detenimiento el lugar de los acontecimientos para ver si encontraba algo que explicara mejor lo sucedido.

Si bien mi obligación profesional ya estaba cumplida ampliamente, una pulsión inexplicable me incitaba a buscar más información.

En un momento de la declaración, ya en la vieja Seccional 44, entre paredes descascaradas y antiguas máquinas de escribir Olivetti, Aimetta, un policía de civil, regordete con un descolorido traje entre gris y verde, se enojó conmigo porque yo le preguntaba más de lo que respondía.

La verdad, tenía poco para decir y había mucho por saber.

Me contó que el socio de González le dijo que el fallecido se había quedado en el vestuario con los jugadores un buen rato y que después no lo vio más.

Suponía que al enterarse del enfrentamiento fue hacia ese lugar, quizás para intentar calmar a los más exaltados, teniendo en cuenta la llegada que tenía con alguno de los popes de “Pasión Cuerva”, y que eso terminó costándole la vida.

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