Por Facundo Sinatra

"A tu abuelo le gustaba escribir, vení", me dijo un día mi mamá mientras subíamos las escaleras hacia su habitación. Se refería a mi abuelo Soukias, un sobreviviente del Genocidio Armenio que había migrado hasta Argentina y había muerto cuando yo tenía apenas dos años. "Acá están", susurró mi madre y me mostró siete cuadernos manuscritos en armenio, con la caligrafía del abuelo.
Ella tomó uno en particular. Al abrirlo, me pregunté por qué había tardado tantos años en recibir aquel tesoro de valor no sólo familiar sino histórico: tenía en mis manos las memorias de mi abuelo, que comenzaban en 1914. Exactamente, un año antes del inicio de las grandes matanzas contra el pueblo armenio.

Soukias Soukoyan había nacido en 1906, en Van, un pueblo de la Armenia histórica, actualmente territorio turco. Antes de instalarse en Buenos Aires, en 1944, tuvo que transitar por Tiflís, Bakú, Estambul, Marsella y Montevideo. Vivió en Argentina durante cuatro décadas y murió en 1984. Yo nací en 1982, por lo que mi relación con él fue casi nula. No tengo recuerdos directos de su figura y ni siquiera existe una foto en la que estemos juntos. Por eso, el descubrimiento de sus memorias, de esa bitácora personal, me acercaba una vía para responder las muchas preguntas que yo tenía en torno a esa rama de mi familia.

Mi apellido paterno es Sinatra y esta fuerte marca de identidad opacó durante años mi lado armenio. Sin embargo, aún guardo recuerdos infantiles en los que suenan palabras en un idioma que no entendía. No sólo palabras dichas por los familiares de mi madre sino palabras que yo mismo recitaba. Dicen que tenía buena pronunciación para los versos en armenio, aunque no comprendiera en absoluto lo que estaba diciendo. También recuerdo los silencios de la abuela Anahid, esposa de Soukias y también sobreviviente del Genocidio. Cuando ella rezaba en ese idioma indescifrable, yo solía preguntarme qué le pasaba.

Pero fue recién en la adolescencia, esa etapa fecunda para cuestionar el origen de todas y cada una de las cosas, que comencé a indagar en mis orígenes armenios. Quién sabe cuántas veces desde aquel momento interrogué a mi madre y a todos mis parientes con apellidos terminados en "ian". Las preguntas brotaban: ¿qué les pasó a los abuelos?, ¿dónde nacieron?, ¿por qué vinieron a la Argentina?, ¿qué es Armenia?, ¿dónde queda?, ¿somos armenios?
Las respuestas movilizaban nuevas preguntas y más ganas de desentramar aquella madeja de sucesos traumáticos en la historia de mi familia. Una familia que había sido víctima de un genocidio que la atravesaba en cada generación, de manera casi imperceptible.

Cuando me encontré con las memorias de mi abuelo en las manos, la tarea se presentó como ineludible: esos textos habían esperado treinta años para ser editados. La prolijidad, la numeración en las páginas y el orden meticuloso en que se desplegaban sobre el cuaderno lo dejaban bien claro. Pero había un obstáculo: todo estaba escrito en una lengua y un alfabeto desconocidos para mí. Me pregunté si su contenido sería interesante, cómo iba a traducirlo, si tendría sentido hacer un libro, quién podría ayudarme.
La primera señal llegó de la mano de una integrante de la colectividad armenia, una mujer solidaria que se ofreció a traducir los textos de mi abuelo desinteresadamente, sin buscar reconocimiento; con el único objetivo de aportar un testimonio más sobre el genocidio perpetrado contra el pueblo armenio.

Así, de modo minucioso, empezó a mandarme por correo electrónico de a cinco o seis páginas traducidas. Todavía recuerdo la conmoción que me provocó recibir el primer envío. El texto estaba ahí y contaba la huida de Soukias de su ciudad natal, Van. El modo en que abandonó su tierra saqueada y destruida, con 8 años, una hermana de 6 y una madre a punto de morir. Hablaba del otoño de 1914, y yo lo estaba leyendo en la primavera de 2014. Exactamente cien años después nos reencontrábamos con el abuelo, en una conexión que resultaba más que una simple coincidencia.
Las entregas de las traducciones podían tardar entre quince días y un mes. Mientras, mi ansiedad era incontrolable. El proceso desde mi contacto con los originales hasta que dimos esta tarea por concluida se extendió durante cuatro años. El resultado de este trabajo es un relato simple y al mismo tiempo maravilloso. Quien lo escribió fue un hombre trabajador expulsado de su patria, que tuvo que recorrer medio planeta y que terminó lavando alfombras en un tallercito de Villa Soldati y que vivía en Pompeya con su esposa Anahid, y sus tres hijas Arusiak, Astgrik y Gloria.

Quienes hoy puedan leer Memorias de un sobreviviente del Genocidio armenio encontrarán las palabras de un hombre que siente orgullo y añoranza por la tierra en la que nació. Entre anécdotas personales y semblanzas de las costumbres familiares, el lector compartirá las estrategias de los migrantes armenios para sobrevivir a la pobreza, los lazos que fueron surgiendo hacia adentro y hacia afuera de la comunidad para resistir el exilio forzado…
Ya sea que el relato se localice en Georgia, Turquía, el sur de Francia o en el río de la Plata, el destierro de Soukias muestra la miseria del maltrato al inmigrante, la desidia de las potencias mundiales hacia los pueblos oprimidos, y también la solidaridad de tantos otros. Ni la historia de Soukias ni su vida son color de rosa; pero sus palabras no se regodean en el sufrimiento ni en la penuria sino que tratan de ser fiel a los hechos, y en su simpleza, se vuelven elocuentes.

Memorias de un sobreviviente del Genocidio armenio intenta aportar a la memoria colectiva un testimonio como el de tantos otros que no pudieron contar su vida por el dolor que les producía o que, si la contaron, no pudieron escribirla. En esta historia de mi abuelo todos y todas los que tenemos algún pasado de inmigración forzada, podremos sentirnos identificados ya que lamentablemente los genocidios en contra de los pueblos no son propiedad exclusiva de los armenios.
En la conmemoración 103 del genocidio contra los armenios, estas memorias de mi abuelo invitan a no olvidar, a sabernos presentes en y con el dolor, pero con la enseñanza de todos aquellos que, como Soukias, dejaron la tierra pero nunca perdieron la convicción de amar la vida. Por ellos, aquí estamos.
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