La venganza de la complaciente

Reportajes Especiales - Lifestyle

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DESPUÉS DE SER AGREDIDA, TRABAJÉ DURANTE AÑOS PARA HACERME INVISIBLE, PERO RYAN ME VIO DE TODOS MODOS.

Me ofrecí como voluntaria para sentarme en la tercera fila del Uber, una banca plegable apretujada en el espacio de carga donde no puedes sentarte derecho. Mi amiga Ellen estaba mal de la rodilla y yo ya estaba deprimida, así que cuando todos los demás se acomodaron en los asientos de verdad, yo, la más alta del grupo, me acomodé atrás sin protestar. Fui la típica complaciente.

Con las rodillas plegadas contra el pecho, le envié un mensaje a mi novio Ryan: "Estoy metida en la tercera fila de un Mitsubishi y no puedo sentarme derecha. Nadie me habla. Solo estoy aquí detrás. No me la estoy pasando bien".

Llevaba siete días en una residencia de escritura de nueve días en Halifax, Nueva Escocia, a casi 1600 kilómetros de mi casa cerca de Kingston, Ontario. Las otras mujeres, todas amigas de la residencia del año pasado, charlaban mientras yo me sentaba detrás de ellas, invisible tanto por elección como por las circunstancias. Me alojaba en casa de mi compañera Trina para ahorrar dinero, pero estaba agotada social y mentalmente.

Ryan había estado callado todo el día haciendo mandados en casa. Por fin me mandó un mensaje: "¿Así que ahora te vas directo a cenar?".

"Sí", le contesté. "Estoy considerando una habitación de hotel. Quizá solo soy yo. Me encierro mucho en mis pensamientos, como sabes".

Llevábamos saliendo un año, tiempo suficiente para que él conociera mis patrones de autoanulación, pero no tanto como para que yo creyera que alguien podía amarme a través de ellos.

En el restaurante, con su ladrillo expuesto, su iluminación cálida y todo de origen local, me sentía como si estuviera mirando a través de un vidrio polarizado. Ya había sentido esa invisibilidad antes y me había vuelto experta en desaparecer, en acomodarme en cualquier espacio que la gente necesitara que ocupara.

Sin embargo, Ryan había sido diferente desde nuestra primera cita. Mientras otros sugerían un café o algo discreto, él nos había reservado un lugar en una sala de escape de Sherlock Holmes.

Llevábamos meses viviendo juntos, pero las viejas costumbres no desaparecen. El mes pasado, tras un pequeño desacuerdo sobre las compras del supermercado, mi cuerpo respondió como si la situación pusiera en peligro mi vida. Me encerré en el baño y me golpeé las sienes con los puños hasta que el dolor físico ahogó el caos emocional. Mi sistema nervioso no acababa de creerse que esta relación fuera diferente.

Me encontró temblando y me abrazó sin hacerme sentir descompuesta. Simplemente me amó, con firmeza y paciencia.

Ahora, mirando fijamente a la entrada del restaurante, de repente lo vi. Ryan estaba aquí de algún modo, inspeccionando el comedor con la sonrisa nerviosa de nuestra primera cita. ¿Estaba alucinando?

Y entonces me vio y se le iluminó la cara de alivio. Me levanté tan deprisa que mi silla rozó el suelo, y atraje las miradas sorprendidas de mis compañeras de mesa.

"¿Qué haces aquí?", dije, con la voz entrecortada por la sorpresa y la incredulidad.

Cruzó el comedor mientras otros comensales lo observaban con ociosa curiosidad. Cuando llegó a nuestra mesa, me envolvió en sus brazos y me aferré a él como quien se ahoga, mientras respiraba el familiar aroma de su gel de baño mezclado con el leve dulzor del chicle.

"¿Qué haces aquí?", dije de nuevo. "¿Cómo es que estás aquí?".

"Él es Ryan", les dije a mis compañeras de mesa, cuyas caras mostraban deleite y confusión. "Mi novio".

Me senté y le acerqué una silla.

"Tengo que preguntarte algo antes", dijo, nervioso.

Cuando me volví hacia él, se arrodilló con una sola pierna.

Mientras mascaba chicle con intensidad, con las manos temblorosas, Ryan tanteaba una cajita. Sus ojos se encontraron con los míos, y lo vi todo allí: amor, terror y esperanza, todo mezclado de una forma que hizo que me doliera el pecho.

"¿Así que vas a pedírmelo?".

Se sonrojó. "¿Quieres casarte conmigo?".

Mis amigas estallaron en jadeos y gritos, pero lo único que pude ver fue el rostro de Ryan, vulnerable y presente.

"¡Sí!", dije, y sacudí la cabeza conmocionada.

Más tarde, en su coche de alquiler, me dijo: "Llevo semanas planeando esto. Estuve conduciendo por Halifax toda la tarde intentando encontrarte".

"Dijiste que ibas a Canadian Tire", le dije.

Sonrió. "Iba al aeropuerto".

Esa noche la pasamos en una suite con jacuzzi de categoría superior. En su estado de nervios, Ryan había reservado una habitación de hotel en una fecha equivocada, para un mes después, así que se apiadaron de nosotros. A la mañana siguiente, exploramos Halifax como turistas, y comimos helado en el paseo marítimo a pesar del frío de junio, tumbados en una hamaca en el malecón.

El sábado por la noche, Ryan tuvo que volar de vuelta. Mi hijo de 13 años pasaba el fin de semana con su padre, y alguien tenía que recogerlo el domingo. Ese alguien siempre era Ryan cuando yo estaba fuera.

"Ojalá pudieras quedarte", le dije mientras lo veía hacer las maletas.

"A mí también", dijo. "Pero te veré mañana por la noche".

Pasé una última noche en casa de mi compañera Trina y el domingo me dirigí al aeropuerto con Ellen. Había cambiado su vuelo para que coincidiera con el mío, un gesto que no esperaba pero que, resultó, necesitaría con desesperación.

En la sala de embarque, mientras cargaba mi celular, me encontré con otra sorpresa. Caminaba hacia mi puerta de embarque el hombre que me había agredido años antes.

Cuando tenía 19 años, desesperada por relacionarme e ingenua sobre el consentimiento, este hombre me había invitado a su departamento después de una primera cita para ver una película. Me dio tragos de vodka hasta que la habitación se puso a dar vueltas, me enseñó pornografía vulgar como una especie de retorcido juego previo, y luego tuvo sexo con mi cuerpo apenas consciente mientras yo miraba fijamente su ventilador de techo e intentaba no vomitar.

No supe expresar con palabras lo que había pasado hasta años después. Después, me preguntó si les iba a contar a mis compañeras de piso que había perdido la virginidad "sin condón", sonriendo como si hubiéramos compartido algo especial en lugar de una agresión que tardaría años en asimilar.

La historia fue aún peor. Más tarde, cuando necesitaba desesperadamente un lugar donde vivir, tras haber huido de una situación insostenible con una compañera de piso, me había mudado a su departamento como compañera de piso platónica. Desconfiaba, pero no tenía adónde ir, y quizá también quería normalizar lo que habíamos sido el uno para el otro.

Aquellos meses fueron un infierno. La suciedad en la que él vivía. La forma en que actuaba, como si yo le debiera algo por acogerme, a pesar de que yo pagaba el alquiler.

Ahora, 15 años después, pasó a mi lado con la que parecía su mujer. Parecía más viejo, más suave, completamente ordinario.

"Ellen", le dije en voz baja, "¿ves a ese tipo de la camisa azul?".

Siguió mi mirada. "Sí, ¿quién es?".

"Es el chico con el que perdí mi virginidad". Las palabras me parecieron inadecuadas para lo que realmente había sucedido.

Ellen conocía toda la historia. Durante las conversaciones nocturnas en casa de Trina, se lo había contado todo.

"El chico sucio", dijo Ellen, con su voz, que resonó por toda la sala de embarque.

La miré, confundida.

"El chico sucio", volvió a decir, más alto, mientras lo miraba directamente.

Levantó la cabeza al oírlo y escudriñó la zona hasta que sus ojos me encontraron.

Yo llevaba el anillo de compromiso de un hombre que había volado miles de kilómetros para proponerme matrimonio en público. Estaba estudiando una maestría. Tenía a Ellen a mi lado, que me protegía sin que se lo pidiera.

"Te reconoce", susurró Ellen.

"No importa", le dije.

En el avión, él y su mujer se sentaron dos filas adelante de nosotros. Ellen, que había conseguido que la azafata nos dejara sentarnos juntas, hablaba en voz alta de ideas para la boda y de mis éxitos como escritora, asegurándose de que entendía exactamente quién era yo ahora. Ya no era la joven de 19 años desesperada de la que se había aprovechado, sino una estudiante de posgrado y una compañera cariñosa con un sistema de apoyo. Alguien a quien valía la pena proteger.

Mientras el avión descendía hacia Ottawa, pensé en la invisibilidad. En cómo la había perfeccionado como forma de protección, en cómo me había empequeñecido para evitar decepciones. Sobre ofrecerme voluntaria para la incomodidad porque reclamar espacio me parecía egoísta. Cómo había confundido pasar desapercibida con estar a salvo.

No obstante, Ryan me había visto desde el principio. Me había encontrado en un restaurante de Halifax que había localizado buscando con desesperación en Google. No porque yo fuera perfecta o conveniente, sino porque le importaba. Para alguien que había pasado años creyendo que el amor significaba ganarse el sustento con un comportamiento perfecto, ser elegida exactamente por lo que yo era me pareció un milagro.

Pensé en que Ryan me esperaba en casa y en mi hijo que seguramente estaba jugando en su habitación, pero listo para oír hablar de mi viaje. Y se me ocurrió que el amor no es algo que haya que ganarse sufriendo, o ganarse del todo. A veces simplemente llega, nervioso y mascando chicle, dispuesto a arrodillarse en un restaurante lleno de desconocidos.