
Tras el desplome de la línea 12 del metro sobre avenida Tláhuac, tragedia que dejó un saldo de 25 personas muertas y, actualmente, 40 personas hospitalizadas, el medio de comunicación digital Ruido en la Red retomó el testimonio de Miguel Córdova, un joven en situación de calle que presenció el colapso.
El video se volvió viral por la sensibilidad con la que Miguel narró los hechos. Muchas personas manifestaron a través de redes sociales su deseo por apoyarlo. Ante los mensajes que buscaban la forma de hacer llegar ayuda, Ruido en la Red explicó que “Estamos definiendo la mejor forma de hacerlo ya que, como él lo comenta, todo el día recorre las calles y no tiene un sitio fijo para localizarlo.”
El día de ayer, a las 8 de la noche, el medio de comunicación informó a través de sus redes sociales que lograron localizar a Miguel. El día de hoy publicaron la entrevista completa de Ruth Muñíz Román, donde Miguel cuenta su historia, desde que salió de Tabasco a los 6 años, hasta su llegada a la capital, hace más de una década.
Su nombre completo es Migel Ángel Córdova Córdova, sin embargo, no le gusta que le llamen por su nombre, pues le trae malos recuerdos. Él prefiere el nombre Angie, como también conocían a su abuela, Angélica Bernardo Esteban, “una hermosura de mujer”.

Angie tiene 36 años y es originario de Olcuatitán, en el municipio de Nacajuca, Tabasco. Acerca de su padre y madre, él prefiere no hacer muchos comentarios. Sin embargo, explica que por cuestiones personales con su padre, con las que sigue lidiando, a los 6 años decide salir de su casa.
A bordo de un tráiler, viajó hasta el lago de Texcoco, donde el conductor lo dejó con un billete de 10 pesos y la promesa de un reencontrarse para comprarle su propio tráiler y darle trabajo. “Nunca volví a ver a ese señor”, se lamenta.
Él cuenta que, desde los 6 años, “Mi vida siempre ha sido sobrevivir [...] pero siempre sin hacer daño a nadie”. De Texcoco viajó hasta Salamanca, Guanajuato, donde trabajó en la lavandería del asilo para ancianos del municipio. Él recuerda ahí momentos muy felices, donde se iba a la biblioteca del asilo para “devorar” los libros de Sor Juana Inés de la Cruz o Teresa de Ávila. Aficionado a las letras, Angie es hablante de chontal (su lengua madre), zoque, zapoteco, mazateco y español.
Angie también tuvo un trabajó durante dos meses en Tijuana, donde alimentaba a un criadero de 90 cerdos por 10 pesos al día. De ese viaje le quedan todavía las cicatrices por las mordeduras de los animales.

De ahí, él viajó a Monterrey; cuando recuerda su estadía en la ciudad regiomontana, Angie se emociona y manda un saludo a la cámara: “Si me estás viendo, Altagracia, aquí sigo vivo. Te dije que este loco no se raja”, dice entre risas, “y donde quiera que estés, te amo, chula”. Él confiesa que Altagracia, a quién también llama Ana Bárbara, fue su gran amiga. La conoció durante un jaripeo en Monterrey y, a sus 16 años, se convirtió en “mi gran madre, después de la otra”.
Después, Angie viajó hasta las playas de Nayarit, donde vendía pulseras fabricadas con corcholatas y caracolitos que se encontraba en la arena. Sin embargo, también se cansó de ahí. Él cuenta que, después de pasar cierto tiempo en un sólo lugar, comienza a pasar miedo “siento que la gente me está viendo a cada rato y me vayan a hacer algo y decido moverme”.
Fue así que llegó a la Ciudad de México, donde lleva viviendo por más de 10 años, recogiendo botellas de plástico por las calles de Tláhuac para venderlas y comprar los dos tacos de chile, limón y sal que come al día, acompañados de un Tang o un Zuco “y me siento feliz”, asegura. Sin embargo, no tarda en declarar que “La tristeza la llevo por dentro, pero esa nunca se me va a quitar. Porque hay cosas que el cerebro nunca olvida”.

Aunque Angie se esfuerza en mantener una actitud positiva ante la vida, él acepta que hay cosas que le frustran “Lo único que a mi siempre me ha causado una gran molestia es cuando llegan los momentos en que se olvida la sociedad completa, nos olvidamos como seres humanos, de que también hay otros más abajo”. “No nos podemos hacer de la vista gorda de los que están más abajo” continúa Angie, “también somos seres humanos, también sentimos”.
A las personas que lo buscaron después de su aparición inicial como uno de los testigos de la tragedia en la Línea 12 del metro, él manda sus agradecimientos: “gracias por esa muestra de cariño, por hacerme sentir que todavía vivo en la sociedad y que soy parte de esta sociedad”.
Angie recuerda entre risas una vez que, luego de una noche de lluvias y granizo en la ciudad, se encontró un montón de botellas que le valieron para comprar una bolsa de frituras, un atole de amaranto y entrar a un café internet para ver la película El coyote emplumado, con La India María.
Angie disfruta mucho las películas de Cantinflas: El Bolero de Raquel, El Padrecito, Por Mis Pistolas. Él dice que son su gran pasión. Aunque admite que el cansancio que lleva en el cuerpo es capaz de vencerlo en ocasiones, él continúa con su optimismo: “Mi sueño más grande para retirarme ya, es un trabajo, estacionarme, un cuartito. Mi sueño siempre ha sido pasar mi día trabajando [...] y ver la televisión”.
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