
Esta semana vi una de esas películas navideñas livianas que aparecen cada diciembre. Después de cansarme de ver todos los años a Bruce Willis caminando sobre vidrio cortado en Duro de matar, decidí explorar las nuevas. Así llegué a ¡Vaya Navidad! (Oh. What. Fun.), protagonizada por Michelle Pfeiffer.
En la aparente levedad que presenta se condensa algo clínicamente común: el mandato de felicidad y divertimento, convertido hoy en un imperativo social contemporáneo que excede lo familiar y se impone como forma dominante de habitar lo cotidiano y la desmentida que suele organizar las escenas familiares en estas fechas.
La película gira en torno al silenciamiento, no como rasgo individual sino como efecto de una lógica patriarcal del cuidado que recae históricamente sobre las mujeres. En este caso, el de una madre que intenta que todo sea feliz y perfecto, de una manera obsesiva. Se la sobrecarga, multiplicándose en tareas para organizar el bienestar de todos, al precio de borrarse como sujeto, convencida de que la armonía y la alegría dependen exclusivamente de ella. Y eso le han hecho creer desde que era pequeña.

En un momento, la olvidan literalmente en la casa, un olvido que no es un accidente sino la consecuencia lógica de años de invisibilización y destrato, mientras el resto se va a un show. También olvidan lo que ella más deseaba: que la postularan a un concurso televisivo que reconocía a la mejor “mamá navideña”. Tampoco es casual la necesidad de ese reconocimiento. Aunque envía cientos de mensajes a sus hijos y a su esposo, nadie lo registra.
Mientras miraba la película pensé en la sobrecarga en las mujeres, una sobrecarga ampliamente naturalizada, esperada y pocas veces cuestionada en general, y especialmente en las fiestas, y en el esfuerzo inhumano que hacen casi todas. Pensé también en los niños y niñas. En el impacto de crecer en escenarios donde se construye una “vida es bella”: una puesta en escena de la felicidad que no siempre es tal y que, con la intención de proteger, termina tapando otra cosa.
Y me pregunté qué se transmite cuando el cuidado se organiza alrededor de esta forma de mentiras compasivas.
Una vez, un paciente adolescente me dijo: “Mi mamá se esforzó tanto para que yo tuviera un papá que creo que fue peor para mí. Él no quería ser mi papá”. A veces los mandatos son nuestros peores enemigos.
¿Qué aprende un niño o una niña bajo este mandato?
Aprende, antes que nada, a callar, a adaptarse a la escena y, muchas veces, a actuar para no desentonar, cuando la tristeza, el rechazo o la ausencia no tienen lugar y el cansancio, el enojo o el deseo propio se silencian para que la escena no decaiga, para sostener lo insostenible.

Hay numerosas investigaciones en psicología del desarrollo y del apego que muestran que cuando los adultos, en contextos de cuidado, suprimen lo que sienten y/o exageran emociones positivas, el costo no es solo para ellos sino que recae sobre el vínculo. Los estudios demuestran lo que vemos en los consultorios, ocultar o sobreactuar afectos no da buenos resultados.
En una época dominada por el storytelling como dispositivo emocional, donde parece más importante mostrarse en pijama al lado del árbol, posar para la foto correcta o sostener una estética de intimidad feliz, se vuelve urgente más que nunca volver al encuentro.
Nuestras vidas se han “instagramizado” y las plataformas seleccionan lo bello, editan lo que incomoda y dejan por fuera la verdad de nuestras vidas, con todas sus luces y sombras.
En nuestras vidas no todo es celebración. También hay tristeza, cansancio, preocupaciones, perdones, resentimientos y ausencias que duelen. No nombrarlas no las borra, simplemente nos deja a solas con ellas.
Los niños y niñas, quizá mejor que nadie, perciben con agudeza cuándo algo se tapa o se disimula.

Quizá no puedan expresarlo en palabras, pero lo sienten. Saben cuándo se sonríe para la cámara y cuándo hay llantos ahogados en repasadores o en alcohol. Así aprenden que hay emociones que no son admitidas y que deben maquillarse.
Una frase recurrente de la época: “Que sea divertido”. Como si divertirse fuera la quintaesencia de la felicidad humana.
Últimamente busco más las raíces de las palabras porque también hablan del origen: el de ellas y el nuestro. Somos sujetos del lenguaje; estamos hechos de palabras que nos anteceden.
La palabra “diversión” viene del latín diversión y significa “acción y efecto de entretener, alejar o dirigir la atención del enemigo a otro lado”, un sentido que interpela las lógicas contemporáneas del consumo permanente y la distracción constante. Quizá tanta prédica de la diversión es una forma de que no tengamos la atención en las cosas que valen la pena, alineados con los brillos desbordantes.
Finalmente, la película, en apariencia liviana, deja entrever, desde su título, que lo divertido no siempre es lo mejor para todos.
En estas fiestas y frente a la inexorable era del espectáculo, recordar a las pérdidas y nombrarlas, o enviar besos al cielo, o a una foto, da un lugar en el ritual, en lugar de correrlos para que la fiesta no se opaque. Los rituales cumplen una función estructurante y elaborativa.

Freud sostuvo que toda pérdida confronta al sujeto con un real sin significante. Lacan retomó esta idea al pensar el duelo como una reacomodación del orden significante frente a una pérdida que lo desorganiza. En ese punto, los rituales, desde los funerarios, los festivos hasta los más íntimos, hacen posible una inscripción simbólica de la ausencia y de lo no dicho.
Recuerdo cuando mi hijo menor creó un ritual a los ocho años. Cada vez que alguien ingresaba a nuestra familia, incluidas las mascotas, escribía su nombre en una bola de Navidad: “La primera navidad de…”. Ese gesto, vaya a saber a qué de su deseo respondía, sigue vigente 20 años después y probablemente pase de una generación a otra.
Tal vez de eso se trate también estas fiestas: no de forzar la alegría ni de sostener una escena perfecta, sino de hacer lugar a la memoria y a la palabra, a la alegría, pero también a la tristeza.
Volver a encontrarnos implica hablar y escuchar de verdad, incluso cuando no se pueda decir nada y asistamos a momentos de silencio. Mucho ruido y muchas luces suelen apagar lo esencial.
*Sonia Almada es Lic. en Psicología de la Universidad de Buenos Aires. Magíster Internacional en Derechos Humanos para la mujer y el niño, violencia de género e intrafamiliar (UNESCO). Se especializó en infancias y juventudes en Latinoamérica (CLACSO). Fundó en 2003 la asociación civil Aralma que impulsa acciones para la erradicación de todo tipo de violencias hacia infancias y juventudes y familias. Es autora de tres libros: La niña deshilachada, Me gusta como soy, La niña del campanario y Huérfanos atravesados por el femicidio.
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