Robert Frank tuvo acceso ilimitado a un detrás de escena que no encontraba límite alguno: el de los Rolling Stones en su máximo esplendor, en 1972. Cámara de ocho milímetros en mano, nada escapó de la mirada del fotógrafo suizo, como ese vuelo en el avión privado de la banda británica que deriva en una orgía de dos groupies con técnicos y productores, a la vista de los músicos que siguen la escena bebiendo tequila con parsimonia.
Ese es apenas el comienzo de Cocksucker blues, como Frank llamó a su proyecto: sexo, drogas y rock and roll en un documental que durante años no encontró difusión oficial -limitándose a su circulación de manera clandestina- pero que este sábado tendrá su proyección en el Cine Doré, en el marco del Festival Internacional de Cine Documenta Madrid.
El filme surgió de una polémica. A principios de los 70 el grupo liderado por Mick Jagger entró en disputa con el sello Decca: el cantante no se mostraba conforme con el trato recibido, notando que los artistas de ópera contratados por la discográfica eran en realidad las verdaderas estrellas. Terminar el vínculo y crear Rolling Stones Records aparecía como la única alternativa. Pero faltaba un paso para concretar la separación: el lanzamiento de un single. Luego sí, serían libres. Así lo acordaron ambas partes luego de un encendido litigio que inició Decca: la empresa no les otorgaba mayor importancia artística, pero sí económica. No los perdería tan fácil.
La canción elegida para cumplir con el acuerdo fue un desquite escasamente sutil... Ya desde el nombre vulgar, “Cocksucker blues”, quedaba claro que a Decca le resultaría imposible darle difusión a un tema con una letra de contenido explícito. Jóvenes, rebeldes, exitosos, y también ingeniosos: los Stones se habían salido con la suya.
Meses más tarde cruzarían el Océano Atlántico para un tour por los Estados Unidos -presentando el disco Exile on Main St.- al que se sumaría el bueno de Frank. La gira de “la cocaína y el tequila” fue un festival de excesos, como lo reflejaría el periodista norteamericano Stanley Booth. “Podría describir con todo lujo de detalles los escándalos y orgías que presencié y en las que participé durante esa gira, pero llega un momento en que ya has visto tantos espaguetis sobre tapicerías de terciopelo, tantos charcos de orina caliente en moquetas mullidas y tales cantidades de órganos sexuales de los que manan fluidos a borbotones que se convierte todo en una especie de amalgama uniforme”, escribió Booth en Keith: Standing in the Shadows.
Algunos creyeron que exageraba. Pero allí, capturándolo todo y dándole la razón, estaba Robert Frank y su prestigiosa fama de documentalista, una cualidad que convenció a los Stones: de buena gana aceptaron que formara parte del viaje. Lo hizo casi como un testigo invisible, basándose en la técnica Fly on the Wall, esto es, ver, escuchar y filmar pasando desapercibido. La idea era que en un momento todos notaran que Frank -que contaba con un pase libre absoluto- estaba ahí, sí; pero su cámara -la que no soltó en ningún instante- no. Aunque en ocasiones se las prestaba a los músicos y otros miembros de la comitiva para que ellos también aportaran sus tomas, sin importar que carecieran de cualquier criterio cinematográfico.
El fotógrafo miraba y callaba. Pero filmaba: a personas tomando cocaína, a televisores arrojados a la calle desde el balcón de un hotel, a las celebridades visitando camarines (como Truman Capote, Andy Warhol y Tina Turner), a Keith Richards detenido por la policía tras una pelea con la prensa. Y a enormes canciones interpretadas en vivo por el grupo. Al fin, a los Rolling Stones en su máxima expresión.
Cuando acabó el documental (de una hora y 33 minutos de duración y un marcado estilo de película casera), fue Robert quien se tomó un pequeño desquite, molesto por la oposición del grupo a difundirlo de manera oficial: lo llamó Cocksucker blues, como aquella canción promiscua de la revancha con Decca. Es que apenas Jagger la vio terminada, le reconoció a su autor la calidad, pero se la prohibió: “Si se exhibe en Norteamérica, no podemos ingresar nunca más al país”, argumentó.
Acciones legales mediante, la cinta pasó a la clandestinidad. Y la banda cerró filas: luego de esa experiencia, cualquier persona que quisiera trabajar con los Rolling Stones -sin importar la función a desempeñar- debía firmar un contrato de confidencialidad. Podían mirar, pero desde entonces exigían callar.
El registro sin filtros del suizo -quien moriría en septiembre de 2019- circuló de forma pirata en todos estos años, convirtiéndose en una película de culto. Hoy, es posible encontrarla en YouTube. Y este sábado verla en Madrid, para de una vez por todas descubrir el lado B de la banda más popular del mundo. Porque después de la prueba fallida de Frank, vendrían nuevos documentales, hasta con la firma del gran Martin Scorsese (Shine a Light, de 2008). Pero por supuesto: no lo mostrarían todo.
En cambio, los verdaderos Rolling Stones están en Cocksucker blues.
SEGUÍ LEYENDO