Los abogados hablan raro. Los jueces escriben en latín. Las leyes que debemos obedecer son incomprensibles para quienes no dominan la jerga. Los procesos judiciales son laberintos borgeanos. Grandes lujos que de la profesión que monopoliza el acceso a la justicia (no se puede hacer casi nada en tribunales sin pagarle a un abogado) y de una de las instituciones públicas con menor credibilidad (el 80% de la ciudadanía tiene poca o ninguna confianza en el Poder Judicial).
Justicia Abierta viene a simplificar lo que siempre nos preguntamos y no entendemos de ese mundo oscuro en el que se definen los límites de nuestros derechos.
En la Argentina se puede privar de la libertad a una persona en dos situaciones. Por un lado, por una condena firme a prisión. A partir de que queda firme, la condena se puede ejecutar. Y, como vimos en otro episodio, las condenas quedan firmes cuando la Corte Suprema rechaza el último recurso posible, que es el recurso de queja. La segunda situación ocurre durante el proceso (esta es la prisión preventiva) cuando hay riesgo procesal. Esto es así por el principio de inocencia. De allí se sigue que la regla durante el proceso es la libertad.
¿Qué significa “riesgo procesal”? Que hay un peligro de que la persona se fugue o que entorpezca la investigación (por ejemplo, que destruya prueba o que amedrente a un testigo). O sea, no hay delitos excarcelables y no excarcelables. Tampoco se puede presumir que una persona se va a fugar porque, en abstracto, se estima que si es condenada le esperará una condena de prisión efectiva o alta.
Esto es lo que debería ocurrir, pero la realidad es muy distinta. La mitad de los presos en cárceles federales no tiene condena y en la provincia de Buenos Aires esta cifra llega al 60%. Además, cuando nos preguntamos quiénes son estas personas, se observa claramente la selectividad del sistema penal: son varones jóvenes pobres, en general vinculados a causas de drogas. En muchos de esos casos, los jueces consideran que solo por no tener trabajo o no tener un domicilio fijo ya hay riesgo procesal.
Esto ocurre porque el sistema penal intenta suplir su propio mal funcionamiento (la lentitud, la falta de condenas) con una apariencia de justicia con prisiones preventivas, aunque esto en realidad pueda violar el principio de inocencia. Es similar a lo que ocurrió con los abusos de la llamada “doctrina Irurzun”, denominada así por el juez Martín Irurzun, Presidente de la Sala II de la Cámara Federal en lo Criminal y Correccional de la Ciudad Buenos Aires, que aplicó esta doctrina para encarcelar primero a Julio De Vido y luego a otros funcionarios en casos de corrupción.
Hasta entonces, en los casos de delitos de “guante blanco” bastaba con demostrar arraigo (domicilio fijo, un trabajo, familia) y estar a derecho (presentarse cuando era convocado). Con la doctrina Irurzun se empezó a considerar, con razón, que no bastaba con demostrar arraigo o con observar el comportamiento formal del imputado en el proceso, sino que había que analizar la conducta real de la persona en el caso concreto.
El problema es que esto generó abusos y arbitrariedades. En muchos casos se consideró que por los lazos funcionales que las personas habían generado desde sus altos cargos (que todavía mantenían) y por la complejidad de los hechos bastaba para considerar que había peligro de entorpecimiento, lo que llevó a encarcelar a muchas personas violando el principio de inocencia.
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