
“Entré por el portón del jardín silencioso.
Elevaban los árboles su mole gigantesca y morían las rosas de un cielo tenebroso.
Pensé: ‘Antes que amanezca
conoceré por fin la múltiple verdad.
Me esconderé en la sombra de este antiguo follaje
Y hallaré claramente aquí en la oscuridad, sin que nadie me ataje,
la llave del secreto que hace mi desventura’”.
“La metamorfosis”, Silvina Ocampo.
***
En la pintura. En las letras. Entre tus hermanas. ¿Dónde estás, Silvina? En la casa de la calle Viamonte en la que naciste. En la de tu bisabuelo, al que visitabas diariamente durante el invierno. En la quinta de San Isidro, bautizada por la posteridad y la UNESCO como Villa Ocampo, a la que te mudabas cada verano. ¿Dónde? En los salones donde tomabas clases con tus tres institutrices, francesa, británicas, con tus profesores de castellano e italiano. En las dependencias de servicio, donde te gustaba transcurrir junto a esos actos cotidianos de lo doméstico por los que te sentías atraída, de los que participabas con la plancha, con la ropa. ¿Dónde estás? En la mirada de Victoria. En la prestigiosa revista Sur. En las confesiones con Borges. En la enroscada relación con Bioy. ¿Dónde? En lo que se dice de vos: que tenías amantes mujeres, que tenías premoniciones. ¿Dónde estás? En la poesía. En los cuentos. En la narrativa. En el humor que decías que no te comprendían. En lo siniestro. En las niñeces. En la libertad de las mujeres que ocupaban tus tramas.
Dónde.
***
Antes de que el Alzheimer desgastara las huellas de la menor de las Ocampo. Las enredara y las transformara en un eco entrecortado de ella misma. Antes de que pusiera su propio punto final, el 14 de diciembre de 1993, hubo 90 años de una Ocampo tan huidiza, exquisita, inclasificable.
***
“¡Cómo será mi sombra!
Oh, amor
¿Qué es lo que soy?
Ave, piedra, o araña,
uno de los cipreses,
o nada
Tal vez soy”.
“La metamorfosis”, Silvina Ocampo.

Un árbol de ramas encumbradas
Su nombre era Silvina Inocencia María Ocampo. Nació el 28 de julio de 1903, en el centro de la ciudad de Buenos Aires. Era la sexta hija, sería la última, de una de las familias más tradicionales y aristocráticas de la Argentina. Los Ocampo exhibían un apellido ilustre, al que honraban generación tras generación.
Su tatara-tatara-tatarabuelo, José de Ocampo, había gobernado Cuzco cuando, conquistado por los españoles, era una ciudad clave en el Virreinato del Perú; allí estuvo antes de mudarse al del Río de la Plata. Su tatara-tatarabuelo, Manuel José de Ocampo, fue uno de los primeros gobernadores de la Argentina independiente. Su bisabuelo, Manuel José de Ocampo González, fue político, candidato a presidente y amigo de Sarmiento. Su abuelo, Manuel Anselmo Ocampo, fue estanciero, militar y político. Y fue quien fundó la ciudad de Villa María en la provincia de Córdoba.
Había más. Más familia, más parientes en las ramas que se bifurcaban y se distanciaban del centro de ese árbol opulento y lustroso que la rodeaba. Familiares con dobles apellidos que presumían títulos de “conquistador”, “director Supremo”, “caudillo”, en países en plena metamorfosis, procesos independentistas, nacimiento y revolución.
Su padre, Manuel Silvio Cecilio Ocampo Regueira, era arquitecto y conservador. Había nacido en una familia de nueve hijos. Su madre, Ramona Máxima Aguirre —que encontraba disfrute en la jardinería y en el violín—, en una de ocho; creyente, religiosa. No sorprende que la pareja haya tenido seis hijas: Victoria, Angélica, Francisca, Rosa, Clara María y Silvina, la menor de todas.
***
“Soy como los reflejos de un lago tenebroso
o el eco de las voces en el fondo de un pozo
azul cuando ha llovido.
Todo lo he recibido:
como el agua o el cristal
que se transforma en cualquier cosa,
en humo, en espiral,
en edificio, en pez, en piedra, en rosa.
Soy diferente a mí, tan diferente,
como algunas personas cuando están entre gente.
Soy todos los lugares que en mi vida he amado.
Soy la mujer que más he detestado
y ese perfume que me hirió una noche
con los decretos de un destino incierto”.
“Canto”, Silvina Ocampo.

Una infancia llena - vacía
En la infancia de Silvina hubo muchas hermanas, hubo educación trilingüe —las Ocampo aprendieron a leer en inglés y en francés antes que en castellano—, hubo gran casa en la ciudad, mansión de veraneo en Beccar, campos en Pergamino, una estancia en Córdoba. Hubo electricidad y agua corriente. Hubo viajes a París. Hubo un ejército de empleados y sirvientes. En la infancia de Silvina hubo una profunda soledad.
Soledad que se hizo más honda cuando murió su hermana, Clara.
Ellas tenían once y seis, pero la historia no es de amor. O tal vez sí. Un amor que se desgarra con la ausencia. La diabetes infantil arrasó el organismo de Clara. El dolor, el espíritu de Silvina.
“Ahí supe que se había muerto. Después me pusieron un cinturón negro en signo de duelo. Entonces lloré. Pero lloré porque creía que había que llorar, porque había visto llorar personas alrededor. ¡Me sentía tan sola!”, cita Mariana Enríquez en La hermana menor, el libro en el que la retrata, que debe ser la investigación más exhaustiva sobre Silvina Ocampo.
La muerte de su hermana la lanzó hacia adentro de sí misma. A buscar la compañía de lo doméstico, lo bello de lo pequeño y cotidiano. A los cuartos de servicio donde pasaba horas participando de los quehaceres por puro placer.
“Ama a los sirvientes de la casa. Ama a las niñeras, a las costureras, a las planchadoras, a los cocineros que viven en las dependencias de servicio del último piso. Ama a los trabajadores y a los pobres”, escribe Enríquez. “Gran parte de la literatura de Silvina Ocampo parece contenida ahí: en la infancia, en las dependencias de servicio. De ahí parecen venir sus cuentos protagonizados por niños crueles, niños asesinos, niños asesinados, niños suicidas, niños abusados, niños pirómanos, niños perversos, niños que no quieren crecer, niños que nacen viejos, niñas brujas, niñas videntes; sus cuentos protagonizados por peluqueras, por costureras, por institutrices, por adivinas, por jorobados, por perros embalsamados, por planchadoras. Su primer libro de cuentos, Viaje olvidado (1937), es su infancia deformada y recreada por la memoria; Invenciones del recuerdo, su libro póstumo, de 2006, es una autobiografía infantil. No hay período que la fascine más; no hay época que le interese tanto”, enfatiza.
La académica y autora estadounidense Patricia Nisbet Klingenberg, coincide: “[Silvina Ocampo] vivió una existencia solitaria, aliviada principalmente por la compañía de varios trabajadores domésticos (...). Este, entonces, es el lugar de donde surgen sus obras, de la memoria y la identificación con aquellos identificados como otros".
***
“A veces te contemplo en una rama,
en una forma, a veces horrorosa,
en la noche, en el barro, en cualquier cosa,
mi corazón entero arde en tu llama.
Y sé que el cielo entre tus labios me ama,
que el aire forma tu perfil de diosa
de oro y de piedra, sola y orgullosa,
que nadie existirá si no te llama”.
“A veces te contemplo en una rama”…, Silvina Ocampo.

Más que la hermana menor<b> </b>
Antes de escribir, Silvina pintó.
Tenía 26 años cuando viajó a estudiar dibujo y arte a la capital francesa. Allí se unió a los artistas plásticos argentinos que se habían establecido en la ciudad de luces durante la segunda década del siglo XX y se reconocían como “El Grupo de París”. Brillarían ahí Norah Borgues, Raquel Forner, Lino Spilimbergo, Horacio Butler y Xul Solar. Silvina tomó clases con el pintor italiano Giorgio de Chirico, fundador de la escuela metafísica, y con el francés Fernand Léger, figura del cubismo. Pero, de regreso a Buenos Aires, aunque siempre tuvo un atelier, el tiempo y las letras la alejarían de los colores y los lienzos, que echó al abandono.
Probablemente, que su hermana mayor fundara la revista Sur, en 1931, y que publicara en ella a los escritores, filósofos e intelectuales más destacados de sus días —que serían los más destacados del siglo XX—, con los que tejió prestigiosas redes, influiría en ese cambio de rumbo. O quizás los versos, los cuentos y novelas siempre habían estado ahí, latiendo en ella.
Silvina acompañó el comienzo de la revista que se transformaría en símbolo de la intelectualidad nacional, de la cultura culta de una Buenos Aires que se presumía la París de Sudamérica. Pero no tuvo un rol que impactara en las decisiones sobre los contenidos, lo que estaba a cargo de su hermana Victoria, quien se volvería la Ocampo más célebre, el nombre unido a la gran literatura, reconocido mundialmente por su aporte a las letras y a la cultura, con quien Silvina tuvo un vínculo turbulento.
Victoria era quien marcaba el pulso y exhibía su poder en los círculos intelectuales del siglo XX. Silvina, escogió —o quizás fue un modo de alejarse de los reflectores sobre la cabeza de su hermana— los segundos, terceros planos. O salirse del lente. El perfil bajo. La distancia y la introspección. Aquel lugar donde no alumbraba la luz.
Uno que le ofrecía la más etérea y pura libertad.
“El más común de los lugares comunes sobre Silvina Ocampo es considerar que quedó a la sombra, oscurecida, empequeñecida por su hermana Victoria, su marido el escritor Adolfo Bioy Casares y el mejor amigo de su marido, Jorge Luis Borges. Que la opacaron. Pero es posible que la posición de Silvina haya sido más compleja. Quienes la admiran fervorosamente decretan que sin duda fue ella quien eligió ese segundo plano. Dicen que desde allí podía controlar mejor aquello que deseaba controlar. Que nunca le interesó la vida pública sino, más bien, tener una vida privada libre y lo menos escrutada posible. Que, en definitiva, ella inventó su misterio para no tener que dar explicaciones”, detalla Enriquez en La hermana menor.

En esos años —las biografías dicen que fue en 1932— comenzó su relación con Adolfo Bioy Casares, también hijo de la clase acomodada argentina, once años menor que ella. Al que por sobre los campos y riqueza que podría heredar de su familia le interesaba la literatura. Y las mujeres.
Silvina y Adolfo —apodado Adolfito para diferenciarlo de su padre del mismo nombre— se fueron a vivir juntos, sin casarse, a una estancia de la familia Bioy Casares en la localidad de Pardo, partido de Las Flores, en el centro-noreste de la provincia de Buenos Aires. Se llamaba “Rincón Viejo”. La pareja vivió allí entre 1934 y 1940. Se dice que entonces fueron felices.
En Ricón Viejo pasaron cosas. Que los atravesarían. Que los acercarían a quienes ambos querían ser.
Bioy Casares dejó la carrera de Abogacía y se sumergió en la literatura, consagrándose en 1940 con La invención de Morel. Silvina dejó el dibujo y la pintura y empezó a escribir. Probablemente ahí nacieron los cuentos que se transformaron en su primer libro, Viaje olvidado, que publicó en 1937 y que, en ese momento, no despertó demasiado interés. También ahí se volvería sólida la amistad de la pareja con Jorge Luis Borges, que se extendería hasta el fin de sus vidas.
Cuando en 1940 Silvina y Bioy decidieron casarse, el autor de El Aleph fue uno de los testigos.
Como si se tratase de una especie de profecía, después de unirse formalmente la felicidad de los Bioy —como empezaron a llamarles a partir del matrimonio— comenzó a tambalear. Probablemente no se extinguió, pero la vida se volvió algo sinuosa.
Desde el viaje de bodas alejado de lo tradicional, en el que planeaban recorrer el país en una casa rodante con amigos, que fracasó a pocos kilómetros de Buenos Aires —solo llegaron a visitar Rosario y Córdoba—, la relación se volvió compleja. Dejaron el campo y se mudaron a la ciudad de Buenos Aires, donde comenzaron otra larga etapa que incluyó colaboraciones —el trío Ocampo, Bioy y Borges escribió la Antología de la literatura fantástica (1940), la Antología poética argentina (1940) y, en 1946, el matrimonio publicó la novela policial Los que aman odian—; múltiples infidelidades de Bioy —entre las que destacan una con la escritora mexicana Elena Garro, quien era esposa de Octavio Paz—; presuntos romances de Silvina con otras mujeres —entre los que se menciona la profunda relación que sostuvo con la poeta Alejandra Pizarnik, con quien intercambiaba cartas y dedicatorias.
“Oh Sylvette, si estuvieras. Claro es que te besaría una mano y lloraría, pero sos mi paraíso perdido. Vuelto a encontrar y perdido. Al carajo los greco-romanos. Yo adoro tu cara. Y tus piernas y (..) tus manos que llevan a la casa del recuerdo-sueños, urdida en un más allá del pasado verdadero”, le escribe Pizarnik en una carta fechada en enero de 1972, meses antes de que acabara con su vida.
“Silvine, mi vida (en el sentido literal) —sigue— le escribí a Adolfito para que nuestra amistad no se duerma. Me atreví a rogarle que te bese (poco: 5 o 6 veces) de mi parte y creo que se dio cuenta de que te amo SIN FONDO. A él lo amo pero es distinto, vos sabés ¿no? Además lo admiro y es tan dulce y aristocrático y simple. Pero no es vos, mon cher amour. Te dejo: me muero de fiebre y tengo frío. Quisiera que estuvieras desnuda, a mi lado, leyendo tus poemas en voz viva. Sylvette mon amour, pronto te escribiré.
Sylv., yo sé lo que es esta carta. Pero te tengo confianza mística. Además la muerte tan cercana a mí (tan lozana!) me oprime. (…) Sylvette, no es una calentura, es un re-conocimiento infinito de que sos maravillosa, genial y adorable. Haceme un lugarcito en vos, no te molestaré. Pero te quiero, oh no imaginás cómo me estremezco al recordar tus manos que jamás volveré a tocar si no te complace puesto que ya lo ves lo sexual es un ‘tercero’ por añadidura. En fin, no sigo. Les mando los 2 librejos de poemúnculos meos —cosa seria.
Te beso como yo sé (...)”.

Pero quizás el hito mayor de esa vida en común entre Silvina y Bioy fue la adopción de su hija, Marta.
Así lo narra Mariana Enriquez.
“De vuelta de un viaje a Europa, en 1954, los Bioy se mudaron al departamento en el que vivieron hasta la muerte, durante 45 años, en la calle Posadas 1650, también en Recoleta (...) Y, cuando se mudaron, ya no estaban solos. (...) durante ese viaje, habían adoptado a Marta, la única hija de los Bioy. No fue una adopción común. Silvina no podía tener hijos. No está claro si los deseaba, pero aparentemente Bioy quería ser padre. Por entonces, una de sus amantes, llamada María Teresa, aceptó ser la mamá de su hija y entregarla en adopción. La niña nació en Estados Unidos, pero los trámites de adopción se hicieron en Francia. Allá fueron a buscarla los Bioy (...)”. “En septiembre de 1954, Silvina le escribe a su hermana Angélica, desde Francia: ‘No encontramos niñera... Hace un siglo que no lavo mi ropa y muchos días que no me baño porque no hay tiempo —y hay un solo baño—. Estoy horrible y temo que mi organismo se haya acostumbrado. Tengo el pelo color ratón y áspero, la cara medio colorada, las manos paspadas, todo perfeccionado por mi fealdad habitual. El apuro en que vivo me enloquece. No tengo ni un minuto para dedicarme a la contemplación de nada ni de nadie. Es horrible’”.
Silvina y Bioy estuvieron juntos hasta la muerte.
***
“Quisiera ser tu predilecta almohada
donde de noche apoyas tus orejas
para ser tu secreto y ser las rejas
de tu sueño: dormida o desvelada
ser tu puerta, tu luz cuando te alejas,
alguien que no trató de ser amada.
Huir de la ansiedad que está en mis quejas,
poder a veces ser lo que soy, nada”.
“Quisiera ser tu predilecta almohada”, Silvina Ocampo.

La obra
Desde el lugar que escogió por placer o por oposición al de su hermana mayor, con la que mantenía una relación distante, desde esos márgenes, vuelta sobre sí misma, Silvina escribió. Tomó su interior, sus pensamientos, su misterio, su oscuridad y sus enigmas y los transformó en poesía, en cuentos, en narrativa. En ficción, en ensayos. En antologías. Ofreciendo una vasta obra que sería reconocida como fundamental en la literatura argentina años después de su muerte. Aunque en su vida obtuvo algunos aplausos, algunos premios, como el Nacional de Poesía, en 1962, y el Municipal de Literatura, en 1954.
La niñez, la crueldad infantil, la ambigüedad moral, la metamorfosis, los cambios que tenían a la mujer en el centro de la escena —lo que hoy llamaríamos perspectiva de género, quizás, aunque no se haya considerado abiertamente feminista—, la desnaturalización de lo cotidiano, son algunos de los temas que presentan y cruzan sus tramas que suman casi dos decenas de títulos de cuentos —Viaje olvidado (1937), La furia (1959), Las invitadas (1961), Los días de la noche (1970), Y así sucesivamente (1987) y Cornelia frente al espejo (1988)— y poesías —Enumeración de la patria (1942), Espacios métricos (1945), Poemas de amor desesperado (1949), Los nombres (1953), Pequeña antología (1954), Lo amargo por lo dulce (1962), destacada como una de sus mejores producciones en el género de la lírica, Amarillo celeste (1972), Cinco poemas (1973), Árboles de Buenos Aires (1979), Canto escolar (1979) y Breve Santoral (1985).
Quizás porque era inevitable compararla con su hermana, medirla con la misma vara que a su amigo o exigirle el mismo tipo de obras que a su marido. Quizás por esa odiosa costumbre de poner a competir, de funcionar siempre de manera maniquea escogiendo entre dos opciones, es que a lo largo de la mayor parte de su carrera la crítica argentina no le dio los laureles que póstumamente querría darle. Tuvo que posarse la sombra de la guadaña. La sombra en la que tantas veces se había reconfortado para ser ella. Una en la que poco a poco el Alzheimer comenzaba a perderla mientras, huidiza también de la enfermedad, seguía escribiendo, para que se pusiera atención en sus cuentos, en sus poemas, en los que se empezó a reconocer su talento entrada la década de 1980.
La muerte no la detendría. Póstumamente aparecieron obras que compilaban textos inéditos: poesías, cuentos, hasta novelas. En 2006 se publicó Invenciones del recuerdo, una autobiografía escrita en verso libre, y Las repeticiones, una colección de cuentos con dos novelas cortas, El vidente y Lo mejor de la familia. En 2007 apareció en Argentina La torre sin fin, una novela, y en 2008, Ejércitos de la oscuridad, una obra con diversos textos. Todo fue editado por Sudamericana, que reeditó también algunas de sus colecciones de cuentos. En 2010 se publicó La promesa, una novela que había comenzado por 1963 y que, interrupciones y reescrituras mediante, terminó entre 1988 y 1989, con el Alzheimer marcándole el tiempo.
***
“Te hablaba de una larga cabalgata,
de los baños de mar, de las alturas,
de alguna flor, de algunas escrituras,
de un ojo en un exvoto de hojalata.
Me hablabas de una fábrica de espejos,
de las calles más íntimas de Almagro,
de muertes, de la muerte de Meleagro.
No sé por qué nos íbamos tan lejos.
Temíamos caer violentamente
en el silencio como en un abismo
y nos mirábamos con laconismo
como armados guerreros frente a frente”.
“Diálogo”, Silvina Ocampo.

¿Dónde estás, Silvina?
“Una de las mujeres más ricas y extravagantes de la Argentina, una de las escritoras más talentosas y extrañas de la literatura en español: todos esos títulos no la explican, no la definen, no sirven para entender su misterio. Nunca trabajó por dinero —no lo necesitaba—, no participó de ningún tipo de actividad política (ni siquiera política cultural), publicó su último libro cuatro años antes de morir (y escribió incluso cuando ya tenía los primeros síntomas de Alzheimer, con casi 90 años) y su vida social, siempre reducida, se iba haciendo nula con los años, algo casi inaudito en una mujer de su clase. El dinero le dio libertad pero nunca pareció demasiado consciente de sus privilegios que, puede decirse, apenas usó”, escribe Mariana Enriquez en La hermana menor.
La enigmática, la oscura, la rara, la que eligió las sombras, la que mostró una escritura disruptiva y no llegó a disfrutar de su reconocimiento, la que bajo los rótulos de “la mujer de” y “la hermana de” y “la amiga de”, tal vez gozó una libertad descosida a su antojo. Así de inclasificable, así fuera de la caja vivió Silvina.
Era 14 de diciembre de 1993 cuando, a sus 90 años, la enfermedad dijo: “Victoria”. Y ni así. Fiel a su estilo, sin dejarse atrapar, esquiva, indescifrable, Silvina siguió publicando. Siguió siendo Silvina.
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