
Ese 26 de diciembre de 2013, murió junto a él una manera de hacer humor que en los tiempos que corren sería impensada. Se llamaba Julio Victorio de Rissio y tenía 97 años cuando su cuerpo dijo basta. Con él se fue el Doctor Tangalanga, el personaje que había inventado para sus bromas telefónicas, aunque también usaba los pseudónimos de Raúl Tarufetti o el Licenciado Varela, según el día. Es verdad que, hoy, nadie se molestaría ni siquiera en contestar un llamado de un número desconocido. Pero, en la época del teléfono a disco, con su desparpajo y su rapidez mental había logrado hacer reír a todo un país.
No tenía alma de artista o, al menos, eso pensaba. Había nacido el 10 de noviembre de 1916 en Balvanera y se había criado en el seno una familia de inmigrantes italianos con muy bajos recursos. Para colmo, no era muy bueno con los estudios y apenas había podido terminar el primario y el secundario. Sin embargo, sus padres hicieron un gran esfuerzo para pagarle un curso de taquigrafía y dactilografía en las prestigiosas Academias Pitman. Y aunque el dinero no les alcanzó para costear el examen final y que él lograra alzarse con el tan ansiado título, los conocimientos adquiridos le sirvieron para poder ingresar al mercado laboral.
Desde los 18 años, trabajó en empresas como Bunge & Born, Conaco, Aceites Cocinero, Nobleza Gaucha y Colgate-Palmolive. En esta última, de hecho, se desempeñó durante más de tres décadas. Y, como gerente de compras de la firma, fue el encargado de recomendar a una joven llamada Susana Giménez para una publicidad gráfica de los jabones Cadum. Para ella fue el puntapié inicial a la fama. En cambio, pasaría mucho tiempo antes de que él llegara a ser reconocido en los medios.

Es que, según pensaba, lo suyo era tener una vida como la de cualquier vecino. Para entonces, ya se había casado con Nora, la mujer que había conocido desde que estaba en la panza, que le dio a sus dos hijos, Nora y Julio, y que lo acompañó hasta el final de sus días. La historia de amor entre ellos fue digna de varias notas. Y es que los padres de ella habían alquilado los cuartos de la planta alta de la casa donde vivía él cuando todavía la estaban gestando. Así que fueron amigos desde niños. Prácticamente, crecieron juntos. Y aunque después las familias se separaron, ambos siguieron en contacto. Hasta que, cuando él tenía 22 años y ella cumplió los 15, finalmente, se pusieron de novios.
Lo cierto es que, cumpliendo con sus obligaciones cotidianas dentro de la empresa para poder mantener a su familia, Julio conoció a quien lo inspiraría a comenzar con sus bromas telefónicas. Se trataba de Sixto López Ayala, quien tenía una plantación de menta en Tunuyán, Mendoza, y era proveedor de esta materia prima para la línea Colgate. La relación laboral se convirtió en una amistad y ambos solían compartir salidas, incluso, con sus respectivas parejas. Hasta que el hombre se enfermó de cáncer. Y, tras someterse a una intervención quirúrgica en los Estados Unidos, regresó a su domicilio de San Fernando para empezar su recuperación.
Julio recorría los 25 kilómetros que separaban su casa de Retiro de la vivienda de su amigo con tal de visitarlo. Pero lo veía mal. Y, aprovechando un comentario que éste había hecho sobre su perro y lo mucho que les costaba su atención, decidió llamar al veterinario y grabar la llamada con un aparato que le habían regalado a tal efecto. Le dijo que su mascota se estaba muriendo, lo desconcertó y lo hizo enfurecer con sus comentarios. “Más animal será usted, ¡qué va a ser un veterinario! Usted es un talabartero. Un amigo le llevó un canario y usted le dijo que tenía ictericia. Otro amigo mío le llevó un manto negro y usted le preguntó por qué lo llevaba de luto”, le dijo antes de que el profesional cortara el teléfono.

Al escuchar la cinta, su amigo rió sin parar. Y eso hizo que Julio repitiera una y otra vez la broma. Al punto que el mismísimo Tato Bores, uno de los habitués de la casa de Sixto, le llegó a preguntar quién le escribía los libretos. “Hablo y sale lo que sale”, le dijo quien ya se había bautizado como Tangalanga. El monologuista fue quien le aconsejó que aceptara un puesto en Odol, donde continuó por 23 años. Sin embargo, después de que su amigo murió en 1964, interrumpió las llamadas. Y solo volvió a hacerlas en 1980 cuando, después de una hepatitis que lo dejó en cama por 70 días, sus amigos lo animaron a que volviera a hacerlas.
El resto es historia conocida. Con casi 70 años, comenzó a trabajar en teatro, radio y televisión. Y, ya retirado de la actividad como empleado en relación de dependencia, decidió dedicarse a pleno a su carrera artística. Hizo giras por México, Uruguay y Chile. Y contó, entre sus seguidores, con figuras de la talla de Luis Alberto Spinetta, Charly García o Ricardo Mollo.
Hizo su última función en La Trastienda, cuando ya había cumplido los 94. Pero, para entonces, ya sentía los achaques de la edad. Después, se refugió en su hogar junto a su amada esposa. “Estás más linda que nunca, Norita”, le decía al verla, cuando ya no podía moverse de su cama. Finalmente, a los 97, murió por causas naturales en el sanatorio Otamendi, donde había sido trasladado el día previo. Y su mujer se reencontró con él, en otro plano, siete años después.
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