A un lado del camino un campesino trabaja la tierra, o mejor dicho el agua, con sus pies descalzos y un sombrero de paja en forma de cono en su cabeza. En sus manos tiene una especie de secador de piso gigante, de un metro de ancho, con el que mueve el terreno barroso de un lado para el otro en medio de una de las incontables zonas de cultivo en las que ha sembrado arroz, ese alimento que se multiplica en cada una de las comidas del sudeste asiático. Estamos en Bali, una de las principales de las numerosas islas que constituyen Indonesia.
La escenografía se repite una y otra vez a un lado y otro de la ruta asfáltica, sobre la que nos desplazamos en una moto de poca cilindrada que alquilamos a un precio bastante económico, traccionada por un combustible también barato, subvencionado en parte por el estado. Paramos a cargar en una estación de servicio, y continuamos avanzando circulando por la izquierda, herencia de un pasado británico, y rodeados de muchas otras motocicletas, que avanzan veloces y que tienen la costumbre de hacer sonar asiduamente las bocinas. Y por supuesto que siguen los arrozales a nuestro alrededor, recordándonos la condición de agricultores imperante en la isla, siendo obviamente el arroz el principal cultivo y además el verdadero símbolo de Bali, más allá de lo que representan sus playas para el turismo.
Después de un rato sobre la ruta, un cartel nos indica que arribamos a nuestro destino. Llegamos a Tanah Lot, un singular templo hindú a pocos metros del mar. Antes de entrar nos llama la atención la música que surge a un lado de la construcción religiosa. Un grupo musical conformado por lugareños, justo termina de ensayar y se dispone a almorzar. Con la amabilidad característica de la gente del lugar, nos invitan a comer, situación que aceptamos gustosos.
Varias mujeres se encargan de servir el plato principal, que por supuesto está constituido por arroz muy condimentado y un surtido de vegetales. Al igual que ellos, copiamos sus movimientos y comenzamos a comer sin cubiertos, con nuestras manos, previo a lo cual nos instan a lavarnos las manos en una olla gigante. Tomamos nuestro plato, al que también le agregan carne de cerdo, y un vaso muy grande de agua para combatir el picante, y nos sentamos en medio de los músicos, todos ellos ataviados con vestimentas blancas y con una especie de pañuelo naranja en la cabeza.

Comida de por medio entablamos conversación con algunos de ellos y nos cuentan que todos los días llegan al templo por la mañana y por la noche. A medida que nos comunicamos, comenzamos a descifrar la procedencia del grupo. Además de ser muy amistosos, de vivir en base al arroz y de regalarnos incontables sonrisas, las personas que nos reciben son excelentes músicos, conformando lo que es conocido como un gamelán, es decir una orquesta típica de Bali.
Luego de comer, y antes de empezar a tocar, se toman un instante de relax, llamándonos la atención que la mayoría de las personas fuman. Poco después se posicionan cada uno en su lugar y los sonidos comienzan a fluir armoniosamente. La orquesta está conformada por casi treinta músicos, los cuales emplean metalófonos con teclas de bronce, gongs también de bronce, símbalos, flautas y tambores que se golpean a mano.
La música no se toca generalmente en conciertos, sino que acompaña ceremonias en los templos o piezas teatrales que narran antiguos ritos y leyendas hindúes, formándose las orquestas por grupos de campesinos, inclusive niños, que se asocian en clubes, compitiendo muchas veces entre sí.
El arroz nos deja llenos por dentro y la música inunda nuestro cuerpo. El gamelán despliega la esencia misma de Bali.
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