Tiene ELA y su mayor deseo es volver a beber un sorbo de agua fría: “Cuando se acabe mi tiempo solo pido plegar mis alas y descansar”

“¿Cuál es el colmo de un psicomotricista? Tener ELA”, dice Liliana Trogrlich, una licenciada en psicomotricidad de 66 años que recibió el diagnóstico de la enfermedad en 2019. Desde entonces, lucha por la ley de Eutanasia en Argentina. Sus días, sus alegrías, sus miedos, sus anhelos y su ruego de humanizar la muerte

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"Liliana, 66 años, madre, abuela, técnica en hemoterapia y licenciada en psicomotricidad; paciente con ELA, y pongo aquí un punto y coma porque justamente el diagnóstico significó una bisagra en mi camino", resumió
"Liliana, 66 años, madre, abuela, técnica en hemoterapia y licenciada en psicomotricidad; paciente con ELA, y pongo aquí un punto y coma porque justamente el diagnóstico significó una bisagra en mi camino", resumió

Liliana Trogrlich extraña beber un sorbo de agua fría, sentir ese suave escozor deslizándose por su garganta. Añora amasar pan con avena y azúcar negra, comerlo con queso y vino tinto. Sus deseos más fervientes son los más elementales. Esas sensaciones chiquitas, esos placeres mundanos son su perdición. Acepta que sean anhelos inalcanzables, recuerdos de otros años. Esas experiencias pertenecen a los tiempos de gracia, cuando vivía en el mundo de los sanos. La bisagra sucedió en 2019.

Era madre de dos hijos, abuela de dos nietos, tenía 63 años, tres décadas a cuestas como técnica en hemoterapia trabajando en el sistema de salud público y privado, tres años de renovación como licenciada en psicomotricidad asistiendo con un taller lúdico a pacientes oncológicos adultos mientras recibían quimioterapia, cuando le dieron el diagnóstico y las respuestas a sus inquietudes. “¿Saben cuál es el colmo de un psicomotricista? Tener ELA”, escribió.

Su trayectoria la había enfrentado al padecimiento de los pacientes. Conocía la tortura de las enfermedades y el umbral de la muerte por su trabajo en las guardias y las salas de internación de los hospitales. Tenía 55 años cuando decidió retomar los estudios universitarios y se formó en psicomotricidad, una disciplina dedicada a valorar y estimular las facultades sensoriales, motrices, emocionales y cognitivas de la persona. Trabajó hasta su jubilación ayudando a vivir a adultos oncológicos en plan de quimioterapia.

Había nacido, estudiado y casado en la ciudad de Córdoba. Se había mudado al conurbano bonaerense donde nacieron sus dos hijos. Había residido en Villa Ballester. Vivía en Ramos Mejía. Estaba sana y activa. “Yo me sentía bien, miembro del mundo de los sanos, estaba terminando mi tesis para lograr la licenciatura en psicomotricidad, proyectaba mudarme para disfrutar de mis nietos; no había lugar en mis pensamientos para una enfermedad”.

El inicio de los síntomas se confundieron en hechos aislados. El cuerpo le estaba avisado. Ella trató los indicios con indiferencia. Iba al gimnasio: hacía un entrenamiento de dos horas de elongación y ejercicios aeróbicos. Percibió la pérdida de masa muscular en los cuádriceps y le pidió a su entrenadora cambiar de rutina. Pero no era eso. Mientras estudiaba se le formaba un hilo de saliva. “Qué boba, tan concentrada estoy que me babeo”, pensaba. No le dio importancia. No era la concentración. Tampoco interpretó la profundidad de una peculiar pregunta que le hizo una paciente: “¿Sos extranjera?”. “No, ¿por qué?”, repreguntó Liliana. “Porque tenés una forma especial de hablar”, le respondió. No era el idioma. “No advertía que el ELA se instalaba en mi garganta”, ilustra ahora a través de una comunicación por correo electrónico.

Forma parte del grupo "Eutanasia Derechos y final de vida", "donde es posible el debate plural y respetuoso de los temas que toman forma cuando nos animamos a expresar que la vida es un derecho que no queremos se convierta en obligación ni en un castigo", explicó
Forma parte del grupo "Eutanasia Derechos y final de vida", "donde es posible el debate plural y respetuoso de los temas que toman forma cuando nos animamos a expresar que la vida es un derecho que no queremos se convierta en obligación ni en un castigo", explicó

Su primera alerta fue una parestesia peribucal atada a una cirugía de implantes dentales. Le asustaba tener dificultades para cerrar los labios. “El neurólogo me dijo que era la secuela de una parálisis facial sensitiva y me indicó sesiones de electroestimulación. Pasaron los meses y me hacía ruido que mejoraba, caía y volvía a mejorar”, repasa. El médico no le entregó una respuesta concisa a la oscilación de su padecimiento: al año abandonó el tratamiento y al profesional. Ya había tenido, para entonces, caídas sin motivos aparentes y un aumento de inestabilidad en la marcha.

“Soy hipoacúsica de nacimiento, al parecer las maniobras con fórceps afectaron el nervio auditivo de un oído; en los hechos eso condenó mi caminar a cierta inestabilidad que debía compensar pero nunca había provocado caídas”, enseña. Las dudas fueron consolidándose de a poco, mientras las advertencias físicas se acumulaban. La doctora Andracchi fue la primera que le habló de una enfermedad llamada esclerosis lateral amiotrófica y que todos conocen como ELA: “Con amorosidad me acompañó a pensarla, a conocerla y a asimilar su presencia en mi vida”.

En 2019, el instituto FLENI le confirmó las sospechas: el diagnóstico definitivo reza “esclerosis lateral amiotrófica de origen bulbar, que cursa con sialorrea, disfagia y disartria”. Liliana ya lo había estudiado y memorizado: sabía todo sobre esta enfermedad sin cura, neurodegenerativa, progresiva, que por protocolo tiene una sobrevida de entre dos y cinco años a partir de su inicio. “Cada palabra que la describe es un cuchillo que se clava muy profundo, pero yo me había armado tanto para resistir y mostrarme fuerte que me desvelaba por desvelarla y solo después de meses comenzó a doler”, describe.

Le dolió ya no poder llevar el carrito de las compras. Le dolió verse obligada a buscar otro gimnasio que no tuviese escaleras. Le dolió perder nueve kilos en dos años. Le dolió dejar de trabajar con pacientes oncológicos. Le dolió alejarse de la psicomotricidad y celebró, en simultáneo, seguir entrenándose aunque sea en la planta baja de otro gimnasio, comer chocolates sin culpa y que la paradoja de su oficio colabore en su tránsito por la enfermedad.

La ELA -dice- anula toda elección, socava el deseo y libra batallas de una guerra ya perdida. También va degenerándose el habla sin prisa y sin pausa; va desintegrándose su capacidad de deglución: solo come alimento en forma de papilla o puré, lo mezcla con agua y restringe su hidratación a la mañana, cuando sus músculos están más descansados y pueden desplegarse para prevenir que se ahogue. “Por suerte aún conservo bastante bien el reflejo tusígeno que evita que el líquido vaya a los pulmones”, agradece. Por suerte, festeja Liliana, aún puede toser.

Una foto de antes del diagnóstico con su nieto más grande, Jano. "¿Mi final? No hay certezas de cuándo pero el cómo es previsible", acepta
Una foto de antes del diagnóstico con su nieto más grande, Jano. "¿Mi final? No hay certezas de cuándo pero el cómo es previsible", acepta

Es autónoma: vive sola. Se anticipó al comienzo de la pandemia. En febrero de 2020 se mudó a Godoy Cruz, ciudad de Mendoza, para estar cerca de sus hijos Nicolás y Lizzy y de sus nietos Jano e Ivo de 15 y 12 años. Usa el andador para desplazarse en su departamento luminoso, “donde puedo por las ventanas contemplar en el horizonte la luna llena y dejarme bañar por su luz, o donde desde el balcón puedo llenar mis ojos del lila-jacarandá de la plaza: placeres que disfruto”, describe. No sale mucho: critica que la ciudad tiene veredas muy altas, escalones que son estorbos y rampas que son trampas para su andador y su trípode.

La asisten periódicamente su neurólogo, su neumonólogo, su fonoaudióloga, su kinesióloga, su nutricionista, su médico clínico y un equipo de enfermería que, en conjunto, se esfuerzan en minimizar el avance de la enfermedad y la conquista del cuadro de sintomatología. Goza de autonomía para encargarse de su cuidado personal. Conserva la movilidad en todos sus miembros. Pero cualquier actividad significa un desgaste energético de carácter prohibitivo: “Los músculos del cuello y los hombros se agotan rápido. De la insistencia de sostener la cabeza también surge el dolor”.

Disfruta su presente y la visita de sus nietos, preparar su desayuno, hablar con sus amigas por WhatsApp, leer, mirar series. Valora no padecer calambres ni dolores agudos. Le falta, eso sí, la paz del porvenir, “la paz de contar con una ley de eutanasia que me ayude a morir con dignidad cuando ya no reflejen deseos mis ojos, cuando el sufrimiento de la impotencia indique que es hora de partir”. Asimiló que su futuro tiene una sola cara: “Mi mente prisionera de un organismo deteriorado por la pérdida de casi todos los músculos voluntarios, incluso de los que facilitan la respiración”.

“Son muchos los cuchillos que con el tiempo y con las pérdidas se clavan más profundo, pero cuento también las alegrías cuando gano alguna batalla de esta guerra ya perdida, porque tengo claro que cuando dejen de funcionar casi todos mis músculos voluntarios la guerra estará perdida”, asegura. No se cuestiona por qué a ella: cree que es una pregunta inútil. Sí sostiene la gratitud con la enfermedad por no habérsele manifestado antes: agradece que le haya otorgado tiempo de vida útil. “Mientras tanto -dice- cuido que la piel no se haga cuero y sentir el fluir de las emociones y las ideas”.

Liliana, que durante sus años profesionales convivió con las vicisitudes de la muerte, bien sabe que se va a morir en unos años. El diagnóstico declara una sobrevida de cinco años como máximo. Pero hay eventualidades: Liliana habla de los “eláticos”, las excepciones al dictamen médico, los pacientes que viven décadas sorteando el final y sin sacrificar (todo) el bienestar. Así como busca quitarle fatalismo a la enfermedad, también propone una resignificación de la muerte.

Maduró, a partir de la confirmación de su diagnóstico, sus ideas sobre la definición de vivir. “Somos siendo cuerpo”, pronuncia. “Es decir, una unidad bio, psico, sociocultural y ambiental que se sostiene en, por y para la relación con los otros. Pero, ¿cómo sostener la interrelación cuando se rompen los puentes que entraman lo orgánico y lo psíquico? Tengo una familia pragmática y entendemos que el desconocimiento acrecienta los miedos, por eso supieron desde el comienzo acerca del ELA y de mi relación con la enfermedad”.

Una mujer con un cartel en el que se lee: "Morir en paz es un derecho" durante una concentración en la Puerta del Sol, en Madrid, España. La ley entró en rigor el viernes 25 de junio (Europa Press)
Una mujer con un cartel en el que se lee: "Morir en paz es un derecho" durante una concentración en la Puerta del Sol, en Madrid, España. La ley entró en rigor el viernes 25 de junio (Europa Press)

Su familia ya asumió la naturaleza irremediable del diagnóstico. Confían en su fuerza e invierten esperanzas módicas en la ciencia. “Es en la experiencia corporal con los otros donde fluyen las emociones y anidan las ideas pero cuando mi cuerpo ya casi no tenga movimientos voluntarios y sólo se sostenga en una espesa trama de dolor y de impotencias, sabré ya consumido todo mi tiempo”, reflexiona. Dice que alguno le hablará de que será momento de esperar, le contarán el sermón de la ética, de los dioses que condenan, de un bien social superior. Elegirá no escucharlos.

Alguna vez, también, escribió un texto titulado “la vida es un derecho, no una obligación”. En sus líneas, pidió: “Imagínense por un momento sin brazos para abrazar, sin ojos que brillen con el deseo de querer mirar. Imaginen ser ese cuerpo que ama y extraña tanto su vida y que solamente pide le ayuden a ejercer su derecho a morir una muerte digna. Entonces quizás puedan vislumbrar mi necesidad de contar con una ley de Eutanasia”.

Dice que en tardes tranquilas bajo el sol mendocino recuerda que España se convirtió en la séptima nación del mundo en sancionar la ley (Holanda, Bélgica, Luxemburgo, Colombia, Canadá y Nueva Zelanda, los otros) y en su mente se anida la ilusión de que Argentina se transforme en el octavo. Los proyectos de ley en el país son escritos que están esperando su tiempo justo. El debate va ganando espacio de interés en la opinión pública. No hay nada formal aún presentado en el Congreso que solicite la finalización intencional de la vida. Se prevé, sin embargo, que no faltará mucho tiempo para que la demanda creciente de la sociedad sea deliberada por los legisladores.

Liliana se anticipa a las críticas de los sectores más conservadores y responde sin que le pregunten. “Los que apoyamos la ley de Eutanasia no deseamos la muerte, al contrario, tenemos un profundo amor y respeto por la vida lo que nos mueve a reconocer cuándo llega el último futuro, el momento de plegar las alas para disponernos a descansar”.

Su visión de la enfermedad también atañe al vicio de los vivos de ocultar los muertos, de censurarlos. “Por años nos enseñaron esconder a los moribundos de la vista de la sociedad y de sus seres queridos, evitando por ejemplo que los nietos despidan a sus abuelos. Le pusimos un manto de silencio a la muerte, aceptamos que nos asuste su irreversibilidad y conminamos al enfermo terminal a un entretiempo que lo inmoviliza y va rompiendo lazos con su biografía. Creo que tal vez es hora de desmitificar, de aceptarla como parte del camino de la vida, de darnos la posibilidad de morir la propia muerte con la dignidad que decidimos vivir y afrontar la enfermedad”.

Liliana desea plegar sus alas y descansar cuando se acabe su tiempo. Su tiempo se acabará cuando ya la cubra una espesa trama de dolor e impotencias. No después. Lo que pide, entonces, es que el final de su tiempo y el final biológico sean simultáneos.

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