
Hace unos días dialogamos en la ciudad de La Plata sobre la interacción entre derechos, justicia y democracia, invitados por la Asociación Diké, con el objetivo de realizar un diagnóstico profundo y elocuente acerca de la gravedad -y del consecuente costo social- de la situación jurídico-judicial que estamos atravesando en el presente, como así también, para pensar distintas estrategias y acciones mancomunadas para salir de este hondo agujero negro con la mirada puesta en el futuro.
Al final del evento, y en un ámbito más descontracturado, alguien nos dijo: “¡No pensé que fueran tan críticos!”. La pregunta que inevitablemente se impone es la siguiente: ¿acaso como académicos, profesores universitarios y abogados litigantes comprometidos con un ejercicio profesional orientado por los valores democráticos y por el Estado constitucional y convencional de derecho, se puede no ser profundamente críticos frente a los tiempos aciagos que corren?
Ningunear a la Constitución y al Congreso de la Nación a través del uso abusivo de una facultad extraordinaria como lo son los DNUs; utilizar la violencia y los discursos de odio para amedrentar -sumisas y calladas en palabras propias del sistema patriarcal-; profundizar la lógica de la doble vara, la cancha inclinada y amigo/enemigo; es decir, poner en jaque las reglas y cimientos sobre los cuales se edifica una sociedad para ser previsible y amorosamente vivible. De la paz al caos como forma de dominación.
Es tanto y de tal envergadura lo que ha sucedido en estos tiempos que los ejemplos autocráticos se renuevan y suman día a día. Por citar uno bien actual son los proyectos de ley sobre temáticas que forman parte de la columna vertebral de un país como es el régimen laboral y penal al que se le pretende dar trámite exprés, contrariamente a lo que hemos vivido con los riquísimos debates sociales generados en torno a las leyes clave como matrimonio igualitario, interrupción voluntaria del embarazo y el Código Civil y Comercial que este 2025 cumplió 10 años de vigencia y cuyo anteproyecto recorrió la Argentina en 18 encuentros federales. No se discute, no se piensa, no se dialoga; solo se piensa en arrasar y domesticar.
En este contexto -y recordando a un personaje icónico de nuestra infancia- cabe preguntarse: ¿Quién podrá defendernos? Es aquí donde aparece en escena el Poder Judicial. ¿Está a la altura de las circunstancias, de tamaña responsabilidad que le demanda los tiempos actuales? La respuesta negativa se impone. Concentrados en su vértice a nivel federal, las pruebas para arribar a esta conclusión son elocuentes. Con solo recordar que uno de sus integrantes ha reconocido en algunas oportunidades -citando a la corte norteamericana- “’Con tristeza por esta Corte’ (…) El poder y no la razón es la nueva costumbre en el proceso de decisión de esta Corte” (Acordada 11/2023); “Que la invocación de principios de buena administración o gestión, no logran iluminar la oscuridad de los intereses que inspiran una serie de decisiones (…) de esta Corte” (Acordada 18/2024) o la “ambición desmedida” (Acordada 45/2024).
Una Corte Suprema de Justicia que hace del tiempo -como de la discrecionalidad- una clara y potente herramienta de manipulación política, en el que se toma casi 16 años para decretar la inconstitucionalidad de la ley del Consejo de la Magistratura y colocar a su presidente a cargo también de este importante órgano, casi 7 años para resolver la identidad de un niño nacido en el marco de una pareja de varones por gestación por sustitución o sigue sin resolver en modo “siga siga” planteos medulares como la constitucionalidad del decreto 70/2023.
Una Corte Suprema de Justicia que avala interpretaciones “ameba” en materia de la legitimación procesal activa cuando están en juego derechos humanos en especial, tratándose de conflictos de tinte colectivos que son los que suelen comprometer a los gobiernos autocráticos.
Una Corte Suprema de Justicia que le escapa al debate sobre su propia calidad institucional como encierra la paridad de género, pero a la par, es sumamente exigente para contar renglones y dejar afuera de la cancha conflictos sociojurídicos de relevancia haciendo uso de las formalidades que exige la Acordada 4/2007 y que esta misma prevé “según su sana discreción” que algún defecto formal “no constituya un obstáculo insalvable para la admisibilidad de la pretensión recursiva”. En este punto: ¿es posible que una norma dictada en un mundo analógico y papelizado se mantenga inalterable cuando estamos viviendo una era digital sostenida por el desarrollo científico y tecnológico con un factor de aceleración inédito en la historia de la humanidad? Mientras en el tribunal se siguen contando analógicamente renglones y hojas a partir de información digitalizada, la inteligencia artificial avanza a pasos acelerados hacia formas cada vez más robustas -incluso la aspiración de una inteligencia artificial fuerte- y la computación cuántica se desarrolla vertiginosamente con el objetivo de transformar el mundo mediante una capacidad de cálculo hasta hace poco impensable.
Contrariamente a lo expresado por el presidente del tribunal, cuando un gobierno utiliza los mecanismos excepcionales -previstos por la Constitución con el objeto de poder superar situaciones impredecibles y urgentes- para clausurar el funcionamiento del Congreso y arrasar a sola firma con el sistema de derechos, el Poder Judicial debe actuar de forma urgente y comprometida, sin esperar los “tiempos de la política”, debido a que justamente la política fracasó rotundamente y sin la intervención de la justicia la democracia se transforma en autocracia generando un daño intergeneracional difícil de estimar.
En este contexto, ser críticos y estar cada vez más preocupados por un Poder Judicial que no podrá defendernos en tiempos de autocracia, atropellos constitucionales y violencias múltiples es un imperativo ético.
Tocar fondo puede convertirse en una ventana de oportunidad: la posibilidad de generar nuevos anticuerpos colectivos -institucionales, culturales y democráticos- capaces de sostener una etapa de de/reconstrucción que, tarde o temprano, llegará. Pero esa oportunidad no opera por inercia: exige una decisión previa sobre el lugar desde el cual se transita la crisis.
El interrogante más incómodo, y a la vez el más decisivo, no es si el deterioro se profundizará, sino qué rol se está dispuesto a asumir frente a él: intervenir de modo activo -con costos, conflicto y responsabilidad- o bien limitarse a ser un mero espectador, también con costos, aunque más silenciosos. La pasividad no es neutral: suele funcionar como una forma de consentimiento diferido y, en contextos de erosión institucional, termina siendo un combustible adicional para la degradación.
En palabras de una metáfora hoy popular, “en la vida hay que elegir”. Y esa elección es todavía más inexorable cuando lo que está en juego es el valor y el peso real del Poder Judicial como garante último de la fuerza normativa de la Constitución, de la vigencia efectiva de los derechos y del funcionamiento sustantivo del sistema democrático. Cuando el Poder Judicial abdica -por comodidad, temor, cálculo o resignación- no solo pierde autoridad: se debilita la Constitución como límite, y lo que aparece en su lugar es una legalidad meramente formal, administrada desde el poder de turno y no desde el derecho.
Por eso, la pregunta no admite eufemismos: ¿se quiere ser parte de la reconstrucción o del decorado? ¿Se quiere asumir el costo de defender un modelo constitucional que impone límites, controles y razones públicas, o se prefiere la tranquilidad momentánea de mirar desde afuera mientras el deterioro se normaliza? La historia enseña que, cuando la degradación institucional se vuelve costumbre, el precio de recuperar la República siempre es mayor. Y casi nunca lo paga quien provocó el daño: lo paga la ciudadanía, lo pagan los derechos, lo paga la democracia.
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