En Argentina existen diversas iniciativas parlamentarias para legalizar la eutanasia y/o el suicidio asistido. Presentándose como ampliación de derechos, apelan a conceptos distorsionados de autonomía, compasión o dignidad, más una interpretación forzada del derecho vigente y un uso impropio de precedentes judiciales que no habilitan la intervención médica para causar la muerte.
En mi artículo “La eutanasia como falsa solución y cuál es la auténtica alternativa bioética” argumenté bioéticamente cómo la adistanasia, acompañada de cuidados paliativos, es la respuesta adecuada frente al sufrimiento extremo evitando el homicidio, el suicidio y el ensañamiento terapéutico. Aquí demostraré desde lo jurídico, que la legalización de la eutanasia constituye una ruptura estructural con el sistema constitucional, penal y convencional argentino.
Básicamente se pretende transformar la muerte deliberada en una prestación sanitaria regulada, habilitando una de estas dos prácticas o ambas: a) la eutanasia, mediante la administración directa de una sustancia letal por parte del médico, y/o b) el suicidio asistido, donde el profesional provee los medios para que el paciente ejecute el acto final. Para ello, introducen definiciones vagas de “padecimiento grave” o “sufrimiento intolerable”, intentan incorporar estas prácticas al Programa Médico Obligatorio y crean comités con facultades decisorias sobre vida o muerte. Esquema que ha fracasado ya en otros países, especialmente por la denominada “pendiente resbaladiza”, expandiendo progresivamente los supuestos habilitantes.
Todo ello contradice frontalmente el derecho argentino vigente y desnaturaliza la función médica. Las leyes 26.529 y 26.742 permiten al paciente rechazar tratamientos médicos permitiendo el curso natural de la patología terminal. Sin embargo, ninguna autoriza, ni expresa ni implícitamente, intervención alguna destinada a causar la muerte. Se trata de una autonomía negativa o derecho a decir “no” a procedimientos, y no de una autonomía positiva exigiendo un homicidio.
Adecuar el esfuerzo terapéutico y suspender medidas fútiles son prácticas lícitas. La eutanasia, sin embargo, encuadra en el Código Penal como homicidio (arts. 79-80). La distinción entre “dejar morir” y “hacer morir” no es semántica, sino un límite esencial porque la vida humana es un bien jurídico indisponible, incluso para su titular, como presupuesto de todos los derechos.
Luego, el consentimiento no justifica delitos contra la vida. El Código Penal tipifica la asistencia al suicidio (art. 83), pudiendo atenuar el homicidio pietoso (doctrina y art. 41), pero nunca elimina su tipicidad, antijuridicidad e ilicitud por contexto médico, compasión ni anuencia.
Particularmente grave resulta la autoría médica porque la eutanasia invierte el rol del médico normativamente definido (Ley 17.132) para curar y aliviar, transformando el garante de vida en agente de supresión, aun cuando sea por compasión. Ello es incompatible con el principio de igualdad ante la ley porque el mismo acto homicida realizado por un tercero, se convertiría, si lo ejecuta un médico, en una prestación sanitaria.
En el caso del suicidio asistido, aunque el médico no ejecute materialmente el acto final, crea un riesgo jurídicamente prohibido al proveer los medios letales. Desde la dogmática penal, ello configura participación necesaria o autoría mediata. Su licitud exigiría redefinir arbitrariamente la causalidad y la imputación objetiva mediante una excepción ad hoc ajena al sistema penal argentino.
Constitucional y convencionalmente, la legalización de la eutanasia o del suicidio asistido excede el margen legislativo y vulnera el derecho a la vida. La Constitución Nacional (art. 33 según CSJN 310:112 y 323:1339 más art. 75 inc. 22) protege la vida como derecho implícito preexistente, incorporando tratados internacionales que imponen al Estado un deber positivo y reforzado de protección, especialmente en situaciones vulnerables.
La Convención Americana sobre Derechos Humanos (art. 4.1) establece que nadie puede ser privado de la vida arbitrariamente, en tanto ilegal, desproporcionado o sin individuación judicial (Corte IDH). La eutanasia incumple con aquel mandato por su potencial automatismo y vulneración de la inviolabilidad vital, sin constituir una medida necesaria ni proporcional, sino la institucionalización de una privación deliberada de la vida por razones subjetivas e incompatible con el deber estatal de protección.
El art. 6 del PIDCP reconoce el derecho inherente a la vida, protegido por ley contra privaciones arbitrarias en tanto selectivas, aleatorias o convenientes no basadas en la razón ni en la naturaleza (Convención de Viena y CIDH). Legalizar la eutanasia en Argentina viola aquel mandato por ser innecesaria, desproporcional (Observación General 36 CDHNU) y regresiva, invirtiendo la tutela estatal por habilitación de muerte deliberada, discriminando estructuralmente al vulnerable y sometiéndolo a un régimen letal excepcional que infringe la igualdad. El Estado argentino no puede dictar medidas regresivas en DDHH por el principio de progresividad consagrado por la CSJN (338:1347; 331:2006), derivado del art. 75 inc. 22 CN y PIDESC art. 2.1.
Los fallos Bahamondez, Albarracini Nieves y M.A.D. reconocen el derecho a rechazar tratamientos médicos, no a ser muerto. La CSJN explícitamente señaló que se trata de permitir que la naturaleza siga su curso, no de causar activamente la muerte. Utilizarlos como fundamento eutanásico constituye una tergiversación jurisprudencial incompatible con el control de constitucionalidad.
El pretexto de “otros países ya la legalizaron” carece de valor normativo. Ningún tratado internacional de derechos humanos reconoce la eutanasia como derecho ni genera obligaciones para terceros Estados. Más aún, la mayoría de los Estados la prohíbe. Donde fue legalizada, ocurrió por vías judiciales o legislativas incompatibles con el sistema argentino confirmando además y frecuentemente, la pendiente resbaladiza.
Por vía judicial, Canadá, Colombia y Ecuador habilitaron estas prácticas mediante reinterpretaciones forzadas del “derecho a la vida” extendiéndolo al “derecho a no vivir”, confirmando la pendiente resbaladiza al incluir progresivamente a no terminales, menores, discapacitados o con sufrimientos psicológicos (Bill C-7). Todas medidas deficitarias de legitimidad democrática. Por vía legislativa, Países Bajos, Bélgica, España y Uruguay permiten la eutanasia con modelos constitucionales sin cláusulas equivalentes de protección de la vida como en Argentina, e incluyendo, los dos primeros, el causal por “cansancio de vivir”. Mismo causal, entre depresión y problemas existenciales, por los cuales Suiza amplió su permisión del suicidio asistido por excepción penal no médica, gestionado por organizaciones civiles, evitando modificar al rol médico, pero incompatible con la indisponibilidad constitucional de la vida en Argentina.
Todos estos casos muestran las graves consecuencias de abandonar el deber estatal de proteger la vida y su indisponibilidad, hipertrofiar la autonomía, invertir el rol médico e institucionalizar la muerte deliberada como opción.
Si el objetivo es aliviar el sufrimiento extremo cuando no existe eficacia terapéutica, la respuesta jurídica adecuada es la adistanasia, absteniéndose de tratamientos fútiles, desobstaculizando lo que obstruye una muerte inminente e irreversible y manteniendo cuidados paliativos. Es lo regulado por las leyes vigentes, lo autorizado por la CSJN y recomendado por las guías bioéticas contemporáneas. La adistanasia respeta la autonomía, cumple con la beneficencia, evita la maleficencia y protege al vulnerable, sin riesgos de pendientes resbaladizas, sin exigir modificar el Código Penal ni redefinir la función médica.
La legalización de la eutanasia o del suicidio asistido en la Argentina no supera la prueba de constitucionalidad ni convencionalidad. Vulnera el derecho a la vida, invierte el deber estatal de protección, introduce discriminación estructural y erosiona los fundamentos del Estado de derecho.
El derecho argentino no está atrasado. Está comprometido con un modelo jurídico que protege la vida rechazando tanto el ensañamiento terapéutico como la muerte deliberada. La adistanasia constituye la respuesta jurídicamente madura al sufrimiento humano porque cuida sin ensañarse, alivia sin matar y acompaña sin abandonar, preservando la dignidad del paciente, de sus familiares, del profesional de la salud y de los terceros involucrados en el proceso de final de vida.
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