
Seamos claros: el mundo de hoy es un G2, con Estados Unidos y China disputando la hegemonía mundial en los planos tecnológico, militar y comercial. No estamos, sin embargo, en tiempos de Roma y Cartago, ni en la era de las guerras napoleónicas, cuando las grandes potencias se enfrentaban militarmente en el campo de batalla. En la era nuclear, ese tipo de confrontación armada y directa es impensable: el riesgo sería la extinción misma de la humanidad. La bipolaridad sigue ardiendo, pero se expresa - como advertía Clausewitz - por otros medios, tales como la política comercial.
De hecho, ess esta la partitura con la que debe interpretarse el ‘tarifazo’ de Donald Trump, cuyo principal objetivo le llama precisamente China. Pekín ocupaba la primera línea de la lista que el propio presidente presentó en la Casa Blanca y fue la única excepción en la suspensión de 90 días, decretada de forma repentina tras varias señales de alarma en los mercados financieros. Por otro lado, China fue también el único país que respondió de inmediato, y sin titubeos, con medidas equivalentes.
Esta misma lógica ayuda a descifrar el reciente acercamiento de Washington a Moscú, a costa de las aspiraciones ucranianas. La verdadera prioridad no es asegurar derechos sobre minerales raros ni ahorrar unos cuantos miles de millones en ayuda a Kiev. El objetivo es otro: intentar frenar la alianza ruso-china, que se intensificó significativamente tras el intento occidental de aislar a Putin.
Lo mismo se aplica a la amenaza de tomar control de Groenlandia, un territorio autónomo de Dinamarca. Una vez más, Estados Unidos busca frenar la influencia china - ya sea en la construcción de aeropuertos o en proyectos de explotación minera - en una zona y unas aguas de enorme interés geoestratégico.
Sin embargo, el principal dilema norteamericano en su rivalidad con China se juega en otro plano. Hace apenas unos días, el influyente analista del New York Times, Thomas Friedman, retrató este dilema en una columna titulada “I Just Saw the Future. It Was Not in America”, en la que relataba su visita al nuevo centro de investigación de Huawei en Shanghái: un campus de 104 edificios, construido en apenas tres años, donde trabajan 35.000 científicos. Vale realmente la pena leerlo: es sobre un gigante otrora incontestado que, de repente, ve acercarse a otro gigante dispuesto a desafiar - por primera vez - su hegemonía.
Para nosotros, los argentinos, esta nueva fase de bipolaridad entre Estados Unidos y China conlleva un riesgo particularmente significativo: la incertidumbre. Esa incertidumbre se traduce en un posible debilitamiento del crecimiento global y en una presión a la baja sobre los precios de las materias primas que exportamos. Pero también significa menor apetito por inversiones en mercados como el nuestro, o incluso una fuga de capitales hacia activos considerados más seguros, como el oro o el propio dólar.
En este contexto, el reciente acuerdo con el FMI y la relación privilegiada que el presidente Milei ha cultivado con Donald Trump - cuando pocos apostaban por su regreso - se tornan aún más estratégicos. Son dos activos externos clave: el respaldo financiero del Fondo y el apoyo político de Washington. Ambos son fundamentales para que las reformas internas hacia la liberalización de nuestra economía no solo avancen, sino que realmente se traduzcan en inversión, empleo y crecimiento sostenido.
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