
Transcurre el año 1990 y nos encontramos en la oficina del jefe de ventas de una compañía. ¿Qué tareas vemos que realiza? Coordina a su equipo, atiende llamadas (aún desde el teléfono fijo), planifica visitas comerciales y revisa informes en papel. Los procesos de ventas se mantienen estables a lo largo del tiempo y los entornos son previsibles. Podemos deducir, por tanto, que la capacitación que recibió en habilidades de negociación y gestión de clientes le sirve y le puede servir por muchos años.
Llegamos al presente. El rol de ese mismo jefe ya no puede ser definido por las tareas recién detalladas. Hoy maneja herramientas de gestión de relaciones con los clientes avanzadas, muchas de ellas mediante el uso de la inteligencia artificial; coordina ventas a través de plataformas virtuales; supervisa campañas de marketing digital; y gestiona equipos que pueden estar trabajando desde cualquier lugar del mundo.
Además, debe -por ejemplo- integrar datos en tiempo real para tomar decisiones y mantenerse al tanto de las tendencias del mercado global, lo que implica una necesidad constante de formación y adaptación para poder liderar de manera efectiva. La evolución tecnológica y la digitalización de los procesos laborales han provocado que el aprendizaje continuo se transforme en una necesidad constante para los líderes de hoy. Está claro: ya no basta con haber obtenido un título universitario y confiar en que ese conocimiento será suficiente para enfrentar las tareas del futuro.
Hoy terminamos de dominar una herramienta y nos encontramos que ya hay una nueva versión o un sistema completamente diferente que hay que aprender. El escenario actual demanda adquirir nuevos saberes y destrezas, a una velocidad tan vertiginosa que también nos obliga a incorporar habilidades emocionales para lidiar con la exigencia de mantenernos competitivos y relevantes en los roles que debemos desempeñar.
Claro está que la responsabilidad de promover el aprendizaje continuo no puede quedar solo en la esfera individual. Desde las organizaciones se debe fomentar una cultura del aprendizaje, donde se incentive la actualización constante y se ofrezcan oportunidades de capacitación interna. Esto significa invertir en programas de desarrollo profesional, crear entornos de trabajo colaborativo, que faciliten el aprendizaje conjunto.
Está comprobado que un líder que promueve esta cultura en su equipo no solo mejora sus propias competencias, sino que también potencia el crecimiento y la adaptabilidad de toda la organización, preparándola para enfrentar con éxito los desafíos futuros. Además de ser un pilar esencial, el aprendizaje continuo es una necesidad ineludible. Ya no es una opción.
Pero, en el ámbito laboral, no solo se trata de aprender nuevas herramientas y conceptos; también es sumamente relevante la capacidad de desaprender. Lo que alguna vez funcionó, puede ser inútil hoy o, aún peor, ser contraproducente y tener un impacto negativo.
Quienes se aferran a métodos anticuados, simplemente porque han sido efectivos en el pasado, corren el riesgo de frenar la innovación y la adaptación de sus equipos a nuevos entornos. Desaprender es tan importante como aprender, porque permite abrir espacio para nuevas ideas, y adaptarse a escenarios volátiles y a la velocidad del cambio tecnológico. Todo un desafío que debemos enfrentar sin dejar de lado la gestión de nuestras emociones y sin olvidar la importancia de promover la conexión y el talento humano.
La habilidad de desaprender es una destreza muy ligada a la adaptación al cambio y a la flexibilidad, dos aspectos cruciales, que particularmente tras la pandemia se convirtieron en capacidades fuertemente requeridas y valoradas.
El concepto de ”antifragilidad”, que fue desarrollado por Nassim Nicholas Taleb en su libro “Antifragile: Things That Gain from Disorder”, publicado en 2012. En este libro, Taleb explora la idea de sistemas, organizaciones y personas que no solo soportan la incertidumbre y el caos, sino que realmente se benefician y fortalecen a partir de ellos.
El autor sostiene que, a diferencia de la fragilidad, que se quiebra bajo presión, o la resiliencia, que simplemente resiste, lo antifrágil mejora y se fortalece frente al caos y la incertidumbre. En el ámbito laboral, podemos decir que los líderes y equipos que son capaces de desaprender se vuelven antifrágiles; es decir, que no solo sobreviven al cambio, sino que se nutren de él.
Desaprender, adaptarse y evolucionar continuamente no es solo una estrategia para mantenerse al día, sino una forma de prosperar en un mundo donde la volatilidad es la nueva norma.
Así, quienes abrazan el cambio y lo convierten en una oportunidad para innovar se posicionan no solo para adaptarse, sino para liderar la transformación.
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