
Per se, una pandemia de escala significativa puede implicar duras perturbaciones económicas para cualquier nación. Ella no solo podría implicar efectos negativos —en cascada— sobre los flujos de comercio e inversión global, o destruir capital empresarial, o gatillar el desempleo y la pobreza, o además de postergar masivas inversiones y consumos. Usualmente, alimenta un drástico e indeterminado incremento de la incertidumbre, local y global.
Gran parte de estos impactos depende de factores como el nivel de desarrollo económico de la plaza, de su geografía o densidad demográfica o de la base institucional sobre la que impacta —particularmente los niveles de opresión y de corrupción burocrática—.
No pocas veces esta última hace la diferencia, para bien o mal.
Naciones en declive económico y además oprimidas y corruptas —como el grueso de las latinoamericanas hoy— no solo no minimizan, sino que maximizan los impactos negativos de una pandemia. Especialmente cuando —creyentes a ciegas en la idea de un poderoso Estado de Bienestar— se asigna a la burocracia de turno la responsabilidad única de enfrentar este shock.
Recuérdese aquí la diferente capacidad de aplicar este tipo de prescripciones políticas en sociedades selladas tanto por la opresión política y económica cuanto por la corrupción de su burocracia (ver: ¿Por qué Ellos sí pueden?).
Bajo esta perspectiva, casos como el que nos ocupa —el episodio peruano frente a la aparición del Covid-19— permiten extraer conclusiones útiles para cualquier plaza emergente, o sumergida.
Como punto de partida en estas líneas resulta clave recordar que la clave del éxito en un eficaz manejo de la pandemia implica enfrentar dos fenómenos superpuestos. Dos curvas a las que hay que achatar: la epidémica y la recesiva.
En una sociedad con alta opresión y corrupción burocrática, la opción medioeval (i.e.: una cuarentena generalizada) implica una receta no solo tremendamente recesiva, sino ilusa. Gracias a ella el Perú no solo estuvo intermitentemente entre los primeros lugares de desmanejo epidémico, sino también del recesivo. Vía irracionales regulaciones sanitarias, se restringieron —bajo las gestiones de Vizcarra y Sagasti— la producción y los consumos. Todo esto, en una economía altamente informal y en declive. En un contexto de masiva corrupción —no solo explosionó la pobreza— sino que se gatillaron los contagios. Un fracaso redondo de talante global.
Nótese aquí, que un día antes del primer contagio en territorio peruano, la economía ya había reducido su robusto ritmo de crecimiento económico por habitante. (ver Figura Uno).
Resulta crucial ponderar que no solo importa enfocar el nulo crecimiento per cápita (0.3%) de la Economía nacional el 2019, sino hacia tendencia de cada vez menor crecimiento económico, ante el cambio de rumbo ideológico de la gestión de Ollanta Humala.

El tránsito hacia el estancamiento ya era definido. Esta tendencia pre-Covid-19 implicó el fin del auge económico post noventa (ver gráfico de la izquierda en la Figura Dos); y el inicio de un proceso sostenido de contracción de la inversión nacional. Desarrollos que implicaron el gradual final de la longeva tendencia (post 2001) de reducción de la incidencia de pobreza en el país. Ver el gráfico de la derecha en la siguiente figura.

¿Cae el crecimiento económico porque cae la inversión? ¿O cae la inversión porque dejamos de crecer? Ante el cambalache ideológico de la gestión, la burocracia pasa a invertir en refinerías, a decidir si podemos o no reelegir a un congresista, o subsidiar con fondos previsionales (retiros de las AFP); o decidir cuando salimos a la calle; o con qué laboratorio nos vacunamos; o si una fusión es aceptable no, etc., etc.
Con un aparato estatal que llega a absorber el 43.8% del PBI el 2020 (si sumamos impuestos, nuevas deudas, impuesto, inflación e ingresos de firmas estatales) y con índices de opresión en alza, como resulta previsible la corrupción burocrática se dispara. Así las cosas, los escándalos por corrupción burocrática se generalizan (ver Figura Tres).
Surgen hasta en la compra de vacunas.

Nunca fue la pandemia. Por más que nos lo repitan cientos de veces, la evidencia empírica es tenaz. Cambiamos el rumbo. Las inversiones, la reducción de la incidencia de pobreza a nivel nacional y el crecimiento económico se van desvaneciendo en el Perú.
Si no aprendemos de nuestras propias cifras, nos dirigimos a Bolivia, Venezuela o Cuba. Noten que pronto —como en dichos países— las estadísticas dejarán de ofertarse.

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