
La semana pasada el kirchnerismo intentó sancionar, en la Legislatura de la provincia de Buenos Aires, un proyecto para regular las condiciones laborales de los trabajadores de aplicaciones —como Rappi y Pedidos Ya—. El resultado fue el inverso al esperado por el gobierno de Kicillof. Los propios trabajadores de las aplicaciones se movilizaron a la Cámara de Diputados para rechazar el proyecto del oficialismo; quienes no tuvieron más remedio que posponer, por ahora, sin nueva fecha de tratamiento, el proyecto de regulación.
Lo que ocurrió en la provincia es importante, ya que revela la incompatibilidad entre las nuevas formas de empleo y la vieja política. En otras palabras, revela la imposibilidad de abordar las nuevas tendencias del mundo del trabajo con las formas de regulación propias del siglo XX. Tendencias que son producto de una transformación a nivel mundial del trabajo y frente a la cual no tenemos opción: o nos adecuamos rápido a esa transformación, o nuevamente perderemos enormes oportunidades de desarrollo y generación de riqueza para nuestro país.
En Argentina estamos frente a una paradoja: mientras las estadísticas se muestran cercanas al pleno empleo, las condiciones de trabajo son las peores en décadas, con un mercado formal de trabajo en ruinas. Hoy hay aproximadamente seis millones de trabajadores registrados y más de cinco millones y medio de trabajadores no registrados. Una verdadera catástrofe en el mediano plazo para el sistema de seguridad social frente a la cual no se puede seguir mirando para otro lado.
Con estos datos, hay algo que ya no se puede esconder: en lo que respecta al empleo privado, el trabajo informal ya consiguió el sorpasso sobre el empleo registrado. Los efectos de esta crisis crónica en el mercado laboral van a afectar de lleno a la próxima generación de argentinos y argentinas.
Esta situación es reveladora: la reforma laboral, que se resisten a discutir tanto el oficialismo como algunas centrales sindicales, ya ocurrió de hecho. Ahora le toca a la dirigencia política optar entre volver a pensar en cómo proteger a los nuevos trabajadores sin atentar contra la generación de empleo o, como segunda opción, dejar a una masa mayoritaria de los trabajadores completamente desamparados.
Frente a esta disyuntiva, la elección debería ser sencilla: el país necesita de una actualización cabal de la legislación laboral que atienda, principalmente, a las necesidades de los trabajadores que tienen una relación con un mundo del empleo cabalmente diferente a la que tuvieron sus padres y abuelos.
Como dirigencia política debemos hacernos cargo y estar a la altura del desafío. No se puede seguir sin hacer nada frente a la caída de los salarios, que mes tras mes pierden su poder de compra frente a una inflación imparable, y el derrumbe del mercado de trabajo privado. La tarea es clara: reconstruir de las cenizas a un mercado de trabajo exhausto, sacarle el pie del cuello a los trabajadores y acompañar a quienes generan empleo e inversiones. Todo esto es posible solo con una legislación laboral moderna y dinámica, que no deje a nadie afuera y esté adecuada a la realidad. Si no logramos alcanzar estas transformaciones, las consecuencias están a la vista: un país de trabajadores cada vez más pobres.
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