
Definido el calendario electoral de emergencia por el COVID-19, el Gobierno se enreda y desespera en dar respuestas a dos de los problemas que más preocupan: el plan de vacunación nacional y el índice de inflación.
Se ilusiona con llegar a septiembre con los objetivos cumplidos, pero los tiempos corren y hay pocas chances de que se pueda garantizar la seguridad sanitaria de la población y la seguridad de vivir dignamente.
Es muy duro ver a vecinos que tienen que elegir entre morir de hambre o de coronavirus y eso es porque hubo largos meses de improvisación, garrafales errores de comunicación e internas furibundas hacia adentro de la alianza gobernante.
El plan de vacunación entró, pareciera, en un sendero de cierta certidumbre y garantías mínimas, pero el problema es que en el camino quedaron miles de vidas que pudieron ser salvadas y miles de fuentes de trabajo pérdidas y que se siguen perdiendo, con restricciones que hasta el momento no lograron bajar la curva altísima de casos.
Por acción u omisión, el Gobierno sembró en todo este tiempo un manto de sospecha sobre todo el proceso de vacunación, dañando su credibilidad y menguando su alcance. Esto no perjudica a tal o cual funcionario, tal o cual ministro, sino que atenta directamente contra la salud de la población, contra la seguridad sanitaria que el Estado debe garantizar.
En este contexto, desde el oficialismo hacen números para ver si llegan al calendario electoral con un porcentaje razonable de la población vacunada, pero los tiempos electorales corren más rápidos que el reloj sanitario.
Lo que más rápido se va acabando es la paciencia de la gente, que vio en todos estos meses cómo los derechos de algunos valían más que el de otros y cómo los intereses políticos pesaban más que las urgencias sociales en una crisis económica sin precedentes.
Es un tiempo en el que se ha visto más que nunca necesidades básicas insatisfechas soportadas con dignidad; y cómo familias y chicos ni siquiera pueden comer en las escuelas.
Nadie puede resistir estar sin trabajo, sin vacunas y sin comida para sus hijos. Es un pueblo noble y misericordioso, el pueblo argentino más humilde y sumergido que veo en tantas barriadas y en el interior, quizás a veces demasiado manso y permisivo.
Estamos asistiendo a una generación con hambre y sin educación. En el rancho, como en villas y asentamientos, falta comida e internet.
Muchos, por posturas políticas personales y posicionamientos en las encuestas, hablan de presencialidad o educación a distancia, cuando todo es una calamidad. No hay conectividad ni seguimiento a millones de argentinos.
Otro número que corre, y no hay como pararlo, es el número de la inflación. Sepultada la pauta de inflación prometida por el ministro de Economía, Martín Guzmán, los principales gremios adictos al Gobierno ya están pidiendo revisión de las paritarias.
Utilizan las viejas recetas que ya se comprobó que no funcionan. El cierre de exportaciones de carne, por ejemplo, una vez más no logró bajar el precio del producto sino todo lo contrario, sumando además un nuevo conflicto con uno de los actores económicos más importantes de la Argentina.
La inflación en alimentos no cesa y algún sector oficialista no escucha al Papa Francisco, que tanto utilizan como figura, que habla e insiste con la Emergencia Social, pero no en forma sesgada y parcial. El Sumo Pontífice está diciendo también que mientras siga una pandemia y cuarentena deben bajar los impuestos, tasas y cargas. En nuestro caso el 40% del costo de los alimentos es presión tributaria. No escucho ni veo que tampoco entiendan esto.
Sin seguridad sanitaria y sin seguridad alimentaria las expectativas electorales del oficialismo caen en saco roto, como así también las esperanzas y expectativas que la ciudadanía había depositado en este Gobierno.
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