
Tevez, Carlos o Carlitos – me quedo con Carlos- anunció que dejaba Boca, tan querido por su hinchada y jugador de fútbol con leyenda en todas partes, después de que el presidente del club le diera la palabra y anunció la partida. Una cláusula del contrato lo permitía antes de diciembre de manera unilateral por las dos partes. Ameal, el presidente, hizo el elogio y pronunció el lamento por la decisión con demasiada formalidad y sin abrazo: algo se había roto. Se veía, se pescaba al ver el acto que faltaban algunos grados de temperatura. Al frente de Boca la cúpula viene de suceder a Angelici, próximo a Macri, para instalarse en otra posición política.
¿Qué tiene que ver Carlos Tevez en ese dato? Nada de manera decisiva y única pero probablemente una mezcolanza de resquemores, recelos, y poca compatibilidad – ninguna, me parece- entre las personalidad del que anunciaba su marcha y Riquelme, hoy dirigente clave y factor que izó a Ameal a la hora de las elecciones del 20. “Riquelme es muy importante en la cancha, pero afuera deja mucho que desear”, había dicho tiempo atrás, con el ídolo gourmet Juan Román aún en actividad. No hacía falta agregar mucho: la personalidad y carácter de Riquelme son conocidos por su egocentrismo, un modo hermético, poco comunicativo y con tendencia a formar grupos de amigos y subordinados.
En fin, cada uno es como es, supongo. Solo que el agua y el aceite no se llevan bien. Tal que, a los 37 y en muy buena forma física aunque de manera evidente en un bajón de tristeza entre otras cosas por la muerte reciente del hombre al que siempre llamó Papá, deja el club. Ese abrumador sentimiento estuvo al irse, pero sin lágrimas. Carlos Tevez no fue, no será en adelante desde luego tampoco, un ídolo tribunero y demagógico. El afecto del bueno, el agradecimiento, el saludo al salir con el equipo en cada ocasión hacia las manos de los chicos, locos por tocarlo. Podría, tendría que ser algo razonable, pero no: los jugadores estrella no saludan a la gente que los aclama, le temen o la desdeñan, no sé.

Fuerte Apache.
Allí nació Tevez y tal vez no sea mala idea empezar allí los primeros acordes de su balada. Situada en Ciudadela, al sur de Tres de Febrero y al Oeste de la capital, cerquita, dejó de llamarse Ejército de los Andes cuando le dejó su nombre el irrepetible periodista José de Zer en medio de un tiroteo. El padre biológico murió de 23 balazos. “Un lugar de pura delincuencia”. Los chicos jugaban partidos de cualquier modo. “Mi madre me esperaba a mí de siete meses”. Al tiempo, con un miedo irrefrenable y una cabeza perdida, se fue. Tomó la vida, protección y apellido de Tevez, el señor Tevez, casado con una hermana de la que se había ido y nunca se separó de él ni hizo la menor diferencia con sus otros hijos. “Mis hermanos”.
Un día llegó hasta el Fuerte un detector de talentos y lo vio. Pidieron unas zapatillas a un chico vecino, y la balada empezó a cantar, áspera y victoriosa.
Mantuvo los lazos con el lugar donde nació- y por accidente cayó sobre él a los diez una pava de agua hirviente: las cicatrices, después de meses de terapia intensiva quedaron para siempre-, aún en los títulos ganados donde quiera que haya ido, West Ham United, Corinthians, Manchester United junto a Cristiano y a Wayne Rooney, Manchester City, Juventus, Shanghai Shenhua, Boca, Selección Argentina.
Hay estupendos murales hechos por Martín Ron en la ciudad, hay mucho palpitar de pechos de edades variadas por volver a ver jugar en alguna parte este delantero histórico, astuto, hábil, duro: muchos defensores han tenido cuidado cuando Tevez entraba con talento y cuerpo. Transformado por la escuela del viaje y la distancia que permite a un tipo tan inteligente como él, no dejó de ir a visitar a un hermano sentenciado a 16 años por piratería del asfalto y uso de armas de fuego, sin renegar fue modificándose.
Como en el principio de esta balada, queda la mezcla a esta hora. Ánimo lluvioso, por qué no agregar a la aparición con su nombre entre quienes resolvieron a pagar y querellarse por el impuesto a la riqueza al considerarla confiscatoria, trato poco caliente o algo que se guarde para sí. Queda también el vacío que deja uno de los grandes jugadores argentinos capaces de comerse el mundo. Que hay muy buenos, sí, aunque cada vez menos con el “it” de tener un destino legendario.
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