Ey, ¿que está pasando allí?

La curiosidad como motor del crecimiento

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Los pueblos mueren cuando pierden su capacidad no solo de cuestionarse a sí mismos, sino por sobre todo cuando han perdido toda facultad de fisgoneo. Los pueblos se extinguen cuando estando en terrenos complejos, se estancan sin ver lo que otras naciones ya han resuelto en el pasado y con éxito. De hecho, la aceptación de algunas verdades impuestas por los supuestos poderes ocasionales, es el comienzo de la decadencia de la sociedad como construcción organizada y esto la llevará primero al estancamiento cultural y luego al languidecer económico. Desde la dialéctica, no hay armas más poderosas desarrolladas que las preguntas “¿por qué?”, “¿cómo lo hacen?” y “¿qué hicieron bien que nosotros no?”. Cuando todos hablamos de todo, cuando todos sabemos si es mejor la china o la rusa o cuando alguien nos dice con precisión soberana que Domingo Faustino Sarmiento no fue un prócer destacado y que es mejor cambiar el paradigma de los Padres de la Patria y hasta torcer el relato de la historia, es cuando prefiero llamarme a silencio, recluirme en libros y sencillamente estudiar, investigar, averiguar por mí mismo. Entiendo que la curiosidad es la que me llevará a la conformación de algún tipo de verdad, para así por lo menos poder adherir o contraponerme al pensamiento que se me está tratando inseminar.

Siempre amé los libros. Aún hoy me siguen pareciendo aventuras o caminos por recorrer y, precisamente al final de ellos, poder quedarme con algunos pocos conceptos básicos. No se engañe, muchas veces un buen y “gordo” libro nos puede dejar conceptos de una sola página que quizás nos ayude a cambiar parte de nuestra vida. Hasta que usted luego llegue a otro libro y, desde él, dar un nuevo salto en garrocha a otro conocimiento. La suma de saberes son postas a lo largo de los años.

Por fuera de que le tenía un amor inmenso, visitar a mi primo “Ernestito” en su casa de la calle San Nicolás, casi esquina Mosconi, bien Villa Devoto, para mí era todo un acontecimiento, el cual disfrutaba segundo a segundo. Dios sabrá qué colectivo tomaba desde Lanús para llegar a esa zona de la Capital, pero con mis solo diez o doce años allá iba apoyando mi cabeza sobre la ventanilla y mi bolsito entre las piernas, con alguna que otra ropa y así pasar unos días junto a él. Seguramente, a los ciertos días, los viejos volverían a buscarme con el Fiat 1500 de ese entonces, para entonces volver a casa y a mis rincones conocidos y más secretos. Lo apasionante de visitar a mi primo era que, por fuera de compartir la alegría de la niñez, los chistes cómplices, las peleas pequeñas o los celos con mis primas, en su casa habitaba uno de los tesoros más maravillosos que yo alguna vez hubiera conocido: una colección completa de la Enciclopedia “Lo sé todo”. Si mal no recuerdo serían unos diez tomos, encuadernados de diversos colores y con tópicos distintos. Todo el saber de la humanidad en una centena de páginas. Para mi edad, no podía haber cognición posible fuera de esa decena de libros. Allí estaba todo y nuestro juego predilecto era preguntarnos sobre ciertos temas que allí figuraban y luego, por reloj estricto, desafiarnos para ver quién más rápido encontraba la respuesta. Una especie de “escondida” pero intelectual, ya que mientras uno cerraba los ojos, el otro buscaba la pregunta a realizar. Y luego venía el fascinante vértigo de encontrar la correcta contestación en cuestión de un par de minutos. Nuestra amistad era tan entrañable que alguna vez le planteé que él corría con la ventaja por tener esos libros en su casa a los cuales yo solo tenía acceso muy de tanto en tanto. Sin embargo, los códigos del afecto se imponían y la promesa de mi primo era: “Solo leo estos libros cuando estamos juntos, no te quiero sacar ventaja”. Final, pues nadie de buen corazón y formado con las lealtades impuestas por las raíces podía dudar ante tal promesa. Era marca de sangre.

La Enciclopedia “Lo sé todo” me permitía expandir lo que aprendía de mi manual del alumno bonaerense de la Editorial Kapeluz. Fabuloso y cuidado libro forrado en papel azul araña al cual no se lo podía ni escribir ni marcar, ya que luego tenía destino de hermanas menores o para algún pibe más necesitado del barrio. Siempre me pregunto como sería este manual en el año 2050 y cuánto le dedicaría en su texto a los actuales personajes del poder. Y me consuelo pensando que seguramente no más de un par de renglones. Del Dr. Alfonsín se diría que pudo consolidar la democracia, del Dr. Menem se diría que inició una apertura de la economía, del Dr. De la Rúa que tuvo varios frentes políticos adversos y luego algo de tumulto para así seguir hasta el día de hoy. Seguramente ese manual del año 2050 nada diría de figuras que hoy nos velan o desvelan. Tomar perspectiva de los hechos, creo que nos haría algo más sabios.

El Profesor Carl Sagan (1934-1996), muy pocos meses antes de morir de cáncer, tuvo la inmensa generosidad de permitir ser entrevistado por un reportero gigante como Charlie Rose. En esa maravillosa entrevista, hoy encontrable en la Babel contemporánea que es YouTube, el Dr. Sagan ya alertaba que vivimos en una era basada en la Ciencia y Tecnología, lo cual está impulsando a unas pocas naciones a un desarrollo sin paralelo de sus Industrias y Servicios. El ilustre divulgador de la astronomía (“Cosmos” es su mega best-seller) nos enseña que pensar que la ciencia y la tecnología es solo responsabilidad de terceros y no nuestra sería algo así como ir marchando hacia un suicidio en masa. El profesor y astrónomo se preguntaba acerca de cuántos funcionarios o miembros del Congreso saben algo de ciencias duras y la respuesta que él mismo se daba era que seguramente muy pocos, lo cual implicaría un peligro enorme para la humanidad. El conocimiento no puede ni debe estar en la mano de unos pocos ya que estaríamos ante un cóctel explosivo de ignorancia y poder (“Con 5 gotitas de un jarabe mágico, el COVID se irá de inmediato”, afirmaba recientemente el Presidente Maduro). De esa misma entrevista entre Rose y Sagan, capturo la maravillosa aseveración del reporteado al afirmar que solo el escepticismo, la duda y la curiosidad podrá movernos hacia delante. Interrogar al poder es la fuerza de los pueblos y la única manera de evitar a charlatanes baratos de cafetines sin nombre es mediante el cuestionamiento a lo que ellos mismos farfullan y dispersan entre sus adláteres aplaudidores.

Quizás la gran piedra angular del pensamiento occidental la debemos buscar en la Grecia Antigua y encontrarnos allí con el pensador Sócrates (470 AC – 399 AC), el cual hizo de la indagación un culto, al punto de convertirse en una molestia para el poder del momento. De hecho muere ejecutado bajo los estragos de la cicuta, ya que a los filósofos se los veía como un foco de sublevación hostil. La llamada “ironía socrática”, resumida en su célebre frase “solo sé que no sé nada”, era asumir la ignorancia e interrogar a la gente para luego mostrar la incongruencia de sus afirmaciones. Sócrates, como todo genio, era un inconformista, un buceador de las verdades, aún sabiendo que jamás las encontraría. Su crecimiento estaba en el camino y no en la meta alcanzada. El griego eterno fue consciente de su ignorancia y la de todos los que lo rodeaban, por más que alardearan ser sabios. Su enorme capacidad estuvo en las preguntas que se formulaba y no en las respuestas que encontraba.

Si la flor se marchita por la falta de agua, los cerebros se apagan cuando le faltan cuestionamientos. El país no encuentra respuestas a sus problemas porque sencillamente no se está haciendo las preguntas que corresponde y esto es consecuencia directa de la falta de estímulo educativo. Tenemos cada vez más una sociedad no preparada ni para enfrentar los problemas propios ni para subirse al carro del futuro. Parlanchines mediocres azuzan con proclamas de cambio (volvamos a clase, mejoremos las jubilaciones, vacunas para todos, etc), pero ninguno de ellos ha escrito ni un mínimo “paper” sobre el tema que gritonean.

En mis tiempos de escuela secundaria, en respetadas materias como Educación Cívica o títulos parecidos según el poder de turno, recuerdo que nos enseñaban que todos los partidos políticos debían tener una plataforma, en otras palabras un plan. Quizás por mi desarrollo empresario, nunca he entendido que alguien se arrojara a un negocio sin tener un plan detrás. Pues bien, aquí estamos sin planes y con solo cotorreos sin sustento. Poner cara de inteligente al decir un embuste es doblemente grave.

Con más de cuarenta años de docencia y dictado de conferencias, me he acostumbrado a las típicas preguntas: “Profesor, ¿que bibliografía nos recomienda?”. De hecho, en todos los programas de las materias está el detalle de las “bolillas” o “capítulos” y es allí donde se debía indicar la “bibliografía obligatoria” y la “optativa”. Siempre he sido un rebelde en esas cuestiones y he tratado de volcar esa desobediencia entre mis alumnos, al punto que recuerdo que, al inicio de las materias por mí dictadas, he puesto sobre el escritorio una inmensa valija con decenas de libros elegidos de mi biblioteca, los cuales en apariencia no tenían nada que ver con mis temas de “Estrategia o tendencias”. Mi mensaje era que de nada les serviría un libro de Michael Porter (Gurú de la Estrategia) si no habían leído a Poe, Whitman, Borges, Goethe, Eco, Kundera, Foucault y por supuesto a los mismos griegos. Mis prolijos alumnos (ingenieros, médicos, licenciados) estupefactos quedaban ya que ante sí tenían una hoja blanca por llenar con mi dictado sobre libros a leer y allí llegaba este insolente para revolearles una biblioteca sobre sus testas. El mejor consejo que les daba era que entraran a una gran librería y con los ojos cerrados, sigilosa y furtivamente, caminaran entre los pasillos para que en un momento, sin mirar, tomar un libro cualquiera e ir a la caja a pagar por él. El día así ya estará ganado. Vaya ahora por la otra garrocha, ya que solo el salto de la curiosidad es lo que lo hará crecer. Finalizados estos renglones quisiera que se pregunte cual ha sido su cuestionamiento del día.

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