¿Qué diablos significa el mercado?

A veces se presenta como un aparato misterioso ajeno a lo humano. Pero esta idea es falsa

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Vernon L. Smith fue galardonado con el premio Nobel de Economía en 2002
Vernon L. Smith fue galardonado con el premio Nobel de Economía en 2002

Tal vez seamos culpables quienes a veces hemos utilizado el mercado como una abreviatura o fórmula simplificadora que en verdad aparece como un antropomorfismo en lugar de precisar su significado. Cuando se dice y escribe que el mercado decide, el mercado prefiere, el mercado piensa, el mercado responde, lo único que falta es que se diga que el mercado copula. Todo esto transmite la falsa idea que el mercado es una especie de aparato misterioso ajeno a lo humano que funciona independientemente y de modo inmisericorde respecto a lo social.

Pero, ¿qué es el mercado? El mercado es la gente, el mercado somos todos. El mercado no es un lugar ni una cosa extraña, es un proceso administrado por cada persona al llevar a cabo las transacciones diarias. Por eso cuando se pretende señalar con cierta sorna que no debe dejarse todo en manos del mercado se está diciendo ni más ni menos que no deben dejarse las decisiones en manos de la gente. Las personas con sus compras y abstenciones de comprar van mostrando sus preferencias en base a intercambios de derechos de propiedad lo cual se pone de manifiesto a través de los precios que son los únicos indicadores para saber dónde invertir y dónde abstenerse de hacerlo.

Como se ha apuntado tantas veces, la institución de la propiedad privada resulta indispensable al efecto de asignar los siempre escasos recursos en las manos más eficientes para atender los requerimientos de los demás. Quienes aciertan con los gustos y las preferencias del prójimo incrementan sus ganancias y quienes no aciertan incurren en quebrantos. Como los bienes no crecen en los árboles y no hay de todos para todos todo el tiempo dicha asignación resulta vital.

En la medida en que los aparatos estatales se inmiscuyen con la propiedad y los precios van desdibujando las antedichas señales lo cual inexorablemente conduce al derroche de capital que a su vez hace que los salarios e ingresos en términos reales disminuyan. Y si en el extremo se decide abolir la propiedad como proponen Marx y Engels no hay manera de economizar, no tiene sentido la contabilidad, la evaluación de proyectos ni el cálculo económico. Como he ejemplificado antes en ese contexto no se sabe si conviene fabricar los caminos con asfalto o con oro y si alguien sostiene que con oro es un derroche es porque recordó los precios relativos antes de abolir la propiedad. Además de las razones humanitarias de tantas matanzas y masacres en todos los regímenes totalitarios, el derrumbe del Muro de la Vergüenza se debe al caos permanente y a los consiguientes faltantes que invariablemente genera el ataque a la propiedad privada.

La propiedad privada está indisolublemente atada a lo sagrado del propio cuerpo, a las manifestaciones del propio pensamiento y al uso y disposición de lo adquirido legítimamente. Esto constituye el basamento moral del liberalismo y sus ramificaciones jurídicas, filosóficas y económicas. Este enfoque conceptual constituye el eje central de la tradición de pensamiento liberal que está siempre en ebullición descubriendo nuevos paradigmas puesto que esta navegación no llega nunca a un puerto definitivo ya que el conocimiento tiene la característica de la provisonalidad sujeto a refutaciones en un peregrinaje en busca de la verdad en el mar de ignorancia en que nos desenvolvemos.

Una manifestación de la ignorancia supina respecto al significado del mercado es cuando se alude a “los abusos del mercado” sin percibir la contradicción en los términos puesto que, como queda expresado, el eje central del mercado consiste en el respeto a los derechos. Es como ha escrito el maestro Marco Aurelio Risolia en su extraordinaria obra Soberanía y crisis del contrato adelantándose a la sandez de haber incluido en códigos el llamado “abuso del derecho” lo cual, nuevamente, constituye una grosera contradicción en los términos puesto que el derecho no puede al mismo tiempo ser no-derecho. La norma positiva para ser consistente con el derecho descansa en los mojones o guías extramuros de la mera legislación vigente.

En el liberalismo no hay popes que dictaminan lo que debe pensarse, los liberales no somos una manada y detestamos el pensamiento único de modo que hay muchos matices dentro de esta noble tradición. Sin embargo observamos que a veces irrumpen algunos amigos que al provenir de extremos autoritarios en su juventud con alguna timidez y sin despojarse del todo de las cicatrices anteriores proponen etiquetas estrafalarias para no identificarse con el liberalismo a secas puesto que en un primer momento aparece como un trago de libertad demasiado fuerte. Un poco de historia contrafactual me hace conjeturar que a mi me hubiera ocurrido lo mismo de no haber mediado mi padre que me hizo ver tempranamente “otros lados de la biblioteca”.

Los liberales comparten el respeto irrestricto a los proyectos de vida de otros y saben que ese respeto no significa adherir al proyecto del prójimo aunque lo juzguemos desacertado e incluso repugnante. El respeto es irrestricto siempre y cuando no signifique lesión de derechos de terceros lo cual da lugar al uso de la fuerza defensiva pero nunca ofensiva por parte de la agencia de protección que en esta instancia del proceso de evolución cultural denominamos gobierno. En este sentido vuelvo a recordar que Leonard Read ha dicho que a pesar de su admiración por los Padres Fundadores estadounidenses, estima que se equivocaron al usar la expresión “gobierno” ya que se traduce en mandar y dirigir lo cual debe hacer cada uno con su vida, concluye que debería haberse recurrido a términos como agencia de seguridad o de protección “puesto que usar la palabra gobierno es tan desacertado como llamar gerente general al guardián de una empresa”.

Es de interés subrayar que a diferencia de lo que ocurre en el reino de la zoología donde las especies más aptas eliminan a los menos eficaces, en el mercado los más fuertes, como una consecuencia no necesariamente querida, transmiten su fortaleza a los más débiles vía las tasas de capitalización. Esta es la única razón por la que en unos países tienen lugar niveles de vida más elevados que en otros, no se trata de mayor generosidad del canadiense respecto del boliviano, es que las inversiones producto de marcos institucionales civilizados obligan a pagar salarios más altos en el primer caso.

Como queda dicho, hay muchos matices en el seno del liberalismo. Los consecuentes debates enriquecen esta tradición pero hay asuntos en los que en general hay plena coincidencia. Además de lo que dejamos consignado, señalo solo tres puntos adicionales para ilustrar el tema. En primer lugar, no caen en el endiosamiento de lo colectivo y, en cambio, destacan la trascendencia de las autonomías individuales. Saben lo devastador de la tragedia de los comunes, es decir, lo que es de todos no es de nadie: no son los mismos incentivos cuando uno debe pagar las cuentas que cuando se obliga a terceros a hacerse cargo por la fuerza. Nadie mejor que Borges para ejemplificar este tema cuando se despedía de sus audiencias y decía “me despido de cada uno y no digo todos porque todos es una abstracción mientras que cada uno es una realidad”.

En segundo lugar, la importancia de la competencia para lo cual me refiero al caso del monopolio que es bifronte. Por un lado la pretensión de los estatistas de contar con el monopolio de la compasión que a la postre la convierten en el aumento de la miseria y, por otro, es significado del monopolio en el proceso de mercado.

Resulta realmente escandaloso que los estatistas de nuestro mundo pretendan ser los únicos que cuentan con el sentimiento de compasión hacia los pobres y los que sufren. Como es sabido, compasión significa la participación en la desgracia, compartir el dolor, ser solidario en la tragedia ajena, conmiseración con la pena del otro, sentir como propia la aflicción del prójimo.

Estos sentimientos nobles están presentes en toda persona de bien, nadie puede ser indiferente al padecimiento ajeno. No es patrimonio de cierta corriente de pensamiento. La cuestión de fondo radica en saber cuáles son los medios para aliviar esa situación.

En cualquier caso, la limosna propiamente dicha, la entrega de recursos materiales a la persona necesitada, es un camino. Pero, el camino más potente estriba en ayudar a que se comprendan las recetas para el mayor bienestar posible por aquello de que “enseñar a pescar es más ayuda que regalar un pescado”. Lo primero perdura en el tiempo, mientras que lo segundo se agota cuando se ingiere el alimento (Sto. Tomás de Aquino incluye el “enseñar al que no sabe” en la categoría de limosna que denomina “espiritual”).

En ese sentido, por mejores que sean las intenciones (recordemos que “la ruta al infierno está pavimentada con buenas intenciones”), el conspirar contra las sociedades abiertas destruye la creatividad y los incentivos para producir. ¿Cuantos intelectuales del liberalismo y equivalentes han venido trabajando sin cesar desde tiempo inmemorial en pos de valores y principios que mejoran las condiciones de vida de los más débiles? ¿Acaso puede decirse con algún dejo de rigor que los estatistas siempre autoritarios realmente son compasivos de las desgracias ajenas? ¿No son suficientes las experiencias fallidas de tanto megalómano que con la mayor de las arrogancias han alegado el bienestar de la gente pero que la han hundido en la miseria, al tiempo que con machacona frecuencia se han alzado con dineros públicos en el contexto de una farsa macabra?

Como tantas veces hemos reiterado, además de la necesidad de abrir de par en par las puertas de la creatividad que solo se logra con marcos institucionales civilizados, quienes consideran que hay que adelantar los tiempos y ayudar a los desamparados de inmediato, deben recurrir a la primera persona del singular y proceder en consecuencia o reunir interesados en colaborar con ese muy noble propósito. Lo que no es conducente es recurrir a la tercera persona del plural y pretender arrancar el fruto del trabajo ajeno para tal fin. Siempre que se dice que el aparato estatal debe ocuparse del asunto, hay que preguntar a cuales vecinos hay que sacarles por la fuerza sus recursos. Esto es lo que suelen hacer los políticos en funciones, mientras acumulan canonjías.

Por otra parte, debe tenerse presente que la caridad y la solidaridad aluden a lo realizado voluntariamente, con recursos propios y, si fuera posible, de modo anónimo. El sustraer billeteras y carteras ajenas compulsivamente, no es caridad, filantropía ni solidaridad sino que se trata de un atraco. Este procedimiento degrada y prostituye la sagrada idea de caridad y se convierte en la mayor de las hipocresías.

Es de interés repasar lo ocurrido en muy diversos países antes de la irrupción del mal llamado “Estado Benefactor” (como queda dicho, el uso de la violencia es incompatible con la beneficencia). La cantidad de asociaciones de inmigrantes, cofradías, montepíos, fundaciones filantrópicas era notable y para los propósitos más diversos. Luego “el ogro filantrópico” confiscó jubilaciones e impuso el resto de la batería de medidas estatistas, con los resultados por todos conocidos.

No resulta posible ayudar a que las cosas mejoren si se destruye el derecho que, precisamente, permite incrementar las inversiones que, como decimos, a su vez, es lo único que hace que se eleven salarios e ingresos en términos reales. La referida demolición ocurre cuando se proclaman pesudoderechos. Esto es así porque la contrapartida del derecho siempre implica una obligación. El que alguien gane cierto monto con su trabajo conlleva la obligación universal de respetar ese sueldo, pero si se alega un ingreso que no se obtiene y el gobierno otorga esa suma, necesariamente quiere decir que otros tendrán la obligación de proporcionar la diferencia, lo cual naturalmente significa que se lesionan sus derechos, por ello se trata de pseudoderechos.

El segundo capítulo de este segundo ejemplo del monopolio estriba en la comprensión que en una sociedad libre el que primero descubre un medicamento, una tecnología o lo que fuere es monopolista que si resultara atractivo atraerá otros a ese reglón pero sostener que debe promulgarse una ley antimonopólica no nos hubiera permitido salir de la cueva y el garrote puesto que el primero que descubrió las ventajas del arco y la flecha hubiera sido prohibido por monopolista. El único monopolio dañino es el impuesto por los aparatos estatales puesto que necesariamente significa una situación peor que la que hubiera obtenido la gente en libertad.

Por último y solo para ilustrar de modo telegráfico algunas de las coincidencias generales en el liberalismo, debe subrayarse la oposición a las culturas alambradas y a los nacionalismos que no permiten el movimiento de personas y bienes a través de las fronteras. El liberal considera que el fraccionamiento del globo en naciones es al solo efecto de evitar el inmenso peligro del abuso del poder en un gobierno universal. Estima que la descentralización y el federalismo dentro de las naciones constituyen defensas a los derechos de las personas.

En resumen, el mercado no es un cuco, somos nosotros que entre otras muchas cosas decidimos las desigualdades de rentas y patrimonios a media que revelamos nuestras preferencias en el supermercado y afines todos los días. Y cuando los burócratas se inmiscuyen destrozan el proceso con lo que dañan a todos pero muy especialmente a los más necesitados puesto que bloquean el sistema de informaciones de los precios fruto de conocimiento fraccionado y disperso para concentrar ignorancia en manos de los arrogantes de siempre. El premio Nobel en economía Vernon L. Smith resume el significado del mercado al subrayar que en la sociedad libre “las normas emergen como un orden espontáneo, son descubiertas y no fruto del diseño deliberado de ninguna mente”.

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