Un inquietante estado de anomia oficial

De los piquetes a las tomas de tierras, la identidad kirchnerista del Gobierno exacerba los conflictos sociales y el delito, y prefigura un horizonte sombrío para el país

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(Foto: Andres Tedesco)
(Foto: Andres Tedesco)

A pesar de la drástica cuarentena que rige desde el 19 de marzo, entre abril y septiembre se registraron en el país 1.681 piquetes. Un promedio diario de más de nueve bloqueos en la vía pública que, si bien es inferior al registrado en los últimos años, expresa un absurdo en el contexto de un semestre en el que la mayoría de los ciudadanos no pudo movilizarse para ejercer derechos fundamentales, como el trabajo o el acceso a la educación. El celo sin precedentes de las autoridades para restringir todo tipo de libertades y actividades lícitas contrastó con su permisividad hacia manifestaciones que, en general, constituyen actos ilegales.

No hay dudas de que el piqueterismo representa una problemática preexistente al gobierno del Frente de Todos. Con un origen que se remonta a mediados de los años 90, en las últimas dos décadas se convirtió en parte integral del paisaje cotidiano en Argentina. A tal punto que, entre 2009 y 2019, se contabilizó la descomunal cifra de 56.000 piquetes. Sin embargo, no puede desconocerse que fue durante los 12 años en los que gobernó el kirchnerismo cuando el accionar piquetero encontró un nivel de legitimación sin precedentes de parte de las autoridades estatales. Prueba de ello ha sido la reconocida pertenencia a esa fuerza política de varias agrupaciones de trabajadores estatales y de movimientos sociales, justamente los dos tipos de actores con mayor nivel de participación en cortes de calles y rutas.

El actual gobierno de Alberto Fernández y Cristina Kirchner fue un paso más allá en esa validación implícita, y la formalizó institucionalmente. Así fue que en el inicio de su mandato designó en cargos relevantes dentro del Estado nacional (mayormente en el Ministerio de Desarrollo Social) a los principales referentes de grupos piqueteros, como la CTEP, el Movimiento Evita y Barrios de Pie. En primera instancia, esta convergencia puede explicarse en función de una lógica elemental de construcción política, considerando que esas organizaciones fueron parte de la coalición electoral del Frente de Todos.

En la postura del oficialismo respecto a la protesta social subyace además una raíz ideológica, de la que deriva que cortar calles y rutas de manera sistemática, interrumpiendo el derecho a la libre circulación de personas, estaría justificado, cualesquiera fueran los motivos, como ser: reclamos de planes sociales o de aumentos salariales, manifestaciones político–partidarias, etc.

Ese sustrato ideológico, que constituye un factor identitario para el kirchnerismo duro, tiene entre sus elementos constitutivos una concepción sobre el orden social y el conflicto en la que se pueden identificar dos premisas. La primera, es que la demanda de orden público representa una cuestión secundaria, y por lo general, “funcional a la derecha”, en tanto supone reprimir. A ello se asocia el prejuicio de que las fuerzas de seguridad, por definición, no son confiables.

La segunda premisa, que va mucho más allá de la cuestión de los piquetes, parte de la idea central de que la persona que delinque, es siempre una víctima de la sociedad. Podrá objetarse que esta línea de pensamiento, asimilable a las posiciones de izquierda y al denominado garantismo no contiene a la totalidad del universo kirchnerista. Lo que resulta innegable es que representa la visión prevaleciente dentro del Gobierno, como fue quedando fielmente expuesto a lo largo de este año, a partir de una sucesión de hechos de alto impacto público que están configurando un escenario de explosiva conflictividad, acrecentando la inseguridad y amenazando la paz social.

La primera manifestación estruendosa al respecto fue la liberación anticipada de 4.500 presos, dispuesta en abril por el Poder Judicial bonaerense, con impulso del oficialismo y bajo el argumento del riesgo de contagio de coronavirus en las cárceles. Aunque la indignación social puso al Gobierno a la defensiva en el plano declarativo, el hecho se consumó e incidió en el salto exponencial del delito, además de propiciar numerosos actos de justicia por mano propia.

Posteriormente, fue la explosión de tomas de tierras en diversos puntos del país la que dejó en evidencia la desconcertante mirada kirchnerista respecto del delito. Ante una problemática que involucra la real falta de acceso a la vivienda con el accionar de organizaciones mafiosas sustentadas en un imprescindible apoyo político, la respuesta inicial del gobierno se caracterizó por la confusión discursiva –sintetizada en posturas antagónicas como la del referente social Juan Grabois y la del ministro de Seguridad provincial Sergio Berni- y por la pasividad práctica.

Hasta que la ministra de Seguridad Sabina Frederic y el jefe de Gabinete Santiago Cafiero fijaron la postura oficial, al afirmar que “la toma de tierras no es un problema de inseguridad” y que “hace falta una sentencia firme para que una toma sea ilegal”, respectivamente. Lo que en los hechos, acrecentó la oleada de usurpaciones con aval gubernamental, que ya contabiliza unas 1.800 denuncias de tomas y 4.300 hectáreas ocupadas sólo en la provincia de Buenos Aires.

La escalada específica de ocupación de tierras en la región cordillerana de Río Negro, con usurpación de Parques Nacionales, incendios de propiedad privada y agresiones contra habitantes de Villa Mascardi, El Bolsón y El Foyel, mostraron al gobierno en la misma actitud de inacción y complicidad tácita con los delincuentes. En este caso, con el agravante de convalidar una real amenaza a la soberanía nacional, por tratarse de un conflicto que involucra a grupos que se autodefinen mapuches y reclaman supuestos derechos ancestrales sobre territorio argentino. El límite de lo exótico se dio con las intervenciones de Frederic -denunció a los vecinos que se manifestaban contra las tomas en Mascardi-, y del Instituto Nacional de Asuntos Indígenas, cuyas autoridades directamente incitaron e incluso participaron de las tomas.

De la crisis reciente con la policía bonaerense, o la discusión irracional por las pistolas Taser, llegamos a las nuevas usurpaciones de estos días, como el muy resonante caso de Entre Ríos. Una realidad de tensión creciente, y una secuencia que se reproduce con un mismo guión ideológico, dirección gubernamental e interpretación de actores oficiales que cometen flagrantes delitos, o los justifican sin pudor. “Los barrios privados son prácticamente ocupaciones de tierras”, señaló Axel Kicillof.

Todo lo expuesto refleja una grave defección de las funciones esenciales del Estado de derecho que, para peor, lejos está de circunscribirse sólo a los aspectos referidos. Que el Gobierno exponga un desapego a la ley tan manifiesto no puede dejar de sorprender, por más que ello sea coherente con su ideario y con lo que representan sus principales exponentes. O más aún, con lo que identifica a un sector significativo de la sociedad, a la luz del peso electoral que posee la fuerza liderada por Cristina Kirchner.

La consecuencia inexorable de todo esto es una erosión cada vez mayor de las instituciones y de la legitimidad democrática. Ante un presente signado por una catastrófica situación sanitaria y una debacle económica sin precedentes, se vislumbra el peor horizonte posible.

El autor es director de Análisis Político de la consultora Diagnóstico Político