¿Por qué enloqueció la izquierda?

Compartir
Compartir articulo
El terror a la enfermedad respiratoria mutó, de la noche a la mañana, en las últimas palabras de Floyd hechas consigna colectiva: no puedo respirar. (REUTERS/Henry Nicholls)
El terror a la enfermedad respiratoria mutó, de la noche a la mañana, en las últimas palabras de Floyd hechas consigna colectiva: no puedo respirar. (REUTERS/Henry Nicholls)

Las noticias de Estados Unidos hacen pensar en un país a la deriva. Como no bastaba ser uno de los países más castigados por la pandemia de Covid-19, como no bastaba que el Presidente recomendara tomar lavandina para curarlo, de golpe parece al borde de la guerra civil. Alguien notó la violencia del vuelco: hasta el día que George Floyd fue asesinado, el mandato unánime, no sólo sanitario sino moral, era quedarse en casa; a la mañana siguiente, quedarse en casa merecía el repudio de todos. El terror a la enfermedad respiratoria mutó, de la noche a la mañana, en las últimas palabras de Floyd hechas consigna colectiva: no puedo respirar. Esos vaivenes no son raros en un país donde una robusta tradición liberal y una Constitución que sacraliza la libertad de expresión conviven con periódicas explosiones de unanimismo. Como señala el periodista Andrew Sullivan, éste es el país de las cruzadas contra el vicio, de La Letra escarlata, la Prohibición, las listas negras de Hollywood o la paranoia colectiva conocida como el “Terror Lavanda” que hacia 1950 creyó ver, enquistada en el gobierno, a una conspiración de homosexuales.

Esos “pánicos morales” suelen apoyarse —conspiraciones gays aparte— en preocupaciones legítimas: después de todo, el alcoholismo es malo, aunque la Prohibición haya sido inútil para combatirlo y en cambio haya creado al crimen organizado moderno, y después de todo hubo espías soviéticos en Estados Unidos, aunque el macartismo haya servido, sobre todo, para prohibir bárbaramente 30.000 libros y perseguir a artistas como Charlie Chaplin. ¿Y qué puede ser más legítimo que protestar contra el asesinato escalofriante de un hombre negro bajo la rodilla de un policía blanco, mientras sus compañeros miraban? Lejos de ser un incidente aislado, este crimen es parte de una historia marcada por la esclavitud, las leyes de Jim Crow y la desigualdad en la educación, los ingresos, el ascenso social, el trato de los jueces y la policía. Causa angustia el testimonio de una mujer que explica cómo, igual que la mayoría de las familias negras, cuando su hijo alcanzó la adolescencia tuvo con él “la conversación”: no, no sobre métodos anticonceptivos, sino sobre cómo debe comportarse un joven negro para evitar una muerte como la de Floyd. Sé siempre cortés en extremo; no hagas movimientos bruscos; si un policía te pide el documento, pedí permiso para meter la mano en tu bolsillo y hacelo con lentitud, no sea que crean —o finjan creer— que vas a sacar un arma; por encima de todo nunca, pero nunca corras. Todo eso ayudará a protegerte, aunque para un joven negro ni el comportamiento más sumiso es garantía: tampoco Floyd, según todos los testigos, resistió el arresto.

De modo que sí, sobran motivos para protestar, para exigir reformas profundas en los protocolos policiales, para replantearse a todos los niveles cómo terminar con el handicap bestialmente injusto que implica ser negro. Quizá no basta que los policías imputados enfrenten años de cárcel: llama la atención que Medaria Arradondo, jefe de la policía de Minneapolis, siga en su cargo. Y sin embargo, el espectador liberal o socialdemócrata de estos días no puede dejar de sentir que algo raro hay en el aire; algo que tiene los rasgos alucinados, religiosos, asfixiantes, inconfundibles de un “pánico moral”. Y que por esta vez excede a Estados Unidos y parece haber incendiado también a Europa. En Saint Louis retiraron una estatua de Cristóbal Colón, culpable de haber traído a este continente a los europeos, que sin embargo inventaron la idea de la igualdad de las razas; en el Reino Unido estamparon “racista” sobre una de Winston Churchill, que lo fue en sus opiniones, como la mayoría de los europeos de su tiempo, aunque, a diferencia de ellos, libró también una guerra contra el régimen racista más cruento de la Historia. En Washington, DC, la turba desfiguró una estatua del “conocido racista” Mahatma Gandhi.

Las noticias extrañas van en aumento. En París, una manifestación antirracista derivó en gritos de “¡Sucios judíos!”. Un editor del Los Angeles Times, Norman Pearlstine, condenó, por sus “connotaciones racistas”, el uso de la palabra “saqueo”. La cadena HBO anunció que daba de baja Lo que el viento se llevó; de poco sirvió recordar que la primera actriz negra en ganar un Oscar, Hattie McDaniel, lo obtuvo por su actuación en esa película. Las declaraciones antirracistas —más que los actos— se volvieron liturgia obligatoria: no proferirlas se juzga tan grave como una agresión física, como declara el slogan “Silencio blanco = violencia”. Empleados de diarios, corporaciones, universidades, deben seguir en forma compulsiva cursos de Teoría Crítica Racial, Teoría Poscolonial y “Fragilidad Blanca”. Este concepto, originado en un libro de Robin diAngelo, tiende al razonamiento circular: los blancos, sostiene, son opresores por el sólo hecho de serlo, pero no lo reconocen debido a la fragilidad de su amor propio; y si niegan que esa fragilidad los mueva, es prueba de su fragilidad blanca…

Sigamos: la Universidad de Los Ángeles abrió una investigación sobre el profesor Ajax Peris por leer a sus estudiantes un texto que contenía la imperdonable palabra nigger. El contexto era una clase sobre los horrores del racismo; el texto en cuestión, la Carta desde la cárcel de Birmingham, uno de los escritos fundamentales de Martin Luther King. Sigamos: en un parque de Oakland, California, aparecieron sogas colgando de árboles. La policía inició una investigación sobre esos “símbolos de terror” que recuerdan los linchamientos. Las sogas tenían nudos para trepar. Un profesor de gimnasia, Victor Sengbe, explicó que las usaba para hacer ejercicios con sus alumnos y que no tuvo intención de aterrar a nadie. La alcaldesa de Oakland declaró: “Las intenciones no importan [el subrayado es mío] cuando algo aterra a la gente.” Se mantiene la investigación criminal; por cierto, Victor Sengbe es negro. Sigamos: de todos los escritores, de todos los cineastas, de todos los periodistas que hayan incurrido, en el pasado, en alguna desviación de la ortodoxia discursiva antirracista —y francamente, con la amplitud ilimitada de sus nuevos criterios, todos lo han hecho— se espera que ofrezcan el espectáculo público de su confesión, que se flagelen adecuadamente y prometan enmendarse. El mundo vio con asombro, repetida en las pantallas, esta imagen que no se conocía en occidente desde la Ilustración: personas pidiendo perdón de rodillas, no por sus actos, sino por el solo hecho de pertenecer a determinada etnia. Sigamos: el furor moral desborda el antirracismo y se aplica, con idéntica exigencia de ortodoxia, a una perpleja JK Rowling, que viene recibiendo amenazas de muerte por haber sostenido —no sin aclarar su apoyo resuelto a los derechos de la gente trans— que una persona que menstrúa es una mujer. Los empleados de Hachette, una de las editoriales más importantes del mundo, se niegan a publicar su próximo libro.

Si esto es un “pánico moral”, lo distingue de los anteriores el hecho de que las turbas linchadoras encuentran un aliado (¿una inspiración, un fundamento?) en teorías que dominan las universidades desde hace por lo menos treinta años. Así lo afirmó el presidente francés, Emmanuel Macron: “El mundo académico es culpable: alentó la etnicidad del tema social, pensando que era una buena veta”. Excedería las posibilidades de esta nota entrar en los vericuetos de la French Theory, pero sus conceptos políticos clave pueden enumerarse así: a) El proyecto de la modernidad occidental, lejos de fundarse en la tolerancia y la libertad, es estructuralmente opresor. b) El lenguaje es un marco que delimita aquello que puede ser pensado; quien domina el lenguaje, por lo tanto, detiene el poder verdadero. c) la idea misma de una verdad objetiva, accesible a la investigación científica y el debate, es un dispositivo de dominación. d) toda opinión, todo pensamiento, expresa no al individuo sino al grupo; sin importar las acciones individuales, la resposabilidad es colectiva y más precisamente de aquellos que, por pertenecer al grupo, clase o género “hegemónico”, gozan de sus privilegios y oprimen al resto.

Se piense lo que se piense sobre la validez de estos postulados, lo cierto es que son un arma poderosa para silenciar el disenso: quien los enarbola contra un adversario se garantiza la intangibilidad que otorga hablar en nombre de los oprimidos. A la vez, desactiva cualquier réplica mediante el dogma (que ya se aplicaba en la Edad Media para identificar a las brujas) de que negar los cargos equivale, en sí, a una admisión de culpabilidad. El razonamiento circular de la French Theory sólo se parangona con su virulencia unanimista. Es una cruza de Torquemada y del cuento de la buena pipa. Donde impone su dominio, otorga todo el poder al inquisidor, a quien obliga, además, a subir la apuesta en forma continua, ya que la única fuente de autoridad reside en el celo persecutorio; al mismo tiempo, al denunciar la razón y la verdad objetiva como instrumentos de opresión, sabotea la posibilidad del debate y, más en general, de la democracia.

Si debemos creer —y hay razones para creerlo— que el espíritu totalitario, el afán de controlar desde el Estado todos los aspectos de la vida, ha existido siempre y prosigue de siglo en siglo su erranza bajo diferentes nombres, entonces Stalin, Mussolini, Hitler o Mao bien pueden parecernos muy toscos, muy primitivos al lado de sus aspirantes a émulos del siglo XXI: los primeros cometieron la torpeza de glorificar la violencia, de llamar abiertamente al exterminio de la burguesía o de los Untermenschen. Mostraban ingenuamente sus cartas y por eso generaron, con relativa rapidez, anticuerpos en las sociedades abiertas. ¿Cómo no comprendieron cuánto más lejos podían llegar si se proclamaban buenos, justos, solidarios, defensores de los débiles? Se atribuye a Churchill esta frase: “Los fascistas del futuro se llamarán antifascistas”. Y aunque en realidad la pronunció el gobernador de Texas, Greg Abbott, cada día parece más exacta.

Ese acto de travestismo explica, en parte, por qué la democracia tiene tantas dificultades para defenderse de un virus ideológico que ni siquiera atinamos a nombrar: ¿política identitaria? ¿Social justice? ¿Posmodermismo? ¿Teoría crítica? (¡Imagínese la soberbia de ese nombre! Como quien llamara a su criatura teoría inteligente, o teoría lúcida…) Quizá lo mejor sea conocerla por sus rasgos: ahí donde se niega la responsabilidad individual, ahí donde la unanimidad es compulsiva, ahí donde los debates ceden a la liturgia, ahí donde el lenguaje es cooptado como arma y las palabras pueden ser delitos, ahí donde no se pregunta: ¿qué hiciste? sino ¿a qué grupo pertenecés?, ahí donde discrepar es admitir una culpa, ahí está el totalitarismo del siglo XXI. Es bueno recordar que no a él, sino a la imperfecta tradición liberal de la tolerancia, la libertad de expresión, el método científico y el Estado de Derecho se debe lo poco o mucho que el mundo logró emanciparse de la rémora vergonzosa del racismo. Y recordarlo mañana o pasado, cuando algún político argentino repare en la conveniencia de soltar a su propia Inquisición en las calles para silenciar a sus críticos.