Reforma militar: del soldado Carrasco al ARA San Juan

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Argentina parece ser un país destinado a corregir el rumbo siempre después la colisión. Nunca antes. Así como la derrota en Malvinas marcó el camino para la recuperación de la democracia, otras más o menos grandes tragedias nacionales parecieron espabilar a los dirigentes del momento para dejar de hacer lo que se estaba haciendo o comenzar a hacer lo que jamás antes se había hecho.

Hizo falta Cromañón para que se regule en forma más o menos seria en materia de seguridad no solo en boliches nocturnos, sino además en teatros, restaurantes y hasta consorcios. La presencia de bomberos en shoppings y lugares de alta concentración de público, la de médicos expertos en adicciones en las fiestas electrónicas y hasta la prohibición de utilizar materiales combustibles en espacios comunes de edificios privados, son hijos de la desgracia que enlutó al país durante una víspera de Año Nuevo.

Centenares de accidentes vehiculares convencieron a los mandamases de turno sobre la peligrosidad de emblemáticas rutas como la 02 o la 14, forzando la inversión para duplicar sus carriles. Como siempre hago, la lista de avances pos facto es amplia; complétela usted mismo, querido lector.

Entrando en materia, luego de años de filosofar al respecto, fue necesario que allá por 1994, en el regimiento del Ejército Argentino de la localidad de Zapala, se produjera el crimen del soldado conscripto Omar Carrasco para que de un plumazo se pusiera en suspenso el servicio militar obligatorio vigente en el país desde 1901.

Si bien la norma no está derogada, se encuentra suspendida. Y para desgracia de aquellos que pregonan la necesidad del restablecimiento de la "colimba", ello no parece viable, más que por el previsible rechazo social que tal acto traería aparejado, por el hecho de que las flacas partidas presupuestarias asignadas a las Fuerzas Armadas tornarían inviable en el presente proveer equipo, casa y comida a miles de jóvenes argentinos obligados a enlistarse.

La vida cuartelera cambió para siempre una vez abolida la conscripción. Muchas estructuras castrenses montadas específicamente para atender las contingencias propias de la incorporación anual de miles de civiles a lo largo y ancho del país fueron desmontadas y el voluntariado militar rentado, si bien resulta mucho más costoso, cubrió con un número menor de efectivos las necesidades básicas del servicio.

El país atraviesa por estas horas las secuelas de la mayor tragedia naval militar en tiempos de paz. Cuando aún siguen sin respuesta las familias del pesquero El Repunte, que naufragó frente a Rawson en junio de 2017, la desaparición del ARA San Juan partió al medio la estructura naval. No solo por el rápido descabezamiento de su conducción superior, sino además porque miles de hombres y mujeres pertenecientes a la fuerza naval militar sienten que parte de ellos mismos se fue a pique junto a la malograda embarcación.

Los coletazos del San Juan recién comienzan. El país literalmente se quedó por el momento sin fuerza submarina. El ARA Salta está virtualmente radiado del servicio activo y el Santa Cruz está en dique seco, sometido a la misma reparación que en su momento se le hiciera al San Juan; las tareas se encuentran "demoradas" y nadie sabe a ciencia cierta qué presidente se animará a mandar nuevamente a una nave de 40 años de antigüedad a lo profundo. Asimismo, aún no se sabe hasta dónde y hasta cuándo atender el reclamo de 44 familias que perdieron a sus seres más amados. Becas de estudio, un seguro ascenso post mortem y una también segura pensión complementaria similar a la de los veteranos de guerra les serán asignados. Pero, ¿qué más habrá que hacer?

En este estado de cosas y mientras que en las próximas horas se abrirán las ofertas internacionales para iniciar la búsqueda privada del submarino, la tragedia sirvió como disparador para el inicio de las deliberaciones (a nivel interno del gobierno por ahora) para ver qué se hace con las Fuerzas Armadas.

Hace algún tiempo, sin medias tintas, un almirante ex jefe de la Armada dijo, ante un nutrido y variopinto auditorio: "Las fuerzas Armadas no son una inversión, son un gasto". Y vaya si tiene razón, son un tremendo gasto, la cosa es asumir que son un gasto necesario. Me animaría a decirle que imprescindible para un país tan extenso en superficie terrestre, aérea y marítima como lo es el nuestro.

Casi cien mil millones de pesos es el presupuesto previsto en 2018 para atender al gasto militar. Casi la totalidad de la cuantiosa suma es para atender el pago de salarios; otra parte, para pagar servicios públicos, insumos de funcionamiento, mantenimiento de edificios y racionamiento del personal. Un pequeño saldo es el que queda libre para operaciones, compra de material bélico y mantenimiento de unidades de combate.

En un contexto, en el que prácticamente las Fuerzas Armadas se encuentran paralizadas, podría pensarse con cierto grado de razón que cualquier suma invertida en sostenerlas es dinero tirado a la basura. Pero tal vez el verdadero razonamiento debería ser cómo hacer para tonarlas operativas, con las estrecheces presupuestarias existentes, intentado hacerlas más eficientes.

Hace pocos días y luego de una reunión de máximo nivel entre autoridades políticas y militares, trascendió una descabellada teoría que propugnaría la transformación de nuestro sistema de defensa en una estructura parecida a una guardia nacional, con una conformación más parecida a una fuerza policial poderosa que a estructuras militares.

La idea de conformar una fuerza similar a las existentes en Panamá o Costa Rica es muy tentadora, excepto por una cuestión. No somos ni Panamá ni Costa Rica. Como dijera al principio de esta columna, la vastedad y la diversidad territorial de nuestro país, la inmensidad de su plataforma continental, las riquezas ictícolas, más las existentes en el lecho y el subsuelo marino, la existencia de un entramado fluvial abierto al tráfico internacional de buques y la necesidad de dar cobertura aérea tanto a la mar como al territorio nacional, harían totalmente imprescindible que esa guardia nacional tuviera al menos un componente terrestre, uno aéreo y otro naval. Algo así como un ejército, una armada y una fuerza aérea; algo parecido a lo que tenemos entonces.

Es verdad que instituciones con 200 años de historia como lo son nuestro ejército y nuestra armada son, por cultura organizacional, un poco (bastante) reacias a los cambios. Cerrar un cuartel es como cortarles una mano, vender un edificio viejo, un tanque vetusto o un barco chatarra es casi un sacrilegio y no es menos cierto que tales temores se fundan muchas veces (y con razón) en que lo producido por esas ventas difícilmente se reinvierte en la fuerza. Tampoco es falso que, antes de pensar en mudar o cerrar un cuartel o unidad militar, hay que pensar bien qué se hará luego con los pueblos que se nutren del consumo que los militares generan en los lugares en los que se asientan.

Sea lo que fuera que la política esté pergeñando para el futuro de sus hombres y sus mujeres de uniforme, y en definitiva para la nación toda, ya que la defensa es una de las cinco áreas de acción indelegable del Estado nacional, suena un tanto soberbio que se pretenda decirlo a nivel ministerial, aunque detrás de la decisión se aglutinen las huestes del todopoderoso jefe de gabinete, Marcos Peña.

La defensa amerita una discusión profunda y que comprenda cuando menos el debate entre las principales fuerzas políticas del país. Es algo más que un tema que atañe a los militares. Ellos son el brazo armado de la patria, pero la decisión de qué defensa queremos comprende al cuerpo entero, es decir, a la nación toda.

Será necesario, pues, que las actuales autoridades políticas entiendan que si bien no se trata de "cambiar algo para que nada cambie", tampoco es cuestión de arrasar con estructuras que difícilmente puedan luego volver a componerse. Ya pasó en los 90, cuando el país se quedó sin Marina Mercante y hasta la fecha nadie pudo volver a poner una piedra sobre otra en la actividad.

En un país signado por urgencias de todo tipo, que van desde el debate por el aborto no punible al continuo realineamiento internacional según el jefe de turno, no sonaría descabellado hacerse un tiempo para instalar en la agenda de la gran política nacional el debate sobre esta cuestión. Seguramente el tema preocupa a los militares, pero, a no dudarlo, nos debe importar a todos.

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