Martina Céspedes y la segunda invasión inglesa

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Esta criolla natural del país, viuda, de aproximadamente 45 años, vivía con sus tres hijas en la calle Humberto I al 300, de la Ciudad de Buenos Aires. Hoy el solar no se encuentra, pero se hallaba pegado y hacia el oeste de la actual escuela Guillermo Rawson. Una de sus hijas, casada, habitaba la casa con su marido, quien se hallaba por esos días enrolado en las fuerzas que hacia el centro de la ciudad esperaban el avance inglés.

En aquellos años, el problema de la vivienda era bastante grave, pues resultaba carísimo acceder a solar propio. Mariquita Sánchez de Thompson se vio necesitada de ir a vivir a la casa de su madre al casarse, aunque era una de las familias más adineradas de Buenos Aires. Don Juan Manuel de Rosas se encontró con el mismo problema al contraer enlace con Encarnación.

La fortuna de los Anchorena, además de su comercio y de sus campos, reposaba en los alquileres de propiedades que disponían en la ciudad, por ejemplo, negocios y tiendas en la Recova Vieja, de manera que las locaciones eran un buen negocio y un problema grave para quienes no las tenían. De forma que, como los Céspedes eran una familia humilde, todos habitaban en aquella casa.

En el frente, Martina poseía un negocio o fonda donde vendía alimentos, bebidas, aguardiente, yerba, azúcar, leña, entre otras cosas, lo que le permitía una vida sencilla y honesta.

El negocio y la vivienda estaban bien ubicados. La calle Humberto I era por aquellos años un corredor estratégico, al menos para las ventas al paso, puesto que por ella circulaban carretas y carretones que, procedentes del río, ascendían la cuesta y descansaban inmediatamente en lo que se conoció como el Alto de San Pedro, actual plaza Dorrego. En este alto también se detenían, antes de entrar a la ciudad, los carretones procedentes del sur. Los bueyes y los carreros tomaban un resuello para luego encarar el tramo final que consistía en atravesar el "tercero del sur", arroyo que circulaba por la actual calle Chile, último tramo antes de llegar a la Plaza del Mercado, al costado del fuerte. De manera que la zona o el "barrio" de Martina era muy concurrido y bullicioso, de un ir y venir de paisanos.

Frente a la casa de Martina se hallaba la iglesia de Nuestra Señora de Belén, construcción que iniciaron los jesuitas y quedó inconclusa ante su expulsión, en 1767. Al lado de la iglesia, un edificio denominado la Residencia, pues en él habitaban los sacerdotes. Luego de su expulsión, la Residencia pasó a conocerse como "hospicio", donde eran internadas mujeres abandonadas o con perturbaciones mentales. Ese era el panorama que desde la casa de Martina podía apreciarse al frente.

Invasiones inglesas a Buenos Aires, pintado por Madrid Martínez, litografía de 1807
Invasiones inglesas a Buenos Aires, pintado por Madrid Martínez, litografía de 1807

Al marcharse los jesuitas, todo este complejo fue entregado a los betlemitas, sacerdotes de largas barbas que ya estaban en el Río de la Plata y que pasaron a ocuparse de los inmuebles abandonados. Estos "barbones", como se los conocía, orientaron su vocación a mejorar y cuidar la salud de los enfermos, por eso construyeron justo al lado de la casa de Martina el Hospital de Hombres. Como una casualidad o porque Buenos Aires era apenas un villorrio, en ese hospital se creó el Protomedicato, luego trasladado a la Manzana de las Luces, cuyo director era Miguel O'Gorman, tío de Tomás, marido de la Perichona, historia que ya contaré. Su nombramiento tardó años porque el gobierno español lo sospechaba confidente de los ingleses.

Con todo este movimiento suponemos que el comercio de Martina debió funcionar muy bien.

Las fuerzas británicas prontas a invadir vivaqueaban en Miserere. Entre las penumbras de la noche avanzaron por quintas, baldíos y tunales hasta alcanzar la línea Callao-Entre Ríos. Se ubicaron desde ahí, por las calles perpendiculares al río, según la planificación establecida. Desde Callao y hasta la 9 de Julio atravesaron zona de quintas.

A las seis y media de la mañana, con las primeras luces, tronaron 21 cañonazos. Las primeras balas cayeron en los alrededores de la plaza y una ingresó a la sala del Cabildo por la ventana de atrás del edificio.

Fue la señal inglesa de ataque. Se iniciaba el asalto. Un cantón criollo de avanzada avisó con tres cohetes voladores. El fuerte contestó con tres cañonazos para alertar a la población. Se tocó generala por las calles y sonaron las campanas. Luego, un silencio de muerte ganó la mañana. Las tropas británicas iniciaban su marcha.

Declaró más tarde un soldado inglés: "Nos ordenaron marchar sin armas, era una tarea amarga. Los hombres lloraron. Nada podía ser más mortificante que nuestro paso a través de las calles en medio del populacho que nos venció. Eran gente de piel muy oscura, de baja estatura y contrahechos, cubiertos de harapos, armados con largos mosquetes y alguna que otra espada. No había orden ni uniformidad entre ellos".

En el plan pergeñado por Whitelocke, jefe de las tropas de ataque, estaba el de apoderarse de los edificios de los betlemitas y de la iglesia de Belén para inmediatamente desde la altura de su campanario hacer flamear la bandera británica, para que con aires triunfales se viera desde toda la ciudad y desde el río, donde se encontraba la flota invasora. Así se hizo.

Las fuerzas extranjeras alcanzaron la Residencia a las siete de la mañana del 5 de julio de 1807. El mayor Nichols se apoderó de los edificios y el teniente coronel Guard, de las casas que daban sobre el río, despejando la zona de francotiradores.

Fue en esta situación en que, dueños de la zona sur, algunos soldados ingleses salieron por las calles en busca de alcohol. La bebida era un mal endémico de los ingleses. Informes posteriores de oficiales británicos señalaban que, para evitar borracheras, debieron entrar en pulperías y fondas a "romper todas las botellas a sablazos y las barricas de vino y caña a culatazos". Pero en esta tarea higiénica se olvidaron de la casa de Martina Céspedes, de manera que un grupo de soldados, algo bebidos, golpearon a su puerta, herméticamente cerrada como lo estaban todas las casas de Buenos Aires. Al inquirir quién vive, la dueña de casa se percató de la impaciencia de los beodos que a los gritos solicitaban ser atendidos. Exigió calma y prometió servirlos como lo pedían, pero, eso sí, ingresarían a la casa de a uno por vez. No podía arriesgar la integridad de sus hijas en una zona donde la ley estaba en manos de los invasores.

La sugerencia fue aceptada, pues fue el procedimiento que los borrachines encontraron para seguir bebiendo. No podían atropellar y tirar la puerta abajo, pues enfrente, precisamente en la Residencia, estaban sus jefes y sobre el abuso de alcohol y sus excesos ya estaban en autos. De modo que los pícaros, en silencio y sin alboroto, de a uno fueron entrando.

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Las damas, dueñas de una gran temeridad, los redujeron a medida que ingresaban. Doce en total. Atados y arrojados a cuartos interiores muchos de ellos durmieron la mona. ¡Qué ironía, afuera los ingleses eran dueños de la calle, en la casa de Martina estaban rendidos!

Finalizada la ocupación, Martina tomó los 12 rehenes y se dirigió a la plaza. Frente a Liniers hizo entrega de los soldados detenidos, pero la sorpresa fue que devolvió 11. Uno se lo quedó su hija menor, Josefa. Se habían enamorado. En un veloz amor que nació en dos días y en un sótano oscuro de Buenos Aires.

Martina Céspedes fue nombrada sargento mayor del ejército con derecho a sueldo y uso de uniforme. Desfiló en los actos patrios. Se recuerda aún cuando, en 1825, lo hizo al lado del gobernador, el general Las Heras.

El autor es director de escuela de adultos. Historiador. Autor de "El Perón liberal", "El retroprogresismo", "La gestión escolar en tiempos de libertad".