Por la madurez política para juzgar también a los terroristas

Compartir
Compartir articulo
Una víctima yace en el suelo tras el ataque de Montoneros al Regimiento de Infantería de Monte 29 en 1975
Una víctima yace en el suelo tras el ataque de Montoneros al Regimiento de Infantería de Monte 29 en 1975

Cada 24 de marzo, desde el año 2005, se conmemora en Argentina el feriado por el Día Nacional de la Memoria por la Verdad y la Justicia, que, si bien se origina en una ley del año 2002, la ley 25633, fue bajo la presidencia de Néstor Kirchner que esta fecha se convirtió en un feriado.

El corto texto de la ley ya adolecía de un serio problema, designaba el Día Nacional de la Memoria, pero la limitaba a "las víctimas del proceso iniciado el 24 de marzo de 1976", o sea que solo merecían memoria quienes sufrieron abusos por parte del Estado, pero no había memoria ni recuerdo para los miles de ciudadanos que padecieron a las organizaciones que cometieron terrorismo, antes y después del golpe.

Esto, sumado a varios actos de gobierno como la creación del Museo de la Memoria en lo que era la antigua Escuela de Mecánica de la Armada o el Parque de la Memoria, donde supuestamente se recuerda a los detenidos-desaparecidos, más diversos fallos judiciales muy controvertidos, fueron la base para que la memoria hoy en Argentina sea simplemente una palabra vaciada de contenido, abusada en su significado por el Estado y los organismos de derechos humanos, y convertida en un arma para agredir o excluir a quienes cuestionan este relato pétreo tan alejado de la historia.

En estos 35 años de democracia, en los que presidentes de distinto signo gobernaron, pese a las inmensas diferencias que tuvieron entre sí, primó casi con unanimidad la visión histórica según la cual se debe cercenar toda mención de las víctimas del terrorismo, el calvario que sufrieron a manos de los terroristas, la importancia y la logística de las organizaciones armadas, limitando la historia a un relato casi pueril donde todo comienza mágicamente desde la madrugada de ese 24 de marzo de 1976.

La deuda que tienen la democracia y todos los partidos políticos con las víctimas del terrorismo se acrecienta a medida que pasan los años y las violaciones a sus derechos humanos se hacen cada vez más gravosas. Esto es más violatorio aún cuando es el Poder Judicial el que deniega el derecho al acceso a la Justicia, utilizando para ello argumentos ideológicos que contradicen los tratados internacionales de derechos humanos que la Argentina ha ratificado.

Tres días atrás se realizó en Rosario, provincia de Santa Fe, una audiencia en el caso Larrabure. Argentino del Valle Larrabure era un militar que fue secuestrado por terroristas del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) cuando fue atacada la fábrica militar de explosivos de Villa María, en Córdoba, en la cual estaba destinado este ingeniero militar y donde vivía con su esposa y dos hijos. Fue secuestrado el 11 de agosto de 1974, durante el gobierno de María Estela Martínez de Perón. Estuvo encerrado en una de las denominadas cárceles del pueblo, verdaderos pozos cavados debajo de casas donde los terroristas tenían secuestrados a sus rehenes. Fue torturado física y psicológicamente durante 372 días, en el que fue el secuestro más largo de la historia argentina y finalmente fue asesinado el 19 de agosto de 1975, cuando pesaba 40 kilos; su cuerpo fue tirado en una zanja. Su hijo, Arturo Larrabure, desde hace más de 10 años reabrió la causa de su padre para obtener justicia y para que los responsables de este crimen tan atroz sean juzgados y condenados.

Sin embargo, prontamente notó que el Estado estaba más preocupado en garantizar la impunidad de los asesinos que en otorgarle justicia a su reclamo, por lo que desde el 2003 el Estado y la Justicia argumentan políticamente para denegar el derecho a la verdad y la justicia de la familia Larrabure y de otras víctimas, con lo que desconocen las leyes, la doctrina y la jurisprudencia internacionales, que velan ampliamente por los derechos de las víctimas del terrorismo y que consideran al terrorismo como un crimen de lesa humanidad. Porque aquí está el centro de la cuestión: los delitos de las organizaciones armadas son de lesa humanidad.

Desde el 2003 el Estado ha cimentado pacífica jurisprudencia sobre los delitos de lesa humanidad aplicable únicamente a los agentes del Estado. Sin embargo, también las organizaciones armadas terroristas son susceptibles de ser acusadas por esta categoría de delitos, atento a que no pueden ser alcanzadas por la autoría tradicional aplicable a una banda de delincuentes, sino a una estructura organizada de poder de mayor envergadura y con capacidad de operar, para sus fines políticos, en cualquier parte del país y de manera simultánea. En consecuencia, dicha jurisprudencia se aplicó solo a los agentes del Estado en razón de una forzada interpretación de la aplicabilidad de este tipo de delitos.

Por ello, el abogado de la familia Larrabure esgrimió que a lo sucedido en el caso en particular y a la década del 70 en general deberían aplicarse las Convenciones de Ginebra, que son las que consagran al derecho internacional humanitario, es decir, el derecho vigente obligatoriamente, que ningún Estado puede dejar de cumplir, haya ratificado o no las convenciones, ante conflictos armados internacionales o no internacionales. Son estas convenciones las que brindan mayor protección a la población civil y a los no combatientes; están compelidos a respetarlas tanto el Estado como los ejércitos irregulares, los grupos terroristas, los insurgentes, etcétera.

Estas convenciones intencionadamente ocultadas a la opinión pública son derecho vigente en Argentina desde 1956, cuando nuestro país ratificó las cuatro convenciones, las que tienen un artículo común, el artículo 3, que es como una pequeña convención en sí mismo. Este artículo dispone que todas las partes contendientes deben tratar con humanidad a todas las personas que no participen directamente en las hostilidades, incluyendo a los miembros de las Fuerzas Armadas que hayan depuesto las armas y a las personas que hayan quedado fuera de combate por enfermedad, heridas, detención o por cualquier otra razón o causa, en todas las circunstancias. Por supuesto, quedan prohibidos los atentados a la vida y a la integridad corporal, el homicidio, las mutilaciones, los tratos crueles, la tortura, las tomas de rehenes, etcétera.

En síntesis, esta cláusula mucho anterior al Estatuto de Roma y vigente al momento de los hechos, a diferencia del mencionado estatuto, que no lo estaba, brinda a los civiles y no combatientes una protección completa, que los distingue de objetivos militares y que se encuentra vigente, ante una guerra tradicional o una guerra asimétrica como se vivió en nuestro país en los 70, tal como las mismas organizaciones armadas declamaban abiertamente en sus órganos de prensa.

Aquí llegamos a la cuestión que el abogado defensor del terrorista del ERP, Juan Arnold Kremer (nombre de guerra, Luis Mattini), controvirtiera con argumentos más políticos que jurídicos, al decir que no hubo conflicto armado interno y que los crímenes del terrorismo no son de lesa humanidad, porque no hubo control territorial por parte de las organizaciones armadas.

Sin embargo, el control del territorio en los términos del artículo 3 común de las Convenciones de Ginebra no es condición necesaria para definir un conflicto armado no internacional. El Comité Internacional de la Cruz Roja, en un dictamen de marzo de 2008 que lleva por título "Cuál es la definición de 'conflicto armado' según el derecho internacional humanitario", precisó que existe un conflicto armado no internacional (CANI) cuando ocurren "enfrentamientos armados prolongados entre fuerzas armadas gubernamentales y las fuerzas de uno o más grupos armados, o entre estos grupos, que surgen en el territorio de un Estado [parte en los Convenios de Ginebra]. El enfrentamiento armado debe alcanzar un nivel mínimo de intensidad y las partes que participan en el conflicto deben poseer un mínimo de organización". Es decir, se requiere: una mínima organización en las partes que se enfrentan y alguna intensidad en el nivel de la violencia. No se requiere control del territorio ni un mínimo de tiempo; fallos como "Tadic" y "Akayesu" lo han sentado jurisprudencialmente en el mundo.

En Argentina, por razones políticas están en pugna dos sistemas, el derecho internacional de los derechos humanos, que se refiere solamente a los Estados y sus agentes, y el derecho internacional humanitario, cuyas normas obligan a todas las partes en un conflicto armado, sea internacional o interno. Porque su mayor interés es proteger a los civiles inocentes y a los no combatientes, además de a ciertos bienes culturales especialmente importantes como templos, universidades, hospitales, etcétera.

El derecho internacional humanitario es siempre obligatorio, no reconoce nunca excepciones a su vigencia, a diferencia del derecho de los derechos humanos, que en situaciones especiales distingue algunas suspensiones. Es claro, entonces, que no es cierto que solo el Estado y sus agentes puedan cometer delitos de lesa humanidad. Los particulares pueden cometerlos también en tiempos de conflictos armados.

Por ello, seguir agregando requisitos ficticios que los tratados, la doctrina y la jurisprudencia internacionales no contemplan logra que el rincón de impunidad sea mayor, mientras que cuanto más amplia y flexible sea la definición adoptada y más bajo el umbral de su reconocimiento, mayor posibilidad de reconocer a los civiles inocentes y a los no combatientes. En caso de duda, esta siempre debe ser a favor de la víctima. Porque, ante situaciones como las vividas en Argentina en los 70, cuando operaron 17 organizaciones armadas, con dos que alcanzaron presencia internacional como Montoneros y el ERP, que causaron 1094 muertos, 2368 heridos, 756 secuestros, 4380 bombas, no podemos seguir negando la existencia de un conflicto armado interno que causó delitos de lesa humanidad aún impunes contra la población civil y no combatiente.

Esperamos que Argentina, después de 35 años de democracia, decida finalmente que ha llegado a la madurez política para juzgar a los terroristas, terminar con la impunidad de la cual goza un sector y reconocer a los inocentes que ha ocultado en beneficio de un sector que ha mentido, lucrado e impedido que nuestra nación mire al futuro con igualdad para todos.

La autora es abogada y presidente de Centro de Estudios Legales sobre el Terrorismo y sus Víctimas (Celtyv).